Morir fusilado por contar España: una «bestia salvaje» del periodismo inglés en la Primera Guerra Carlista
El conflicto español de 1833 fue el primero de la historia al que la prensa extranjera envió corresponsales en masa
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«Tres de mis hijos han sido asesinados. Mi hija fue violada por diez cristinos y luego asesinada; mi mujer ha muerto con el corazón roto. Yo estoy solo en el mundo, y mi última esperanza de subsistencia, mi cosecha, ha sido consumida por las tropas amigas y enemigas». Este testimonio recogido en España por Charles Lewis Gruneisen podría haber sido escrito durante cualquiera de los conflictos que asolaron el mundo a lo largo del siglo XX o, incluso, en la actual guerra de Ucrania, pero lo cierto es que fue publicado mucho antes, el 15 de agosto de 1837, por el prestigioso diario británico ‘The Morning Post’.
Hacía cuatro años que Fernando VII había muerto y que había estallado la que todavía hoy es calificaba como la «primera guerra civil española». El que firmaba la citada crónica, al que el historiador Alfonso Bullón de Mendoza ha dedicado la biografía ‘Charles Lewis Gruneisen, un corresponsal de guerra británico en la Primera Guerra Carlista’ (Dykinson), llevaba tiempo buscando la forma de acudir a España para informar y vivir aquel conflicto que involucró a varios países y causó, en siete años, cerca de 160.000 muertos.
«En la actualidad, la Primera Guerra Carlista es un conflicto completamente minusvalorado por la historiografía española. Es como si la Guerra Civil de 1936 a 1939 hubiera borrado todas las guerras civiles que tuvieron lugar en nuestro país en los años anteriores, incluso esta, sobre la que escribieron Pío Baroja, Galdos, Unamuno y otros grandes autores. Esos quiere decir que en su momento tuvo una gran presencia en España y luego se fue perdiendo», apunta Bullón a ABC.
Todo comenzó en 1832 cuando el monarca español se encontraba ya muy enfermo en su palacio de La Granja de San Ildefonso. Sabía que los días se le agotaban como consecuencia de la insuficiencia renal, la hipertensión y la gota que sufría desde hace años, por lo que decidió derogar la Ley Sálica para asegurar la sucesión de su hija Isabel. Aquello fue como un jarro de agua fría para su hermano, el infante don Carlos, que se veía ya con la corona en la cabeza al no tener el Rey hijos varones. Pero no, a última hora el Monarca nombró regente a María Cristina hasta que su heredera, que tenía entonces tres años, cumpliera la mayoría de edad.
El infante don Carlos no dudó en declarar la guerra a su hermano, en un conflicto nacional que rápidamente se comenzó a seguir con mucho interés en otros países y tuvo repercusiones internacionales. «Eso se debe a que, en 1833, Europa todavía vive un ten con ten entre los regímenes liberales y los absolutistas, que es la raíz de la Primera Guerra Carlista. Gran parte del continente está pendiente del lado al que se inclinará la balanza. Además, vinieron diez mil soldados británicos a combatir en España, lo que dio lugar a intensos debates en su Parlamento», explica el autor.
La llamada de los corresponsales
Aunque finalmente perdió la guerra, la causa del infante don Carlos fue apoyada por no pocos periódicos extranjeros como ‘The Morning Post’. El mundo asistía a una de las primeras muestras de ese periodismo de trinchera que se dio después durante la Guerra Civil de 1936. Y no es que antes de 1833 no hubiera corresponsales. Como señala el historiador en su libro, los primeros corresponsales de guerra aparecieron en la guerra de independencia contra Napoleón, aunque fue en la Primera Guerra Carlista donde acudieron por primera vez de forma generalizada.
«Lo curiosos es que, aunque algunos se establecieron en Madrid, otros muchos prefirieron acompañar a los ejércitos, uniéndose a los isabelinos, a los carlistas o pasando de unas filas a otras según los considerara oportuno, lo que en ocasiones fue origen de notables dificultades con las autoridades e, incluso, les suscitó la censura de otros escritores», cuenta Bullón en su libro, en referencia a los compañeros del ‘The Morning Post’ que precedieron a Gruneisen en la Primera Guerra Carlista, como William Walton o Edward Bel Stephens.
De otros periódicos destacaron, por ejemplo, George Mitchell, que cruzó la frontera en junio de 1835 con la acreditación del ‘Morning Herald’ para confirmar la muerte del mítico general carlista Tomás de Zumalacárregui. Este había sido alcanzado en una pierna por una bala perdida del enemigo y la herida se le infectó hasta provocar una septicemia. Otro, Michael Burke Honan, fue capaz de contar para ‘Chronicle’ las impresiones de ambos bandos desobedeciendo la orden del Gobierno y del embajador británico de abandonar el país inmediatamente.
Este mismo corresponsal resumió todas sus andanzas en las memorias que publicó tras retirarse a mediados del siglo XIX: «Durante más de veinte años no he hecho otra cosa que correr de un campo de batalla a otro, de guerra civil en guerra civil, de disparo y cañonazo a cañonazo y disparo, experimentando todos los peligros y fatigas de la campaña sin los honores del soldado y esperando ver todo, saber todo y tener el mapa del mundo en la punta de mis dedos. Yo, el menos digno de los corresponsales extranjeros, he presenciado casi todos los grandes sucesos que han perturbado el mundo desde 1827».
El encargo
Gruneisen fue, sin embargo, el que más notoriedad alcanzó en España. El director del ‘The Morning Post’ le llamó una mañana de marzo de 1837 para preguntarle si estaba dispuesto a acompañar al Ejército del infante en su marcha hacia Madrid, donde presumiblemente se haría con el poder mediante un golpe de Estado. El corresponsal aceptó de inmediato y, en apenas una par de horas, consiguió su pasaporte y preparó su macuto.
Gruneisen partió de Dover y llegó a Irún, donde coincidió en una posada con un grupo de oficiales franceses y españoles carlistas que le sorprendieron, porque había oído que eran personas «salvajes y rudas», hasta que acabó hablando con ellos de arte, literatura y ópera. Tras conseguir el permiso directamente del infante, se incrustó en sus filas y pasó por ciudades como Bayona, Tolosa, Perpiñán, Solsona y Castel, entre otras, desde donde enviaba sus crónicas reunidas a veces en varias cartas, a través del correo postal.
«Lo que tienen de especial sus artículos –continúa Bullón– es que las crónicas de Gruniesen eran testimonios mucho más ricos que los tradicionales partes de guerra que también publicaban los periódicos, porque él iba a los pueblos, hablaba con los habitantes o describe cómo eran las marchas y la alimentación». ‘The Morning Post’ destacaba igualmente que los artículos de su corresponsal en España eran «la única narración racional que se ha publicado sobre los movimientos del Ejército carlista y los diversos enfrentamientos que ha tenido con las tropas de la Reina. Es la descripción verídica del estado del país y de los sentimientos del pueblo».
«No oculta nada»
Por si hubiera dudas, el periódico advertía a continuación que Gruneisen «no oculta nada, narra todas las circunstancias sean favorables o desfavorables a don Carlos». Uno de esos ejemplos es la crónica de la primera batalla a la que asistió: la de Villar de los Navarros el 25 de agosto de 1837. El corresponsal estuvo a punto de ser aniquilado por dos columnas enemigas, pero se salvó por la información que los carlistas le sacaron a un espía antes de fusilarlo. «Lo más repugnante para mí –criticaba– fue contemplar cómo fueron desnudados los muertos, los heridos y los prisioneros. De los cerca de mil prisioneros que vi marchando, la mayoría estaban casi desnudos. A algunos les habían dejado solo en camisa y a otros solo con los pantalones».
El episodio más trágico, no obstante, lo vivió en octubre de ese año, mientras marchaba con los carlistas a Madrid. El día 18, disfrazados de contrabandistas para pasar desapercibidos, marcharon de día y de noche. Media hora antes de amanecer, se detuvieron a descansar en un bosque a media hora de la localidad riojana de Zarzosa. Hacía mucho frío y niebla, por lo que encendieron una hoguera que delató su posición. En ese momento, un grupo de isabelinos les sorprendió y Gruneisen fue capturado.
«Yo nunca había tenido el menor temor a caer en manos de las tropas del Gobierno, pues siempre imaginé que cuando explicara la naturaleza de mi ocupación, lo peor que podría sucederme era una corta detención», aseguraba el periodista. Obviamente, se equivocó. Los corresponsales del siglo XIX eran menos respetados, incluso, que ahora. Al enseñar al oficial al mando su pasaporte visado por las autoridades francesas e isabelinas, exigió hablar con el general Espartero. Sus hombres no hicieron el más mínimo caso y pidieron que fuese fusilado de inmediato. Sin embargo, Gruneisen logró convencerles y le llevaron a la casa del alcalde de Zarzosa.
Estatus de corresponsal
Por allí desfilaron todos los habitantes del pueblo para verle, «como si fuera una bestia salvaje del bosque, pues no tenían comprensión hacia el estatus de un periodista de un periódico inglés», en palabras del propio Gruneisen. Pocos minutos después apareció un comandante que le vació los bolsillos y le robó el dinero y el reloj que llevaba, ordenando a sus hombres que le quitaran igualmente el abrigo, el chaleco y sus provisiones. A continuación le acusó de ser espía, a pesar de que él insistió que era un corresponsal del ‘The Morning Post’ y que su única misión era enviar noticias a su periódico.
Al comandante le dio exactamente igual lo que fuera, porque ordenó que le fusilaran en quince minutos. Por deferencia le preguntó si quería confesarse. Gruneisen, ya con la esperanza perdida, respondió: «Tengo mucho que confesar ante Dios, pero nada ante los hombres». En ese momento estuvo a punto de convertirse en el primer corresponsal de la historia fallecido a consecuencia de una guerra e, incluso, se dijo a sí mismo: «Buen Dios, voy a morir como un perro por un periódico después de todo lo que he pasado por él».
Cuando era llevado al paredón, sin embargo, el cura y el alcalde del pueblo intercedieron por él y sus captores desistieron de su propósito. Aquella fue la señal de que había llegado la hora de abandonar España y volver a casa. Lo consiguió en enero de 1838, sin darse mucho tiempo de descanso para asimilar lo que había vivido. Un año después, ‘The Morning Post’ le envió a un destino mucho más placentero: París.