Obesidad y bisturí en la Antigua Roma: cuando la glotonería encontró su castigo
Obesidad y bisturí en la Antigua Roma: cuando la glotonería encontró su castigo
El exceso era parte del estilo de vida en la élite romana, y cuando el vómito ritual no bastaba, algunos optaban por una rudimentaria forma de liposucción.
Por Xavier Cadalso
La imagen popular que tenemos de la Antigua Roma suele oscilar entre las glorias del Coliseo, las conquistas militares y los discursos en el Senado. Pero poco se habla de uno de los problemas más humanos, y a la vez más actuales, que también azotaban a la élite romana: la obesidad como resultado del exceso. En una sociedad donde la ostentación era sinónimo de poder, comer en exceso se convirtió en un símbolo de estatus, incluso si el cuerpo no podía con ello.
Los grandes banquetes eran auténticos despliegues de lujo y exceso. El menú incluía delicias tan extravagantes como cuello de jirafa asado, trompa de elefante rellena, útero de jabalí, lengua de pavo, o albóndigas de delfín. Para los romanos ricos, saciar el apetito no era el objetivo: era comer hasta el agotamiento y, si era necesario, inducir el vómito para seguir comiendo.
Según el cirujano Arnold van de Laar en su libro El arte del bisturí, era habitual que los nobles tuvieran esclavos encargados exclusivamente de provocarles el vómito con una pluma, para que pudieran continuar disfrutando del festín. Un acto de ostentación que, visto hoy, parece más ritual bulímico que placer gastronómico.
Pero no todos los cuerpos aguantaban este nivel de exceso sin consecuencias, y en algunos casos se recurrió a medidas más drásticas: la extirpación quirúrgica de grasa, lo que podríamos considerar una proto-liposucción.
Cuando el vómito no bastaba: bisturí sin anestesia
Uno de los casos más notorios fue el de Lucio Apronio Cesiano, hijo de un reputado comandante romano bajo el emperador Tiberio. Mientras el padre ganaba batallas en Germania, el hijo se dedicaba a los placeres de la vida urbana en Roma. La preocupación por su obesidad fue tal que, según relata Plinio el Viejo en su Naturalis Historia, terminó sometiéndose a una operación quirúrgica para retirar el exceso de grasa que le impedía incluso caminar.
En tiempos donde no existía anestesia ni conocimiento detallado de la asepsia, este tipo de intervención no solo era peligrosa: rozaba lo suicida. Sin embargo, según los relatos, el joven Apronio sobrevivió, recuperó movilidad, y logró seguir la carrera militar de su padre, alcanzando el cargo de cónsul durante el gobierno de Calígula. Un caso raro de éxito médico… o quizás de suerte quirúrgica.
Lo más probable, según Van de Laar, es que no se tratara de una cirugía abdominal profunda —que casi siempre resultaba mortal por infección— sino de una intervención superficial, más próxima a una abdominoplastia primitiva. La grasa se extirpaba desde la capa situada entre la piel y la pared abdominal, reduciendo el volumen sin abrir la cavidad interior.
Operaciones en los márgenes de la ética
No todos los pacientes de este tipo de intervenciones salían tan bien parados como Apronio. Otro caso citado es el del rabino Eleazar, funcionario romano en Judea, quien también fue sometido a una operación para retirar “cestas de grasa”. Según el Talmud, no solo sufría molestias físicas al caminar, sino que su obesidad le impedía tener relaciones sexuales y juzgar con claridad. La operación, hecha mientras estaba bajo los efectos de una poción, le dejó secuelas severas y un final de vida lleno de dolores.
La práctica quirúrgica romana era aún rudimentaria. Médicos como Erasístrato y Herófilo, en Alejandría, practicaron anatomía en condenados a muerte, un acto que les permitía operar sin preocuparse por el cierre de heridas ni el dolor de los pacientes. Sin anestesia, sin control de infecciones, y con instrumentos muy básicos, operar el abdomen o incluso la grasa subcutánea era una experiencia traumática y muchas veces letal.
Obesidad, clase social y salud: una relación antigua
En el fondo, esta práctica quirúrgica responde a una lógica que aún resuena en nuestros días: la asociación entre obesidad y clase social privilegiada, seguida de una búsqueda desesperada por los medios para revertir sus efectos.
En la Antigua Roma, el sobrepeso no era resultado del hambre ni de la mala alimentación, sino del lujo desbordado, la inactividad física y el culto al banquete. Como apunta Van de Laar, el sedentarismo moderno tiene sus raíces en esta época. Y así como en la actualidad surgen dietas milagrosas, clínicas estéticas y procedimientos quirúrgicos para “combatir la obesidad”, los romanos también comenzaron a experimentar, sin saberlo, con los primeros rudimentos de la cirugía estética.
Pero no debemos romantizar esta historia. La diferencia entre vivir y morir en una operación como esta, hace 2000 años, estaba marcada por la ausencia de anestesia, higiene y conocimiento anatómico real. No se trataba de una opción estética, sino una necesidad impuesta por las limitaciones físicas… o por la autoridad de un padre militar que no toleraba un hijo “inútil” para el servicio.
El cuerpo como territorio político
Este tipo de intervenciones también revelan cómo, incluso en la Antigüedad, el cuerpo era un espacio de control, disciplina y expectativa social. El peso no era simplemente un tema de salud, sino una cuestión de función, poder y obediencia. El hijo debía adecuarse al modelo que su padre esperaba: fuerte, activo, útil para Roma.
Que se emplearan prácticas quirúrgicas en un entorno tan precario como el romano, sin anestesia ni condiciones mínimas de seguridad, demuestra hasta qué punto el imperativo social podía someter al cuerpo a procedimientos extremos.
Una lección para el presente
Hoy, el acceso a la cirugía plástica está rodeado de regulaciones médicas, ética profesional y tecnologías avanzadas. Sin embargo, las motivaciones siguen siendo, en muchos casos, similares: la presión social sobre el cuerpo, la necesidad de cumplir con estándares estéticos o funcionales, y una industria que se beneficia de esos miedos.
El caso de la «liposucción» en la Antigua Roma no es una anécdota lejana, sino un espejo incómodo que nos recuerda que el culto al cuerpo, el exceso, y el intento por corregir sus consecuencias a cualquier precio, son tan antiguos como nuestra civilización.
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