Napoleón III, los enormes vínculos españoles del último Emperador francés
La España de Isabel II se benefició de la buena relación de Leopoldo O’Donnell, el hombre que dio los mejores años al reinado, con Napoleón
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El año 1848 cambió el mapa europeo y extendió el miedo entre la realeza al estallar una nueva revolución en Francia, en este caso contra la dinastía de los Orleans. El antídoto contra la posibilidad de un estallido de repúblicas vino del pasado… Bien lo proclamó Karl Marx cuando recordó que la historia se repite dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa. La farsa no era otra que la de Napoleón III, que se postuló como el necesario puño para contrarrestar a los nuevos revolucionarios. Luis Napoleón Bonaparte inició primero como presidente y luego como emperador un nuevo imperio en Francia.
Este Bonaparte era sobrino del primer emperador, aunque siempre han existido dudas sobre la calidad de su sangre. Un estudio científico comparando el ADN de Napoleón I y el de su sobrino en 2014 confirmó la sospecha que sobrevoló el Palacio de Las Tullerías durante todo el Segundo Imperio: no hay vínculo sanguíneo entre ambos. A falta de más pruebas, se puede especular para justificar este hecho con que o Napoleón III no era hijo de Luis, Rey de Holanda, por lo que su madre, Hortensia de Beauharnais, hija de la emperatriz Josefina, habría engañado a su marido; o bien que el propio Luis no fue hijo de Charles Bonaparte, por lo que su madre María Letizia no lo habría concebido dentro del matrimonio. En ambos casos correría sangre bastarda por sus venas y cuernos por las cabezas de los padres.
No solo la Francia monárquica salió beneficiada con el ascenso de esta versión de Bonaparte. La España de Isabel II se benefició de la buena relación de Leopoldo O’Donnell, el hombre que dio los mejores años al reinado, con Napoleón. Después de unas décadas sin aventuras exteriores, España emprendió junto a Francia varias aprovechando esa máxima en política de que las guerras internas dividen y las de fuera unen contra un enemigo común.
La primera de estas aportaciones españolas al colonialismo europeo arrastró las armas hispanas hasta la Cochinchina, de ahí la expresión «irse a la Cochinchina» como sinónimo de un lugar remoto. La ilusoria razón fue el asesinato de unos misioneros españoles en la zona orquestada por el emperador Tu Duc, tras lo cual O’Donnell desplegó en agosto de 1858 una pequeña fuerza punitiva que cosechó grandes resultados.
A diferencia de Estados Unidos, España sí ganó su guerra de Vietnam, aunque la recompensa fue mínima. Mientras Napoleón logró dinero, privilegios comerciales en la zona y conquistas territoriales que incluían Saigón, capital histórica de Vietnam, España no recibió por su granito de arena más que una modesta indemnización, nunca saldada por completo. Otra aventura colonial igual de agridulce regresó a los españoles a México. A la sombra de Napoleón III, como en Vietnam, España se unió a Francia y el Imperio británico en una expedición para obligar al presidente mexicano Benito Juárez, de origen indígena, a pagar los préstamos internacionales pendientes con estos países.
Las aventuras exteriores de Isabel y Napoleón
Isabel albergaba la secreta esperanza de que la invasión sirviera para entregar a alguna hija suya la corona de México, y la reina Victoria se contentaba con medrar ganando terreno en la disputa. Sin embargo, españoles y británicos abandonaron a Napoleón, al poco de iniciadas las operaciones, cuando constataron que los franceses querían a toda costa elevar a Emperador de México al hermano de Francisco José de Austria-Hungría, el Archiduque Maximiliano, que no hablaba ni papa de castellano y sabía de los tacos mexicanos aproximadamente lo que el Rey de España de la lencería de su esposa.
Los galos impusieron al austriaco como emperador mexicano en 1864, y con ello le condenaron a muerte. Tres años después de empezar su reinado, Maximiliano, hombre fantasioso, alegre y culto que aprendió rápido el idioma local e incluso algo de náhuatl, sería fusilado por las tropas republicanas tras la retirada del país de los franceses y la indiferencia de los conservadores mexicanos.
Lo mismo pasó con Isabel. Ni los buenos años de O’Donnell ni la amistad francesa salvaron el reinado isabelino de la revolución de 1868. Bajo la protección del emperador Napoleón III y de su esposa Eugenia de Montijo, Isabel se instaló en el castillo de Pau, la cuna de los Borbones que había visto nacer a Enrique IV de Francia, y luego se compró el pequeño palacio Basilewski, que la española rebautizó como de Castilla, situado en el número 19 de la Avenida Kléber. Por su apoyo, Napoleón III pidió a Isabel en 1870 que renunciara a la corona y facilitara la restauración de su casa.
El francés mostró interés en España solo cuando la guerra fría entre Francia y Prusia se extendió también a la Península Ibérica, donde Leopoldo de Hohenzollern, de la familia real prusiana, se postuló para sustituir a los Borbones en esas fechas. Napoleón hizo todo lo que estuvo en su mano para torpedear esta posibilidad, lo que incluía colocar a Alfonso XII, hijo de Isabel II, en la lanzadera de su reinado.
Lo paradójico del asunto es que el dirigente que hizo tanto por restaurar a los Borbones en España se vio obligado a renunciar a su propia corona solo tres meses después de la abdicación de la Reina española. Al emperador galo lo descabalgó en septiembre de 1870 el ejército prusiano en los campos de Sedán, donde fue hecho prisionero junto a decenas de miles de soldados franceses.
El canciller Otto von Bismarck, artífice de la unificación alemana, tuvo oportunidad de charlar con su ilustre prisionero en una casa desvencijada donde por iniciativa propia se alojó Napoleón a la espera de reunirse con el Rey Guillermo de Prusia. Ambos se trataron con cortesía y hasta respeto, a pesar de que el canciller, de porte aristocrático, labios fruncidos y un insolente monóculo en la esquina del ojo, solía gastar en una sola conversación más cantidad de ironía y mordacidad que algunos en toda su vida.
El posterior encuentro de Napoleón con Guillermo fue bastante más tenso y, si bien no es cierto que le dio de cenar sesos de asno al francés, como cuenta la tradición, sí parece que el prusiano se decantaba por fusilar allí mismo al dirigente que por su irresponsabilidad había causado la muerte de tantos hombres. Al final se convenció de que el emperador depuesto, que pasaría el resto de su vida en el exilio, ya había tenido suficiente castigo a su glotonería de gloria. Finalizado un largo asedio sobre París y un levantamiento popular que inició una nueva república, el rey prusiano se proclamó soberano del Imperio alemán en el Salón de los Espejos de Versalles.
Napoleón III moriría en el exilio en Inglaterra el 9 de enero de 1873 cuando su pasión española ya estaba más que extinguida. Esta tenía un nombre: Eugenia María Guzmán, conocida como Eugenia de Montijo por el título paterno, su esposa. La imponente joven granadina con idiomas y visión europea no era excesivamente culta, pero disfrutaba de una impresionante belleza, una elegancia innata y una personalidad tan atractiva como rebelde. Suyo fue el placer, o la desgracia, de casarse con Napoleón.
La pasión española
En el año 1850, prolegómeno de que Napoleón III iniciara el Segundo Imperio francés, Eugenia y el estadista se conocieron en una recepción en la casa de la princesa Matilde Bonaparte. El príncipe-presidente se prendió de una muchacha de mucho ingenio y más sentido común. Tanto que, frente a aquel enamorado que le sacaba un porrón de años, concretamente dieciocho, la española resistió el cortejo y exigió que si quería una dosis de Montijo debía ser mediante matrimonio.
Cuando dos años después se proclamó emperador, Carlos Luis Napoleón no tardó ni un mes en casarse con la noble granadina. Varios miembros de su dinastía le reprocharon, como Matilde Bonaparte, la prima con la que también estuvo a punto de desposarse, que «uno se acuesta con una señorita Montijo, no se casa con ella».
El pueblo llano nunca conectó del todo con esa extranjera que gozaba de gran ascendencia política sobre su marido y que de forma despectiva llamaban «la española»
Eugenia desplegó sobre la corte imperial un lujo y un refinamiento desmedido, con un ligero toque español, arroz con leche incluido, que rememoraron peligrosamente los tiempos del Antiguo Régimen en un país que se movía o a golpe de revoluciones o a base de esplendores imperiales. Parece que no había punto intermedio. El trazado del París moderno cobró forma en este reinado donde la corte correspondió, en grandeza, con mascaradas fastuosas, estrenos de ópera que marcaron época y con los emperadores pasando parte del verano en la ciudad balneario de Biarritz, en el País Vasco francés.
No obstante, el pueblo llano nunca conectó del todo con esa extranjera que gozaba de gran ascendencia política sobre su marido y que de forma despectiva llamaban «la española», pero que también dedicaba gran parte de su agenda diaria a obras de la beneficencia visitando suburbios, hospitales y orfanatos.
Las infidelidades de Napoleón deterioraron el matrimonio y llevaron a la noble española a abandonar una temporada a su marido. Con todo, fue la derrota contra Prusia y la salida de ambos del país en dirección a Inglaterra lo que cercenó el matrimonio. Él murió el 9 de enero de 1873, a los sesenta y cinco años de edad, dejando a la española en una desabrigada casa de campo británica al frente del indomable partido bonapartista y, sobre todo, a cargo del único hijo de ambos. Del matrimonio había nacido el príncipe imperial Eugenio Luis tras un par de abortos y, cuenta el anecdotario, después de que la reina británica Victoria le aconsejara que utilizara ciertas posturas que «vendrán muy bien para tu posterior embarazo… por qué no te pones estos cojines de esta manera en tus lumbares y así a lo mejor tienes suerte».
Para desgracia de aquella esforzada madre, Eugenio Luis perdió la vida el 1 de junio de 1879 en Ulundi, Sudáfrica, durante la épica guerra —así lo refleja el cine— sostenida por el mejor y más moderno ejército del mundo contra los zulúes, guerreros en taparrabos armados con lanzas y piedras. El joven de veintitrés años iba armado con la espada de Napoleón I cuando los zulúes le mataron a lanzadas. Eugenia nunca llegó a reponerse de su muerte y hasta quiso visitar el lugar donde falleció. Una vez convencida de que no había camino de vuelta, tomó la determinación de vestir cuarenta años de riguroso negro y de desentenderse de la política.
Origen: Napoleón III, los enormes vínculos españoles del último Emperador francés