28 marzo, 2024
Mola: el asesino del Norte
Mola: el asesino del Norte

El bando de proclamación del estado de guerra de Mola en Pamplona, el 19 de julio de 1936, rezaba: «El restablecimiento del principio de autoridad exige inexcusablemente que los castigos sean ejemplares, por la seriedad con que se impondrán y la rapidez con que se llevarán a cabo, sin titubeos ni vacilaciones». El mismo día, Mola se dirigió a una concentración de todos los alcaldes de la provincia de Pamplona con estas palabras: «Hay que sembrar el terror […] hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento y no procedemos con la máxima energía, no ganamos la partida. Todo aquel que ampare u oculte [a] un sujeto comunista o del Frente Popular será pasado por las armas». Una de las primeras víctimas fue el comandante de la Guardia Civil de Pamplona, José Rodríguez Medel, cuyo crimen fue permanecer fiel a su juramento de obediencia al poder constituido. Cuando rechazo la invitación a unirse a los sublevados, Mola le dijo que podía marcharse libremente, aunque, al parecer, comento más tarde: «Tenemos que liquidar a aquel hijo de puta». Y en efecto, Rodríguez Medel fue ejecutado poco después por los guardias civiles de su guarnición, tres de los cuales —que también se habían negado a sumarse a los rebeldes— fueron asimismo fusilados. Mola declaro a un grupo de periodistas a mediados de agosto: «Mi objetivo es reconstruir España y castigar a los miserables asesinos que son nuestros adversarios».

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Al igual que sus compañeros de conspiración Franco y Queipo de Llano, Mola tenía el mismo concepto del proletariado español que de los marroquíes: una raza inferior a la que había que subyugar mediante una violencia brusca e inflexible. La identificación entre los obreros españoles y los cabileños rebeldes arrancaba ya de los primeros tiempos de la República. Al principio de la guerra, Mola declaró que «hemos de iniciarla [la rebelión] exclusivamente los militares: nos corresponde por derecho propio, porque ese es el anhelo nacional, porque tenemos un concepto exacto de nuestro poder». Los sueños militares de crear un nuevo Imperio español habían sido reemplazados por la determinación de subyugar a la propia España con los mismos métodos que se habían empleado en Marruecos.

Diario de Navarra con la noticia de la proclamación del estado de guerra por el general Mola y el breve con el asesinato del comandante Rodríguez Medel (composición: affna36.org)

Sin embargo, mientras Franco y Queipo aplicaban en el sur de España el terror ejemplar que habían aprendido en el norte de África, Mola se encargó de la represión en unas provincias muy diferentes: Navarra, Álava, las ocho provincias de Castilla la Vieja, las tres de León, las cuatro de Galicia, dos tercios de Zaragoza y prácticamente toda Cáceres, donde el golpe tuvo éxito en cuestión de horas o días. Las excusas utilizadas para las masacres de Andalucía y Badajoz —las presuntas atrocidades de la izquierda o la amenaza de un contragolpe comunista— no valían para las zonas católicas y profundamente conservadoras que pronto cayeron en manos de Mola. En el fondo, el «crimen» de los ejecutados había sido haber votado por el Frente Popular, haber desafiado su propia subordinación como trabajadores o como mujeres. A pesar de la mínima resistencia de la izquierda, de la represión en las provincias que se encontraban bajo la jurisdicción general de Mola se encargaron los carlistas, la Falange y otros grupos derechistas locales. Fue un baño de sangre indiscriminado. Resuelto a eliminar a ≪los que no piensan como nosotros», Mola contaba con listas elaboradas por diligentes colaboradores, como Garcilaso. Entre los que debían recibir «castigos ejemplares» figuraban, además de sindicalistas y militantes de partidos de izquierda, librepensadores de todo tipo —masones, vegetarianos, nudistas, espiritistas, esperantistas— que serían detenidos y torturados, cuando no asesinados. En el ejemplar de su diario que entregó a su amigo José María Azcona, Iribarren escribió que Mola había borrado la frase «Esta guerra nos va a resolver el problema agrario», un comentario digno de Gonzalo de Aguilera.

Sin embargo, a pesar de sus instrucciones de que se impusiera un terror ejemplar, apenas diez días después del levantamiento, Mola comentó a Iribarren: «Toda guerra civil es espantosa, pero esta es de una violencia verdaderamente terrible». Un atisbo de remordimiento parecido puede entreverse en un comentario hecho el 30 de agosto. Cuando Gil Robles lo visitó en Valladolid y le preguntó cómo iban las cosas, Mola, con la cabeza entre las manos, grito: «¡En buena nos hemos metido! Daría algo bueno porque esta guerra acabara a fines de año y se liquidara con cien mil muertos».

Tras enviar a Juan Ansaldo a recoger a Sanjurjo en Portugal, la noticia de la muerte del general cuando el avión se estrelló el 20 de julio, junto con las derrotas de Fanjul en Madrid y Goded en Barcelona, sumieron a Mola en la desesperación. Sus oscilaciones entre un optimismo desmedido y un pesimismo suicida apuntan a un trastorno bipolar. A los dos días del fatal accidente de Sanjurjo, Mola trasladó su cuartel general al suroeste de Burgos, liberándose así de los carlistas. En su primer discurso, había afirmado que controlaba toda España, excepto Madrid y Barcelona. Concedió entrevistas triunfales a varios periodistas extranjeros. Y el 23 de julio, en una conversación salpicada por los tiros de las ejecuciones de republicanos, aseguró al americano Reynolds Packard y a su esposa Eleanor: «Pueden estar seguros de que la lucha terminará antes de tres semanas. Se lo digo porque, si no estuviera seguro de que esta revolución iba a triunfar rápidamente y sin gran derramamiento de sangre, jamás habría participado en ella». Packard lo describió así: «Un hombre alto y casero que usaba gafas de culo de botella y buscaba a tientas palabras para expresarse. Nos pareció incapaz de la menor hipocresía política».

Conspiradores en Pamplona en la primavera de 1936. De izquierda a derecha, el comandante Fernández Cordón, Emilio Mola, Ramón Mola y los capitanes María y Vizcaíno (foto: Gran Enciclopedia de Navarra)

Por su parte, el corresponsal británico del Daily Express, Sefton Delmer, lo describió como «un asceta alto, ligeramente encorvado y de aspecto anciano que, con sus gafas de miope, se parecía más a mi idea de un secretario del papa que a un general» y añadió «El optimismo personificado». Mola declaro: «Mandamos en toda España, excepto en Madrid, Barcelona y Bilbao. Y tomaremos Madrid antes de fin de mes». Le dijo a un periodista francés que confiaba en obligar a Madrid a rendirse por el hambre. Delmer, simpatizante de la causa rebelde, comentó: «Cada noche, a las dos en punto de la madrugada, me despertaban las ráfagas de tiros. Eran los disparos de los pelotones de ejecución de Mola, que noche tras noche arrastraban a sus cautivos desde la abarrotada prisión para cumplir las penas de muerte sumarias dictadas por los consejos de guerra durante el día. Y cada día traían a más y más cautivos —civiles, no soldados prisioneros en combate— para que ocuparan el lugar de los muertos de la noche anterior».

El 24 de julio, Mola creó un directorio militar provisional de siete hombres, la llamada Junta de Defensa Nacional. Anunció a su Estado Mayor que «en beneficio del nuevo Estado, es conveniente, y así me lo han aconsejado, que se forme un Gobierno nacional, una junta de defensa, como teníamos previsto en el alzamiento, pues de no hacerlo pronto corremos el riesgo de que lo formen otros… Y no quiero ahondar más en esto, que no es momento ahora…». Esos comentarios indicaban que ya estaba pensando en su posible rivalidad con Franco y Queipo. El plan inicial había sido formar un Gobierno presidido por Sanjurjo. Goicoechea y otros miembros del grupo monárquico Renovación Española convencieron a Mola de que un directorio exclusivamente militar inhibiría las disputas políticas. Estaba formado por los generales Mola, Miguel Ponte, Fidel Dávila y Andrés Saliquet y dos coroneles del Estado Mayor, Federico Montaner y Fernando Moreno Calderón, bajo la presidencia teórica de Miguel Cabanellas, el general de mayor rango del bando rebelde tras la muerte de Sanjurjo. Mola no incluyó a Franco hasta el 3 de agosto.

Joaquín Pérez Madrigal, que fuera activista de extrema izquierda y luego diputado lerrouxista por Ciudad Real, le había acompañado desde Pamplona. En un notable acto de hipocresía y clarividencia, este antiguo miembro del grupo de diputados llamados «jabalíes» de las Cortes, había aparecido en Pamplona el 18 de julio en busca de «purificación y redención». Tras contactar con el conde de Rodezno y Garcilaso, consiguió introducirse en el Estado Mayor de Mola. Más tarde, afirmaría que había desempeñado un pequeño papel en la confección de la Junta de Defensa. Según Pérez Madrigal, Mola había pensado al principio nombrar como presidente al general Severiano Martínez Anido, pero él convenció a Mola de que la fama de brutalidad de Martínez Anido hacía de Cabanellas un candidato más aceptable, y el hecho de que los demás rebeldes considerasen a Cabanellas de un peligroso liberalismo suponía una ventaja por lo que se refería a la imagen internacional de los sublevados. Lo cierto es que Mola nombró unilateralmente a Cabanellas para presidir la junta, en teoría por una cuestión de rango, pero en la práctica porque deseaba apartarlo del mando activo en Zaragoza. Mola había visitado la ciudad en persona el 21 de julio y había visto con horror que Cabanellas actuaba con moderación a la hora de aplastar a los contrarios al alzamiento. En cuanto Cabanellas hubo salido de Zaragoza, Mola encargó a Pérez Madrigal que lo mantuviera ocupado llevándolo a interminables giras de propaganda por la zona rebelde. Fue en las zonas de España donde el golpe militar encontró poca o ninguna resistencia donde más evidentes se hicieron los verdaderos objetivos de guerra de los rebeldes, a saber, la aniquilación de todo lo que significaba la República, empezando por el intento de acabar con los privilegios de los terratenientes, los industriales, la Iglesia católica y el Ejército, y continuando por las reformas progresistas republicanas en materia de educación y derechos de la mujer. La ejecución de sindicalistas, militantes de partidos de izquierdas, cargos municipales electos, funcionarios republicanos y maestros de escuela y masones, que no habían cometido delito alguno, constituía lo que se ha dado en llamar ≪asesinatos preventivos≫. En un primer momento, Mola se puso en contacto con el jefe provincial de la Falange en Navarra, José Moreno, para autorizar su participación en la carnicería. La consigna falangista navarra era: ≪Camarada: tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas≫. Cuando Mola fue informado de las atrocidades, se dice que respondió: ≪Yo lamento como ustedes todas esas cosas; pero yo necesito de la Falange y no he podido menos de darle atribuciones≫; sin embargo, no cabe duda de que Mola instigó los asesinatos.

Franco, Cabanellas, Mola y Saliquet (foto: Picture Alliance/AKG)

De hecho, era en Navarra donde Mola podía sentirse totalmente seguro del éxito. Allí, una de cada diez personas que habían votado por el Frente Popular fue asesinada, 2.822 hombres y 35 mujeres en total. El 19 de julio, Mola envió una columna de mil ochocientos hombres del coronel Francisco García Escámez de Pamplona a Logroño, donde pusieron en marcha una represión a gran escala. Mola nombró gobernador civil de Logroño a un artillero, el capitán Emilio Bellod Gómez, al que ordenó que actuara con «mano muy dura≫, a lo que Bellod respondió: «No pase cuidado, mi general, así lo haré». La mayor parte de las matanzas —en su mayoría, extrajudiciales— tuvieron lugar entre el 19 de julio y el mes de enero de 1937, cuando Bellod fue relevado. Las palizas y las torturas, la cárcel y la muerte fueron el destino de los izquierdistas. Hubo mujeres asesinadas y a las esposas de los hombres ejecutados les rapaban la cabeza y las obligaban a beber aceite de ricino y las sometían a menudo a violaciones y otras vejaciones sexuales. En Logroño capital, la cárcel provincial y el cementerio municipal pronto se llenaron. A finales de diciembre, se habían producido casi dos mil ejecuciones en la provincia, entre ellas, las de más de cuarenta mujeres. En el curso de la guerra, el 1 por ciento de la población total de la provincia fue ejecutado. En Galicia, se desato una represión igual de feroz. Incluso comparada con la de las provincias de Castilla la Vieja, la represión en las tierras gallegas fue enormemente desproporcionada, teniendo en cuenta lo reducidísima que había sido la resistencia, lo que podría considerarse indicativo de la escasa legitimidad que los rebeldes se atribuían a sí mismos. En total, hubo en Galicia más de 4.500 ejecuciones, incluidas las de 79 mujeres.

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Las otras provincias que pronto se encontraron a las órdenes de Mola experimentaron el mismo grado de salvajismo. Uno de sus colaboradores más íntimos y de confianza fue el general de división Andrés Saliquet Zumeta, que organizo el golpe y la posterior represión en Valladolid. Saliquet utilizó a las milicias falangistas para aplastar la resistencia de la izquierda en toda la provincia. A lo largo de todo el verano y el otoño, era probable que cualquiera que hubiera ocupado un cargo en un partido de izquierda o progresista, en un ayuntamiento o en un sindicato, fuera capturado por los falangistas y fusilado. Las cifras exactas de la magnitud de la represión en la provincia de Valladolid son imposibles de calcular, ya que muchas de las muertes no se hicieron constar en ninguna parte. El estudio local más reciente sitúa la cifra en más de tres mil. Que Mola estaba al tanto de lo criminal de la empresa lo demostró a mediados de agosto un mensaje de radio al comandante de la Guardia Civil de Valladolid interceptado por el Ministerio de la Guerra en Madrid. Yendo de Valladolid a Burgos, Mola se enfadó cuando su coche se retrasó porque hubo que esperar a que despejaran la carretera de los cadáveres que se amontonaban en ella. En su mensaje exigía que, en lo sucesivo, las ejecuciones se llevaran a cabo lejos de las carreteras principales y que los cuerpos se enterrasen de inmediato.

En Salamanca y en otras ciudades de la provincia como Ciudad Rodrigo, Ledesma y Béjar, la resistencia fue aplastada rápida y brutalmente. Como en los meses anteriores al golpe militar no había habido apenas violencia en Salamanca, la mayoría de los liberales e izquierdistas no intentaron huir. Sin embargo, los militares organizaron una caza de brujas de liberales, izquierdistas y sindicalistas. Los derechistas locales crearon una Guardia Cívica, unidades paramilitares que llevaron a cabo una represión prácticamente incontrolada que degenero en venganzas personales y criminalidad pura y dura. Columnas armadas de falangistas se abalanzaron sobre las aldeas y se llevaron a los denunciados por izquierdistas para fusilarlos o encarcelarlos. Tras los interrogatorios y las torturas, algunos simplemente ≪desaparecieron», mientras que a otros los trasladaron a la cárcel provincial. Muchos de los encarcelados morían de enfermedades contraídas en las condiciones antihigiénicas de una prisión proyectada para cien prisioneros, pero que alojo a más de dos mil durante la guerra, a razón de doce o más en celdas destinadas a uno o dos hombres.

Saqueo de la sede de izquierda Republicana en Pamplona

El 31 de julio de 1936, desde Radio Pamplona, Mola realizo la primera de varias intervenciones radiofónicas en todas las cuales subrayo su compromiso de continuar sin piedad con la represión: «Yo podría aprovechar nuestras circunstancias favorables para ofrecer una transacción a los enemigos; pero no quiero. Quiero derrotarlos para imponerles mi voluntad, que es la vuestra, y para aniquilarlos. Quiero que el marxismo y la bandera roja del comunismo queden en la Historia como una pesadilla. Mas como una pesadilla lavada con sangre de patriotas»; unas palabras estrechamente relacionadas con las teorías organicistas de la extrema derecha: para Mola, en efecto, el derramamiento de sangre era una necesidad biológica. En privado, expresaba opiniones parecidas. Sus bravuconadas acerca de que se alegraba al firmar tres o cuatro sentencias de muerte cada día figuran entre las muchas revelaciones que llevaron a un indignado Manuel Arias Paz, de la Delegación de Prensa y Propaganda, a ordenar el secuestro del libro de José María de Iribarren sobre Mola. En la misma conversación del 14 de agosto, por cierto, Mola revelo que, de no haber sido soldado, le hubiera gustado ser cirujano.

El 20 de agosto, Mola trasladó su cuartel general al Ayuntamiento de Valladolid, donde permaneció dos meses. Mientras llevaban allí sus muebles, fue a Salamanca para recibir la visita de Yagüe, que se recreó hablando de la matanza de Badajoz. Cuando llego la hora de que este se fuera, una multitud se congrego para vitorearle en torno a la comitiva de vehículos en los que viajaba. Mola le abrazó ostentosamente y dijo: «Este es mi discípulo predilecto».

A mediados de diciembre de 1936, el filósofo Miguel de Unamuno escribió el siguiente comentario a su amigo Quintín de Torre sobre Franco y la represión: «En cuanto al Caudillo —supongo que se refiere al pobre general Franco—, no acaudilla nada en esto de la represión, del salvaje terror de retaguardia. Deja hacer. Esto, lo de la represión de retaguardia, corre a cargo de un monstruo de perversidad, ponzoñoso y rencoroso, que es el general Mola».

Mola pasa revista en Pamplona a tropas requetés que parten para el frente de Madrid el 3 de septiembre de 1936 (foto: Museo Carlista de Madrid)

(…)

El 31 de julio, después de que le dijeran que, según la prensa francesa, el Gobierno republicano había designado a Prieto para que negociara con los rebeldes, Mola estallo: «Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra tiene que terminar con el exterminio de los enemigos de España». Mola le conto a Iribarren que «una guerra de esta naturaleza tiene que acabar por el dominio de uno de los dos bandos y por el exterminio absoluto y total del vencido. A mí me han matado un hermano, pero me la van a pagar». En realidad, su hermano Ramon se había suicidado ante el fracaso del alzamiento. El 14 de agosto se oiría a Mola comentar: «Hace un año hubiese temblado de firmar un fusilamiento. No hubiera podido dormir de pesadumbre. Hoy le firmo tres o cuatro todos los días al auditor, ¡y tan tranquilo!». El 18 de agosto, le dijo a Millán Astray: «En este trance de la guerra, yo ya he decidido la guerra sin cuartel. A los militares que no se han sumado a nuestro movimiento, echarlos y quitarles la paga. A los que han hecho armas contra nosotros, contra el Ejército, fusilarlos. Yo veo a mi padre en las filas contrarias y lo fusilo».

(…)

Pese a las inquietudes de sus seguidores, Mola tenía una buena relación con Franco. Además, parecía dispuesto a reconocer la posición superior de Franco en cuanto a suministros extranjeros y tropas de combate. En una larga carta del 4 de agosto, Franco se presenta a si mismo como un dechado de generosidad en cuanto a apoyo económico y material, jactándose de que los proveedores extranjeros «no me apuran pago» y podía ofrecerse a enviar «muy pronto ponderosa ayuda aérea» a Mola. El 16 de agosto, Franco voló a Burgos. Las fotografías revelan —y es imposible que Mola no lo viera— que los vítores con los que fue aclamado por la población local indicaban que ya era visto como el verdadero líder de los rebeldes. Después de la cena, Mola y Franco pasaron varias horas encerrados en un cónclave secreto. Aunque no se tomó decisión alguna, estaba claro para ambos que, para proseguir la guerra con eficacia, se necesitaba un mando militar supremo único. Dado que Franco tenía prácticamente el monopolio de los contactos con los alemanes e italianos, y en vista del rápido avance de sus columnas africanas, Mola tuvo que darse cuenta de que la elección de Franco para asumir la autoridad necesaria era prácticamente inevitable. El Estado Mayor de Franco ya había cargado los dados al convencer a la inteligencia militar alemana de que la victoria en Extremadura lo había consolidado sin discusión como «comandante supremo». Los periódicos portugueses y otros sectores de la prensa internacional lo calificaban asimismo de «comandante supremo», seguramente a partir de las informaciones que les proporcionaba su propio cuartel general. El cónsul de Portugal en Sevilla ya se había referido a él como «el comandante supremo del Ejército español» a mediados de agosto. Un agente alemán informó al almirante Canaris a mediados de agosto que «la victoria en Extremadura ha establecido un contacto externo entre el grupo del norte y el del sur, así como un contacto con Lisboa. El comandante en jefe es sin duda alguna Franco».

Mola y Franco en Burgos, octubre de 1936 (foto: Getty Images)

Mola no tuvo más remedio que acabar aceptando la situación. El 20 de agosto, envió un mensaje pesimista y en tono deferente a Franco, en el que le informaba de que sus fuerzas se enfrentaban a dificultades en el frente de Madrid debido a la superioridad aérea del Gobierno y le preguntaba sobre su ritmo de avance hacia la capital. Mola quería saber si, en caso de que Franco se retrasara, él debía concentrar sus actividades en otro frente. La respuesta de Franco, enviada al día siguiente, dejó claro que calculaba que su avance iba a sufrir un retraso considerable. Mola estaba pensando en cómo coordinar sus fuerzas en aras de la campaña bélica, no de una lucha por el poder. Sin embargo, en la tarde del 23 de agosto, la visita de Johannes Bernhardt a Valladolid le hizo ver hasta qué punto Franco había ido consolidando su posición. Bernhardt transmitió a Mola la grata noticia de que un ansiado cargamento alemán de ametralladoras y municiones estaba en camino en un tren procedente de Lisboa. La alegría de Mola se empañó notablemente cuando Bernhardt le dijo: «He recibido órdenes de decirle que usted no recibe todas estas armas de Alemania, sino de manos del general Franco». Mola se quedó lívido, pero se vio obligado a aceptar que era consecuencia del hecho de que el general Helmuth Wilberg, jefe del comité interservicios designado por Hitler para coordinar la intervención germana, ya había acordado que Franco sería el conducto para los suministros alemanes, que se enviarían solo cuando él lo solicitara y a los puertos que el indicara.

A finales de agosto, llego al cuartel general de Mola la noticia de una carta que Franco había enviado a Casares Quiroga el 23 de junio. De una ambigüedad laberíntica, el texto insinuaba al mismo tiempo que el Ejército seria leal si se le trataba de forma adecuada y que era hostil a la Republica, e implicaba claramente que, si Casares ponía a Franco al mando, podría desmantelar los complots. En años posteriores, los hagiógrafos de Franco presentarían esta carta como una jugada maestra para despistar a Casares o como un último gesto magnánimo de paz. No existe prueba alguna de que la carta llegara a su destinatario, pero si lo hizo, Casares no aprovecho la oportunidad de neutralizar a Franco, comprándolo u ordenando su arresto. A Mola le parecía inconcebible que Casares Quiroga hubiera recibido la carta, porque, de haber sido así, el habría sido relevado del mando de inmediato. Mola se indignó con la misiva porque la consideraba una prueba de la doblez de Franco y de su posible traición a los planes del alzamiento.

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En vista de las dificultades de la ofensiva sobre Madrid, Mola emprendió una campaña para aislar el País Vasco y cerrar el acceso a la frontera con Francia. Tras declarar que aspiraba a una «victoria aplastante» y que no pensaba en una paz negociada, Mola ordeno bombardear diariamente Irún y Fuenterrabía tanto desde el mar como desde aviones alemanes e italianos, que lanzaban panfletos amenazando con repetir lo que se había hecho en Badajoz. Los milicianos que defendían Irún, mal armados y sin apenas instrucción, lucharon con valentía, pero fueron desbordados el 3 de septiembre. Miles de refugiados huyeron de Irún presa del pánico hacia Francia cruzando el puente internacional sobre el rio Bidasoa de Irún. El País Vasco, Santander y Asturias estaban ahora aislados tanto de Francia como del resto de la España republicana. Las fuerzas rebeldes ocuparon San Sebastián el domingo 13 de septiembre de 1936. Mola emitió un ultimátum el 25 pidiendo la inmediata rendición de Bilbao y amenazando con un asalto total por tierra, mar y aire. El 12 de octubre, afirmo que capturaría Bilbao en una semana.

El general Mola entra en San Sebastián tras la toma de la ciudad por los sublevados (foto del blog de Florentino Areneros)

A pesar de la coordinación entre Franco y Mola, primero por telegrama y luego por teléfono, la cuestión del mando único estaba en el orden del día. Mola voló a Cáceres el 29 de agosto para discutir el asunto con él. Los rebeldes consolidaron su posición a lo largo de agosto y septiembre después de que el general José Enrique Varela conectara Sevilla, Córdoba, Granada y Cádiz. La velocidad con que las columnas de Franco avanzaban hacia el norte y se desplegaban por Andalucía y Extremadura contrastaba con el fracaso de Mola en la captura de nuevos territorios. Las fuerzas de Franco contaban con el apoyo del Tercer Reich y de la Italia fascista, mientras que Mola estaba abandonado a su suerte. Se ha comentado que Mola compenso su parálisis en el frente de batalla intensificando la represión en la retaguardia. En la noche del 15 de agosto, en Radio Castilla de Burgos, dio carta blanca a todos los implicados en la represión, declarando: «Alguien ha dicho que el movimiento militar ha sido preparado por unos generales ambiciosos y alentados por ciertos partidos políticos dolidos por una derrota electoral. Esto no es cierto. Nosotros hemos ido al movimiento, seguidos ardientemente del pueblo trabajador y honrado, para librar a la patria del caos y la anarquía». Mola proclamo su intención de aniquilar al enemigo —«todo esto se ha de pagar, y se pagara muy caro. La vida de los reos será poco»— sin contemplar negociación alguna. El mismo mensaje de exterminio y eliminación quirúrgica de aquellos a los que consideraban hostiles a la idea de España de los rebeldes podía escucharse en todas sus emisiones.

En la misma intervención del 15 de agosto, Mola justifico así el salvajismo al que había dado rienda suelta: «Va mi palabra a los enemigos, pues es razón y es justo que vayan sabiendo a qué atenerse, siquiera para que llegada la hora de ajustar las cuentas no se acojan al principio de derecho de que “jamás debe aplicarse al delincuente castigo que no esté establecido con anterioridad a la perpetración del delito” ».

Mola afirmaba que el golpe pretendía liberar a España de «los triángulos y compases simbólicos de las logias y el incestuoso contubernio del oro de capitalistas desalmados con los apóstoles de las Internacionales, […] del caos de la anarquía, caos que desde que escalo el Poder el llamado Frente Popular iba preparándose con todo detalle al amparo cínico y hasta con la complacencia morbosa de ciertos gobernantes». Los instrumentos de esta anarquía eran «los puños cerrados de las hordas marxistas». Para Mola, la culpa del caos recaía directamente sobre un hombre:

Solo un monstruo, de la compleja constitución psicológica de Azaña pudo alentar tal catástrofe; monstruo que parece más bien la absurda experiencia de un nuevo y fantástico doctor Frankenstein que fruto de los amores de una mujer. Yo, cuando al hablarse de este hombre oigo pedir su cabeza, me parece injusto: Azaña debe ser recluido, simplemente recluido, para que escogidos frenópatas estudien en el ≪un caso≫, quizá el más interesante, de degeneración mental ocurrido desde el hombre primitivo a nuestros días.

Según José María Pemán, Mola afirmo en un discurso que, «si lo cazaba, pasearía a Azaña por las calles de Madrid como un endriago, encerrado en una jaula».

Gudaris capturados frente de Bilbao, según el libro España en llamas, de Gil Mugarza

(…)

Monks y otros corresponsales escucharon unas irresponsables declaraciones de Mola de principios de octubre en las que se jactaba de tener, además de cuatro columnas que atacarían Madrid desde el exterior, una quinta columna en el interior a punto para iniciar la sublevación. En la práctica, eso implicaba que los francotiradores y demás personal que intentaba perjudicar a la Republica eran soldados, lo que desencadeno la eliminación de los prisioneros de derechas, en especial, los oficiales del Ejército que se habían comprometido a unirse a sus camaradas rebeldes. La represión en Madrid se intensifico al acercarse las columnas rebeldes y arreciar los bombardeos de la capital. De hecho, los políticos republicanos también empezaron a hacer referencias a las declaraciones de Mola desde principios de octubre. En el lenguaje popular y en la retórica política, la expresión «quintacolumnista» paso a designar a cualquier partidario de los rebeldes, real o en potencia, activo o en la cárcel. El termino fue adoptado por primera vez como mecanismo para apelar a los sentimientos y pasiones del pueblo, el 2 de octubre, por parte de la oradora comunista Dolores Ibarruri, «la Pasionaria», que proclamó:

«Cuatro columnas» dijo el traidor Mola que lanzaría sobre Madrid, pero que la «quinta» sería la que comenzaría la ofensiva. La «quinta» es la que está dentro de Madrid; la que, a pesar de las medidas tomadas, se mueve en la oscuridad, se sienten sus movimientos felinos, se escucha el sonido de sus voces opacas, en el «bulo», en el rumor, en el grito de pánico descompasado. Y a este enemigo hay que aplastar inmediatamente; y aplastarle sobre la marcha, mientras que nuestras heroicas milicias luchan fuera de Madrid.

Al cabo de dos días, en la ceremonia en la que fue nombrada comandante honoraria del Quinto Regimiento comunista, Ibarruri repitió sus comentarios sobre Mola y los «emboscados y traidores ocultos que pensaban que podían actuar impunemente: pero les demostraremos que están equivocados».

Mola a la derecha junto a Franco en Burgos el 27 de agosto de 1936, foto del Berliner Illustrierte Zeitung

Cinco días después, el comisario político del Quinto Regimiento, el comandante Carlos Contreras (pseudónimo del comunista italiano y agente soviético Vittorio Vidali) presentó un análisis aún más explícito de las declaraciones de Mola para marcar las directrices que seguir para quienes se encargaran de la eliminación de la Quinta Columna: «El general Mola ha tenido la complacencia de indicarnos el lugar donde se encuentra el enemigo. Nuestro Gobierno, el Gobierno del Frente Popular, ha tomado ya una serie de medidas, orientadas a limpiar Madrid, de una manera enérgica y rápida, de todos los elementos dudosos y sospechosos que podrían, en un momento determinado, crear dificultades para la defensa de nuestra ciudad».

El discurso de Contreras supuso la consagración del término «quinta columna» para designar al conjunto de los partidarios de los rebeldes que se encontraban en la zona republicana. El 21 de octubre, las Juventudes Socialistas Unificadas formularon una definición laxa de la quinta columna que abarcaba a todos los que apoyaban a los rebeldes activa o pasivamente, y concluían diciendo que «el exterminio de la “quinta columna” será un gran paso para la defensa de Madrid». Así, Mola contribuyo a la mayor atrocidad ocurrida en la zona republicana: el asesinato de 2.500 prisioneros en el pueblo de Paracuellos de Jarama, en las afueras de la capital, llevado a cabo conjuntamente por anarquistas y comunistas; unos prisioneros que eran presuntos miembros de la quinta columna. En su último informe a Stalin, ya en la posguerra, el búlgaro Stoyan Minev, alias «Boris Stepanov», delegado de la Comintern en España desde abril de 1937, escribió con orgullo que los comunistas tomaron nota de las implicaciones del discurso de Mola y «en un par de días llevaron a cabo las operaciones necesarias para limpiar Madrid de quintacolumnistas».

(…)

El posterior escandalo internacional sobre Guernica revelo aspectos de lo más sorprendentes de la mentalidad del alto mando franquista y, en particular, del general Mola. Según el embajador de Estados Unidos, Claude Bowers, la destrucción de Guernica estaba «en consonancia con la amenaza de Mola de exterminar todos y cada uno de los pueblos de la provincia a menos que Bilbao se rinda≫. Mola y Vigón sabían perfectamente que Guernica era la antigua capital de Euskadi y poseía una profunda importancia simbólica para el pueblo vasco. A pesar de que las autoridades franquistas negaran haberla bombardeado, Mola repetía como un poseso en la radio su anterior amenaza: «Arrasaremos Bilbao, y su solar vacío y desolado quitara a Inglaterra todo deseo británico de apoyar a los bolcheviques vascos en contra de nuestra voluntad. Es preciso que destruyamos la capital de un pueblo perverso que se atreve a desafiar a la causa irresistible de la idea nacional». Mola participó activamente en la operación de encubrimiento de la responsabilidad del bombardeo. El 28 de abril, cuando Guernica estaba a punto de ser ocupada, ordeno que se impidiera a la prensa internacional, a la Cruz Roja y a todas las personas no autorizadas por las autoridades rebeldes la entrada en la ciudad, que permaneció acordonada cinco días tras su captura. Durante ese tiempo, se eliminaron de las ruinas las pruebas del bombardeo y los cadáveres. A principios de mayo, el embajador italiano en Londres, Dino Grandi, informó de que las amenazas de Mola habían provocado una considerable inquietud en la prensa y en el Parlamento. Años más tarde, Iribarren, que ya había perdido su admiración por Mola, recordó aquellas atrocidades. En septiembre de 1970, hablando con su amigo José de Arteche sobre los esfuerzos de Vicente Talón por exonerar a Mola del bombardeo de Guernica, comento: «Pero si en Mola era una obsesión hacer un escarmiento entre los vascos≫. O, como también le dijo Iribarren a Arteche en más de una ocasión: «No pensaba en más que en matar».

Mola en el frente norte (foto: Archivo Canario Azaola)

Aunque el ataque tuvo éxito desde el punto de vista estratégico, fue un desastre en cuanto a la imagen e hizo que Von Richthofen se enfureciese con Mola por no haber logrado avanzar y desaprovechar así la ocasión que sus aviadores habían creado: «la ciudad estuvo completamente bloqueada por lo menos durante veinticuatro horas; hubieran sido unas condiciones de partida ideales para un rotundo éxito, solo con haber lanzado a las tropas al ataque». En un informe posterior, describiendo la destrucción de Guernica como la operación de más éxito de toda una serie destinada a crear una gran bolsa de tropas vascas al este de Bilbao, Von Richthofen lamentó que el lento avance de las fuerzas de Mola permitiera a los vascos evitar el cerco y reagruparse en terreno seguro al oeste de Guernica. A finales de mayo, las tropas de Mola cercaron Bilbao, pero el general no vivió para ver como los ataques de la Legión Cóndor permitían a sus fuerzas romper las líneas de defensa el 12 de junio. Al cabo de una semana, caía Bilbao.

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Las quejas de los alemanes sobre el estilo dilatorio de Mola concuerdan con el análisis del historiador vasco Xabier Irujo. El 29 de abril, una emisora franquista afirmaba que «una de las condiciones más sobresalientes de nuestro general Mola es su decisión y su rapidez»; sin embargo, el ritmo medio de avance de Mola en el País Vasco durante toda la Guerra Civil fue de 0,2 kilómetros al día. Incluso durante la campaña de la primavera de 1937, pese a contar con el apoyo aéreo alemán e italiano, fue de solo 0,6 kilómetros al dia.

Serrano Suñer dice que la victoria en el País Vasco habría tenido un impacto político en Franco y cita los discursos de Mola del 29 de enero y 28 de febrero de 1937 como prueba de sus preocupaciones. Mola proponía que Franco cediera parcialmente el monopolio del poder, conservando la jefatura del Estado y el mando supremo del Ejército, para que Mola pasara a presidir el Gobierno. Tanto Serrano como Maíz ven en estos discursos una prueba del deseo de Mola de una política de posguerra más liberal que la que se daría más tarde con Franco.

(…)

El secretario de Mola, José María Iribarren, llevaba un diario. Con un lápiz diminuto, en un paquete de cigarrillos apoyado en la rodilla, anotaba las conversaciones de sobremesa de Mola y sus visitantes. A principios de 1937, hizo una selección de sus apuntes y otros documentos como base para un libro. Leyó fragmentos del original a Mola, quien hizo algunas correcciones y le dio su aprobación. Además, le dijo que sería útil para las memorias de la conspiración y el alzamiento que el mismo estaba escribiendo. A continuación, Iribarren le entrego el texto a su editor en Zaragoza. La censura local, dirigida por dos profesores universitarios, lo autorizo sin cambios porque sabían que tenía el visto bueno de Mola. Se publicó el 3 de mayo, e Iribarren envió ejemplares a Franco, Mola y otros generales, así como a Gil Robles. Mola le escribió de inmediato para darle las gracias y desearle «el éxito merecido».

Al cabo de unos días, La Gaceta Regional de Salamanca imprimió una reseña elogiosa; en cambio, el delegado de Prensa de la Oficina de Prensa y Propaganda, Manuel Arias Paz, se puso histérico. Nombrado por Serrano Súñer en abril de 1937, Arias Paz era un oficial del cuerpo de ingenieros que había creado una emisora de radio para Franco. Básicamente, era un matón arrogante que, en el fondo, no estaba cualificado para el trabajo que le habían encomendado, más allá de sus opiniones reaccionarias extremas y su devoción por el Generalísimo. Sus habilidades literarias no iban más allá de redactar algunos artículos sobre como valorar el precio justo de un coche de segunda mano. Arias Paz ordenó que todos los ejemplares del libro fueran confiscados de las librerías y destruidos. Mandó detener a Iribarren el 24 de mayo e hizo que registraran su habitación de hotel. Este se las arregló para enviar una petición de ayuda a Mola, que estaba en Vitoria, supervisando la campaña vasca. Éste ordenó su puesta en libertad y Arias Paz obedeció la orden, pero acto seguido exigió que Iribarren se presentara ante él en las oficinas de la Delegación de Prensa y Propaganda en Salamanca, donde lo sometió a un agresivo interrogatorio.

Fuera de sí, Arias Paz gritaba una y otra vez que debían fusilar a Iribarren por lo que había revelado en su libro. El retrato de Mola y su círculo hablando constantemente de las campañas de Marruecos daba a entender que existía un paralelismo entre la guerra civil y la guerra colonial, lo que perjudicaba la imagen de los rebeldes. Igual de alarmante para Arias Paz era que Iribarren dejara constancia de que Mola hablaba de «sublevación» y «conspiración», lo que implicaba que el golpe no había sido un movimiento popular espontaneo. Aún más le inquietaron las revelaciones de Mola sobre las debilidades y deficiencias de los demás conspiradores y, sobre todo, que el 16 de julio hubiera dado palabra de honor a Batet de que no se rebelaría. Las descarnadas referencias de Mola y sus compañeros a la represión que citaba el libro, sobre todo, a las ejecuciones sin juicio y a lo que planeaban hacer cuando cayera Madrid, eran un auténtico regalo para la propaganda republicana.

El coronel Manuel Arias Paz (foto: ingenierosmilitares.es)

El libro estaba dedicado a Mola y, en el prólogo, se explicaba que el general había corregido y luego aprobado el original. Arias Paz lo negó de plano y afirmó falsamente que Mola le había dicho que no había leído el libro más que por encima. A Iribarren se le permitió salir, pero fue arrestado de nuevo al día siguiente y paso varias horas más en la cárcel, esperando que lo fusilaran en cualquier momento. Al final, apareció Arias Paz y menciono, como quien no quiere la cosa, que se había olvidado de trasladar a la policía la orden de Mola de que lo dejaran en libertad. También olvido decirle a Iribarren que, lejos de repudiarlo, Mola lo había defendido vehementemente por teléfono. Pero, a diferencia de este, tal como descubrió Iribarren más tarde, muchos oficiales superiores cercanos a Mola y Franco se habían sentido ofendidos por el libro. Tras infructuosos esfuerzos por conseguir que le permitiesen publicar una edición corregida y censurada, Joaquín Arrarás convenció a Iribarren de que escribiera una biografía completamente nueva y elogiosa de Mola: «Tú has visto a Mola en zapatillas, pero es preciso que des al público otra versión heroica y encomiástica del general muerto».

El 2 de junio, Mola mantuvo una acalorada discusión con Franco por teléfono. No se sabe de qué hablaban, pero su ayudante le oyó decir antes de colgar el auricular de golpe: «No lo comprendo, no. Repito. Yo no paso por eso». Se pudo oír como expresaba su disgusto por el hecho de que Franco prestara más atención a los alemanes que a él y también murmurar que Franco toleraba la corrupción. Se ha especulado con que Franco había propuesto destituir a Mola como comandante del Ejército del Norte para privarle de la gloria de conquistar Bilbao.

Mola murió en un accidente de avión el 3 de junio de 1937. Salió de Pamplona rumbo a Vitoria y de ahí hacia Burgos. En esta última provincia, entre los pueblos de Castil de Peones y Alcocero, el avión se estrelló y murieron todos los que iban a bordo. Testigos del pueblo que vieron el avión justo antes del accidente comentaron que volaba con los motores apagados, lo que dio lugar a sospechas de sabotaje por la introducción de azúcar en el depósito de combustible, algo que explicaría que los motores se pararan. La sospecha se veía reforzada por el hecho de que, como relato Iribarren, la noche anterior al accidente mortal, Mola hubiera sido víctima de lo que pareció ser un intento de embestir su coche mientras circulaba. La explicación oficial de que la aeronave sencillamente se estrelló contra una colina debido a la espesa niebla que reinaba queda desvirtuada por las declaraciones de los testigos que pudieron ver con claridad la aeronave. El pastor que llego primero al avión estrellado comento que lo había visto volar a la deriva, como si no tuviera piloto. El padre del aviador, Ángel Chamorro, estaba convencido de que su hijo había sido asesinado.226 Al parecer, cuando oyó la noticia de la muerte de su marido, Consuelo Bascón de Mola exclamó: «¡Ha sido Franco!». Es cierto que Franco estaba profundamente molesto por los rumores de que Mola quería presidir el Gobierno y dejarle a él el mando supremo de las fuerzas armadas y la jefatura del Estado y de la Falange. Tanto Franco como Serrano Súñer temían que, en la siguiente visita de Mola a Burgos, les presentara un ultimátum en toda regla. Eso podría explicar la discusión telefónica en la víspera de la muerte de Mola.

Vecinos de Alcocero con los restos del Airspeed recuperados en las sierras del Puerto de la Brújula (foto: aerohispanoblog)

Franco recibió la noticia con frialdad, actitud compartida por su Estado Mayor. Al día siguiente, en Valladolid, Vegas Latapié se encontró con José Antonio de Sangroniz, el jefe de la oficina diplomática de Franco. Cuando Vegas expreso su pesar, Sangróniz le respondió: ≪Al fin y al cabo, no es para tanto. Un general que muere en el frente… Bueno, pues es casi normal≫.

En enero de 1937, Cantalupo había informado a Roma sobre «el conflicto silencioso y latente entre los generales Franco, Mola y Queipo de Llano». El embajador alemán Faupel informo de que Franco «sin duda se siente aliviado por la muerte del general Mola. Me dijo hace poco: “Mola era un tipo tozudo, y cuando le daba ordenes que se apartaban de sus propuestas, solía preguntarme: ‘Ya no confías en mis dotes de mando?’».

Una de las primeras cosas que hizo Franco, después del fatal accidente de Mola, fue ordenar que confiscaran todos sus papeles. Mola le había dicho a Iribarren que estaba escribiendo una historia de la conspiración y de la guerra, un extremo confirmado por Maíz, que tuvo acceso a sus cuadernos y los cita en su último libro. Un oficial del Estado Mayor fue a su cuartel general de Vitoria y requiso los papeles, según Maíz, cuando Mola aun volaba hacia Burgos. Es razonable suponer que Franco no quería que circulase una versión de los hechos que revelara su escasa aportación a los preparativos del alzamiento.  Franco asistió al funeral de Mola sin exhibir el más mínimo rastro de emoción. Mientras bajaban el féretro por la escalinata del cuartel general de la división, el Generalísimo levanto el brazo derecho en un enérgico saludo fascista. Debido a los kilos que había engordado en los meses anteriores, se le desgarró el uniforme por el sobaco ante la hilaridad reprimida de algunos de los espectadores. Hitler comentó años más tarde: «La verdadera tragedia para España fue la muerte de Mola; allí estaba el verdadero cerebro, el verdadero líder. Franco se coló en la historia como Pilatos en el Credo».

Fuente: Paul Preston, Arquitectos del terror. Franco y los artífices del odio. Barcelona, Debate, 2021.

Portada: Emilio Mola en el aeródromo de Gamonal, en Burgos (foto: Félix Maíz)

Ilustraciones: Conversación sobre la historia

Origen: Mola: el asesino del Norte

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