21 noviembre, 2024

Ni de derechas, ni de izquierdas ni asesinos: la olvidada realidad de los miles de desertores de la Guerra Civil

Un prisionero, momentos antes de ser fusilado en la Guerra Civil - ABC
Un prisionero, momentos antes de ser fusilado en la Guerra Civil – ABC

Republicanos y franquistas trataron de ocultar este fenómeno, elevando a todos sus soldados a la categoría de héroes, a pesar de que eran enviados al frente obligados y muchos acababan huyendo. «Solo pensaba en salvarme, nada más. No me interesaba la política»

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Hace aproximadamente una década, Carlos Sala reconocía a ABC cuál fue su intención desde el mismo momento en que fue movilizado por el Ejército republicano para ir al frente: desertar. La ocasión se le presentó en Castellón, en medio de una batalla en la que sus compañeros y él tuvieron que huir al verse rodeados:

«Saltamos de la trinchera y echamos a correr. Me di cuenta de que me había quedado el último, no sé porqué. Entonces me dije: ‘Aquí me quedo’. Me agaché y permanecí quieto hasta que aparecieron dos legionarios muy jóvenes con el fusil listo para disparar. De repente, preguntaron: ‘¿Quién hay ahí?’. Saqué un pañuelo y respondí. Luego me preguntaron qué había en la trinchera y dónde habían dejado el tabaco mis compañeros.

Al dárselo, me dijeron que me fuera deprisa, pero sin correr, hacia donde se encontraba su teniente, con las manos levantadas en todo momento. Entonces empezó de nuevo el tiroteo y su superior me soltó de sorpresa: ‘No, no, quédate ahí en medio, que los que disparan son de los tuyos y no hacen daño’. Y allí me dejó el muy cabrón, de pie y expuesto».

Tanto los republicanos como los franquistas trataron de ocultar este fenómeno y elevar a todos sus soldados a la categoría de héroes, pero lo cierto es que el de Sala no fue un caso aislado. En ABC se encuentran no pocas noticias en referencia a ello, como esta de la edición madrileña, en manos de la República, publicada el 20 de agosto de 1936: «Son muchos los desertores que huyendo del enemigo caen en nuestro poder […]. Uno de ellos asegura que los rebeldes cuentan en Granada con escasos víveres y municiones, siendo su situación desesperada. Este ha dicho también que el gobernador civil de la ciudad está detenido en compañía de otros izquierdistas y que el alcalde ha sido fusilado».

No se sabe exactamente el número, pero explicaba Pedro Corral en ‘Desertores: la Guerra Civil que nadie quiere contar’ (Debate, 2006), que desde el inicio de la contienda estos «han continuado ocultos en tierra de nadie, al amparo del olvido y del paso del tiempo, y a salvo también de las nuevas disputas generadas por el recuerdo de aquel acontecimiento histórico». Y el historiador continúa: «Su memoria ha seguido confinada en los archivos, en legajos en su mayoría inéditos hasta hoy, como sucede con los más de seis mil expedientes de justicia militar, muchos sobre desertores o automutilados, que se conservan en el Archivo General de la Guerra Civil en Salamanca. Cuando me atendieron en la sala de consulta, me dijeron que era la primera vez que alguien solicitaba esa documentación».

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Apolíticos y pacíficos

Entre ellos se encontraban muchos prisioneros de guerra que decidían quedarse a combatir con sus captores, pero también desertores que cruzaban las líneas enemigas para pasarse al bando contrario. Algunos desertaban con el propósito de luchar por su causa y un número importante lo hicieron para que no se les devolviera al frente por no estar su quinta movilizada en su nuevo bando. La mayoría eran españoles que no querían ir al frente, que no había nacido para empuñar un arma, mucho menos para matar, e incluso que no les interesaba la política.

Es el caso de Gaspar Viana, que tenía 17 años cuando comenzó la guerra y vivía en una pequeña aldea de agricultores de Guadalajara, Peralveche, «donde no había ni rojos ni fascistas». En aquel momento eran 150 vecinos. «Nunca sabíamos lo que pasaba en Madrid, donde ya habían matado a Calvo Sotelo, quemado varios conventos y se había sublevado el general Fanjul en el cuartel de la Montaña. Pero al pueblo no llegaba la prensa ni a nada y solo nos enterábamos de lo que pasaba allí», recordaba a este diario hace unos años.

Prueba de aquella desconexión de los pueblos con la capital es cómo se enteró su familia de la instauración del régimen republicano a principios de la década: «Yo acababa de cumplir 13 años y venía de sembrar la avena con mi padre. Íbamos en el carro con la mula y, al pasar por una de las calles del pueblo, le preguntó a una vecina: ‘Irene, ¿qué son esos trapos que has puesto en la ventana?’. Y ella contestó a gritos: ¡Cirilo, es la bandera de la República, que se ha implantado en España!’». La guerra, sin embargo, iba a ser diferente y pronto les resultó imposible abstraerse de ella para continuar con su tranquila y esforzada vida de labranza.

«Solo pensaba en salvarme»

No había transcurrido ni una semana desde que Franco se sumó al golpe de Estado cuando comenzaron a llegar a Peralveche los primeros milicianos de la Federación Anarquista Ibérica (FAI). Buscaban voluntarios para ir al frente. «A mi padre le requisaron una yegua y varias cabezas de ganado», contaba Viana. Recordaba también el día en que el secretario del pueblo llamó a todos los jóvenes para anunciarles que la guerra había comenzado. Fue movilizado en el bando republicano en enero de 1938 y enviado al frente de Teruel. No se avergonzaba en reconocer que se pasó la contienda corriendo de un lado para otro para evitar entrar en batalla:

«Solo pensaba en salvarme, nada más. No me interesaba la política. Lo único que quería era salvar la ‘pellica’ y, lo cierto, es que estoy vivo de milagro. Todo era un desastre. Nos ordenaban hacer asaltos por sorpresa para tomar posiciones, pero siempre nos perdíamos. Recuerdo una vez en Cubla, Teruel, que un teniente nos hizo brincar a 20 soldados a una zona llena de nacionales desde la que veían perfectamente nuestros movimientos. Él se quedó atrás y murieron la mitad de los que iban conmigo. Yo mismo tuve que saltar por encima del cadáver de un cabo valenciano al que una bala le entró por un ojo y le salió por detrás justo delante de mí. Todo ello sin sanitarios, ni camillas ni nada. El que allí caía, allí se quedaba».

Sala tampoco pensó nunca en escapar a la zona nacional para presentarse como voluntario, a pesar de sus ideas. Nunca tuvo carné de la UGT, la CNT y de ningún otro partido de derechas o de izquierdas. Tampoco quería la guerra, ni dentro de un bando ni del otro: «Yo andaba agachado y calladito, procurando no salir ni llamar mucho la atención. Eso que se cuenta de que la capital se echó a la calle a luchar es una fábula. Estábamos todos cagaditos, por unas cosas o por otras. Desde luego, no fuimos héroes. Allí no había más que callar y ver qué pasaba, a ver si lo solucionaban otros. Esa fue la realidad». Al final no se libró y fue movilizado en enero del 38.

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La ‘Quinta Columna’

Gaspar siguió empeñado toda la guerra en no matar y que no le mataran. En octubre de 1938 aprovechó un permiso de ocho días del Ejército republicano y no regresó al frente. Prefería desertar a perder la vida. Se fue a Madrid a buscar a un conocido del pueblo que se había escapado de la batalla del Jarama y pertenecía a las Camisas Viejas de Falange. Le habían dicho que se había enrolado en la ‘Quinta Columna’, esa red clandestina de franquistas que estaban infiltrados en el bando enemigo. Este le refugió en un piso de la calle Núñez de Balboa y llamó a un médico amigo para que le pusiera una inyección que le subiera la fiebre. El objetivo era que fuera evacuado al hospital de Niños Huérfanos y Raquíticos de Chamartín de la Rosa.

El día de Nochebuena, el director del centro pasó a hacerle una revisión y, al terminar, le dio una palmada en la espalda y le dijo a su enfermero: «Palacios, este chico es mala persona». Después se dirigió a él: «Cuando te pase consulta la próxima vez, Gaspar, me contestas a lo que te pregunte y a vivir». En ese momento se percató de que lo que había querido decirle es que era de la ‘Quinta Columna’. Su amigo del pueblo había intercedido para que no le devolvieran al frente en las últimas semanas de la guerra. «Para eso me metí en la ‘Quinta Columna’… para salvarme y continuar vivo. Solo para eso», añadía.

Según Corral, ninguno de los dos bandos tuvo escrúpulos para integrar en sus filas a los desafectos movilizados en las retaguardias ni a los adversarios apresados en la batalla. Tampoco dudaron en enviar prisioneros a las unidades de primera línea, pero sin apenas control sobre el grado de lealtad que estos profesaban a su nuevo bando. La consecuencia de esta falta de vigilancia era la inmediata deserción de los exprisioneros y las lógicas protestas de los mandos ante el hecho de tener que aceptar en sus unidades a soldados poco fiables.

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300.000 prisioneros republicanos

En el bando republicano, un comisario de batallón advirtió en marzo de 1937 del riesgo de emplear a prisioneros en primera línea. Su denuncia respondía a la deserción de un franquista que había sido capturado en el ataque del 19 de enero de 1937 en el cerro de los Ángeles e incorporado a su unidad en el frente de Madrid. «Se entiende que sintiera grandes deseos de escapar, ya que las circunstancias que lo trajeron a nuestras filas no fueron buscadas por su voluntad, sino impuestas por azares de la guerra. Mi opinión en este asunto y para casos sucesivos es que siempre que se hagan prisioneros se los destine a trabajos de retaguardia, lo más alejados del frente».

Los franquistas, por su parte, establecieron medidas para garantizar la selección de los prisioneros de guerra y desertores del enemigo que podían combatir en sus filas. Intentaron distinguir entre los afectos al Movimiento Nacional, o al menos no hostiles a él en el caso de haber formado parte del bando republicano, y los que combatieron forzados en este. La tarea no fue fácil si tenemos en cuenta que el Ejército de Franco hizo 300.000 prisioneros y que, de ellos, 40.000 los reclutarían para luchar en sus filas.

Esta medida se llevó a cabo, sobre todo, con los prisioneros hechos en el norte, que fueron reincorporados a las filas nacionales. «En general, sus mandos no tuvieron queja del comportamiento de los antiguos prisioneros vascos, aunque muchos de ellos volvieron a pasarse a las filas republicanas. En estos casos, los partes sobre su deserción no dudaban en mencionarlos como ‘gudaris’», subraya Pedro Corral.

El empleo de prisioneros de guerra en las unidades de primera línea por parte de la República fue mucho menor que en el bando franquista, sobre todo porque las fuerzas del Ejército Popular los capturaron en inferior número: apenas unos 10.000 soldados fueron apresados entre las batallas de Brunete, Belchite, Teruel, el Segre y el Ebro. Una parte de los prisioneros optó por luchar voluntariamente en las filas de sus captores por afinidad ideológica, pero la mayoría de los cautivos fueron utilizados en batallones de trabajadores.

Origen: Ni de derechas, ni de izquierdas ni asesinos: la olvidada realidad de los miles de desertores de la Guerra Civil

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