22 noviembre, 2024

Tras numerosas intentonas fallidas, un grupo de conjurados estuvo a punto de eliminar a Adolf Hitler en el mes de julio de 1944.

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¿Existió en la propia Alemania una verdadera resistencia al régimen de Hitler? La pregunta, por simple, resulta difícil de contestar, y los intentos de encontrarle una respuesta han suscitado enconados debates. Parece existir cierto consenso en que, si bien se afincaron corrientes opositoras en el seno de determinados grupos sociales, el escaso número de sus integrantes –y su reducido poder– coartó toda posibilidad de modificar la situación política existente.

Varias han sido las razones aducidas para explicar tan bajo nivel de resistencia, y quizá la que más duele ha sido el alto grado de aceptación popular que el régimen mantuvo, aunque de forma decreciente, hasta el final de la guerra. No resultaron ajenos a él algunos logros de preguerra, como la erradicación del desempleo o la incorporación de Austria al Reich, así como las primeras y victoriosas campañas militares.

Solo las Fuerzas Armadas contaban con los medios suficientes para provocar un cambio de régimen.

Además, la rápida eliminación de la oposición política y sindical y la inicial aceptación de Hitler por los sectores más nacionalistas forzaron a los disidentes que aún no habían emigrado a sumergirse en la clandestinidad. Veían, pues, limitada su capacidad de acción. De ahí que los núcleos críticos más activos deban buscarse en los ambientes que menos se opusieron aparentemente a la ascensión de los nazis al poder: las Iglesias, las élites conservadoras y el Ejército. La resistencia de las primeras quedaba circunscrita a un ámbito intelectual y moral, y solo las Fuerzas Armadas (en especial el Ejército de Tierra) contaban con los medios suficientes para provocar un cambio de régimen.

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Los primeros intentos

La aceptación del nacionalsocialismo por parte del Ejército se articulaba en el respeto a dos premisas básicas: el levantamiento de las restricciones establecidas por el Tratado de Versalles y la no injerencia en sus decisiones internas. Sin embargo, Hitler consideró este último aspecto una concesión transitoria. Resultó evidente a la muerte del presidente Hindenburg, cuando los militares fueron obligados a prestarle un juramento de fidelidad personal.

Stauffenberg, a la izquierda, junto a otro de los conspiradores, Von Quirnheim.

Stauffenberg, a la izquierda, junto a otro de los conspiradores, Von Quirnheim. (TERCEROS)

Era un aspecto nada baladí en una organización basada en la lealtad y la obediencia de sus miembros, algunos de los cuales comenzaban a dudar de la bondad de ciertas medidas adoptadas por el nuevo gobierno. El punto de inflexión llegó a principios de 1938, con las irregulares dimisiones del ministro de la Guerra y del jefe del Ejército y su sustitución por personas adictas al régimen.

Fue entonces cuando varios dirigentes de la oposición civil se pusieron en contacto con los dos grupos más reticentes al nacionalsocialismo en el seno del Ejército: el capitaneado por el almirante Wilhelm Canaris, jefe del Abwehr, la Inteligencia Militar, y el establecido en torno al general Ludwig Beck, jefe del Estado Mayor, preocupado por la agresividad adoptada por Hitler.

De estos contactos surgió un acuerdo de actuación conjunta y la elaboración de un plan que preveía el arresto del canciller a fin de juzgarlo por un delito contra el Estado. Sería la antesala de su internamiento en un psiquiátrico, para el que se disponía de un informe médico que cuestionaba su cordura. La anexión de Austria sin disparar un solo tiro, todo un éxito para el Führer, frenó sus esfuerzos.

Retrato de Claus von Stauffenberg.

Retrato de Claus von Stauffenberg. (TERCEROS)

Se reactivaron al manifestar Hitler su pretensión de incorporar al Reich la región checa de los Sudetes, lo que para Beck solo podía significar una guerra general. Con el propósito de evitarla, el jefe del Estado Mayor propuso a los generales una dimisión colectiva.

No fue secundada, aunque él sí presentó la suya. Mientras tanto, se enviaron emisarios a Londres para entrevistarse con relevantes políticos (entre ellos, un Churchill sin cargo alguno). Querían recabar ayuda e informarles de que se gestaba un golpe de Estado para el 29 de agosto. Sin embargo, los mensajeros alemanes fueron vistos con suspicacia, y sus esfuerzos resultaron baldíos. Los jefes de gobierno de Gran Bretaña, Francia, Italia y Alemania se reunieron en Múnich para buscar una solución al problema de los Sudetes, que acabaría convirtiéndose en un nuevo éxito del Führer.

Cambio de planes

Iniciada ya la Segunda Guerra Mundial, y tras la rápida conquista de Polonia, la resistencia se puso en contacto con medios holandeses para informarles de los planes de ataque alemán. Pero el cambio, hasta 23 veces, de la fecha y la inquina británica, que los consideraba poco menos que traidores, hizo que los informes no se tuvieran en cuenta.

Esperaban construir un estado de raíz conservadora y cristiana que no excluyera una restauración monárquica.

Lejos de desanimarse, el círculo siguió adelante con sus planes. Ahora se habían modificado en el convencimiento de que solo la eliminación física de Hitler podría conducirles al éxito. Conforme avanzaba la guerra, el grupo opositor ampliaría su red, beneficiado por la creciente desazón al socaire de las derrotas, aunque manteniendo un tono exclusivista y minoritario.

Entre los recién llegados se hallaba el conde Claus von Stauffenberg, un joven y mutilado coronel. Su diligencia y animosidad pronto le convertirían en el alma de la conspiración. Ya no se trataba de eliminar a Hitler y volver a la situación anterior, sino que en el seno de la conjura se debatía cómo debía ser la Alemania del futuro. Se estableció un acuerdo tácito por el que los militares se encargarían del atentado y posterior control del Reich.

El comandante Friedrich Fromm (sentado) se desentendió del plan, lo que aceleró el fracaso del golpe. Foto: Bundesarchiv.
El comandante Friedrich Fromm (sentado) se desentendió del plan, lo que aceleró el fracaso del golpe. Foto: Bundesarchiv. (TERCEROS)

Estaría basado en la estrategia diseñada por el general Olbricht al amparo del Plan Valkiria, un operativo ya existente que establecía la movilización y el despliegue del Ejército de Reserva en caso de revuelta de los millones de trabajadores forzados. Mientras, a los civiles les competería la estructuración ideológica y social del nuevo estado y los contactos con el extranjero para conseguir una salida negociada al conflicto.

Era un aspecto nada fácil, dada la capitulación sin condiciones exigida por Roosevelt y Churchill en la Conferencia de Casablanca a principios de 1943. No obstante, los conspiradores pensaban que tras el éxito del golpe y el regreso de las tropas alemanas a sus fronteras podrían construir un estado de raíz conservadora y cristiana que no excluyera una restauración monárquica. Un militar, Beck, ostentaría la cabeza del Estado, y un civil, Carl Goerdeler, se haría con la cancillería.

Las dudas surgidas en el seno de la conspiración ante sus repetidos fracasos fueron cortados de raíz por Stauffenberg, quien se adjudicó, a título personal, la tarea de eliminar a Hitler. Su ventaja consistía en haber sido nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército de Reserva, al mando del general Fritz Fromm, lo que le permitía estar presente en alguna de las periódicas reuniones convocadas por el Führer.

La ausencia de Himmler y Göring, cuyas muertes se consideraban imprescindibles, le llevó a abortar el atentado.

El primer intento tendría lugar el mismo día que los aliados desembarcaban en Normandía, el 6 de junio de 1944, durante una sesión de trabajo en el Berghof. Pero su limitada capacidad de manipulación –le faltaba la mano derecha y solo tenía tres dedos en la izquierda– impidió que accionara a tiempo el dispositivo del paquete de dinamita que llevaba consigo.

Volvió a intentarlo cinco días después en el mismo escenario. Sin embargo, la ausencia de Himmler y Göring, cuyas muertes se consideraban imprescindibles, le llevó a abortar el atentado. El avance aliado y el miedo a que el Frente del Este se derrumbara hicieron ver a los conjurados que no había tiempo que perder: el golpe de Estado en una Alemania al borde de la derrota perdía todo su valor, porque podía ser interpretado como mero oportunismo personal.

De ahí la decisión de eliminar a Hitler de una vez por todas, estuviese o no con sus principales colaboradores. El atentado tendría lugar en la “Guarida del Lobo”, el cuartel general del Führer en Rastenburg, el 15 de julio, aprovechando que el conde había sido llamado a despachar. Debía coincidir con la puesta en marcha del Plan Valkiria, a fin de neutralizar a las SS y la Gestapo en todo el Reich, muy especialmente en Berlín.

Pero una vez más, la fortuna le fue esquiva. La reunión resultó muy rápida, y solo pudo entrar al final. La sangre fría del general Olbricht, que fingió que la movilización del Ejército de Reserva era fruto de un ejercicio, evitó que el entramado fuera descubierto.

El atentado

El nuevo intento tendría lugar el día 20, fecha en que Stauffenberg debía trasladarse a Rastenburg para informar a Hitler sobre el proyecto de creación de nuevas divisiones a partir de las tropas estacionadas en Alemania. Sin embargo, la ocasión no fue vista como una más, sino como la última oportunidad para derrocar al régimen. Así se dio a entender a los conjurados, cuyos máximos dirigentes acordaron reunirse en el complejo de edificios militares de la berlinesa Bendlerstrasse.

En este estado quedó el lugar donde se produjo el atentado.
En este estado quedó el lugar donde se produjo el atentado. (TERCEROS)

Allí se hallaba, entre otros, el Cuartel General del Ejército, desde donde pensaban dirigir el golpe de Estado. Llegado a la “Guarida del Lobo”, y mientras se celebraba la reunión de trabajo preparatoria, Stauffenberg pidió permiso para salir hasta un pequeño dormitorio anexo donde cambiarse la camisa, empapada por el sudor. La excusa le permitió accionar el mecanismo temporal que haría explotar en diez minutos la bomba que llevaba consigo.

A punto estuvo de malograrlo la irrupción de un cabo enviado por el mariscal Keitel, que urgía su presencia porque la conferencia estaba a punto de comenzar. Inicialmente prevista para las 13.00 h, la reunión se había avanzado media hora ante la inesperada visita de Benito Mussolini . También el lugar habitual de celebración, un refugio subterráneo que habría amplificado los efectos de la onda expansiva, se había cambiado, a causa del fuerte calor, a favor de la “sala de mapas”, un barracón de madera más fresco que tenía las ventanas abiertas.

Pese a todo, Stauffenberg consideró que el explosivo que llevaba en su cartera sería suficiente para acabar con Hitler, por lo que siguió adelante con el plan. Comenzada la sesión, y pretextando problemas auditivos, se acercó al Führer hasta colocarse justo a su derecha. Dejó la cartera a su lado, bajo la mesa de encina donde se hallaban extendidos los mapas que se estaban estudiando, y después dijo que esperaba una llamada y se ausentó de la sala.

Lo confuso de su mensaje y una serie de extrañas llamadas sembraron la duda entre los conspiradores y restaron eficacia a sus acciones.

Se dirigió al coche en que se encontraba el teniente Haeften, su ayudante. La espera sería corta. A las 12.42 h tuvo lugar una gran explosión. El coche de Stauffenberg enfiló el camino hacia la salida, y sus ocupantes, al pasar junto al barracón, pudieron constatar la importancia de los daños, por lo que supusieron que Hitler había muerto. Llegaron sin demasiados problemas al aeropuerto, gracias tanto al aplomo del coronel como a que las salidas aún no habían sido bloqueadas.

Se aprovechó el trayecto para que Haeften se deshiciera de la bomba de recambio que llevaba en su propia cartera. Tras el atentado, y según lo acordado, el general Fritz Erich Fellgiebel, jefe de comunicaciones de la Wehrmacht, cortó todo contacto entre Rastenburg y el resto del Reich para facilitar la acción de los conjurados. Antes les había informado de que el atentado había tenido lugar. Sin embargo, lo confuso de su mensaje y una serie de extrañas llamadas sembraron la duda entre los conspiradores y restaron eficacia a sus acciones.

Sabían que el precavido general Fromm, jefe del Ejército de Reserva, se negaría a firmar cualquier orden de movilización hasta que no tuviera completa certeza de que el Führer había muerto. Se estaba desperdiciando un tiempo precioso, como constataron Stauffenberg y su ayudante cuando, tras aterrizar en Rangsdorf, llamaron a sus contactos para anunciarles de viva voz la muerte de Hitler. Después se dirigieron sin pérdida de tiempo hacia Berlín.

El general Beck fue obligado a suicidarse tras el fracaso del golpe. Foto: Bundesarchiv.
El general Beck fue obligado a suicidarse tras el fracaso del golpe. Foto: Bundesarchiv. (TERCEROS)

Pero la verdad, oculta a todos ellos, era que el líder nazi sólo había sufrido ligeras heridas y alguna quemadura. Al coronel Brandt le molestaba la cartera, y la había colocado junto a una de las macizas patas de la mesa de madera, que, a modo de escudo, había protegido al Führer del impacto. Tras el estupor, se abrió paso la hipótesis de que se trataba de un atentado, y no de la explosión de una única bomba lanzada por un avión soviético.

Pronto se pensó en Stauffenberg, por quien Keitel preguntaba insistentemente, si bien ignoraba que el conde era tan solo el ejecutor y cabeza visible de una compleja conjura. En tal ambiente, el general Fellgiebel, para no delatarse, se vio obligado a restablecer las comunicaciones. Ahora Hitler, que se creía protegido para llevar a cabo una misión divina, podía comunicarse con el exterior.

El golpe de Estado

Mientras esto sucedía, en la Bendlerstrasse cundía un general desasosiego que la llegada de los principales responsables de la conspiración no hacía sino aumentar. Fromm había recibido la confirmación telefónica de Keitel de que Hitler seguía vivo, por lo que acabó siendo arrestado por los golpistas para evitar males mayores. Con todo, ante el dubitativo proceder de sus superiores, el coronel Mertz von Quirnheim había activado el Plan Valkiria.

Cursó órdenes a los distritos militares de todo el Reich para que se detuviera a los principales cargos del partido, las SS y la Gestapo, a los que acusó de lo mismo que los conspiradores estaban llevando a cabo: atentar contra Hitler y precipitar un golpe de Estado. Fue secundado por Stauffenberg, que, convencido de su deber, pasó el resto de la jornada al teléfono aclarando las crecientes dudas de unos mandos inquietos por las extrañas órdenes que recibían. Estaba dispuesto a seguir con los planes tanto si el canciller había muerto como si no.

En este lugar fue fusilado el instigador del atentado. Vía: Creative Commons.
En este lugar fue fusilado el instigador del atentado. Vía: Creative Commons. (TERCEROS)

Pero algunos oficiales con mando de tropa seguían dudando de la validez de tales órdenes. Uno de ellos, el mayor Hans­ Otto Remer, a quien se había mandado rodear el barrio gubernamental con su batallón, vacilaba: el instructor Hagen, que se hallaba en su unidad dando charlas políticas, insistía en que algo raro estaba sucediendo. Hagen, que conocía personalmente al ministro Goebbels, el más alto cargo del Estado por entonces en la capital, le pidió permiso para visitarlo con el compromiso de que Remer no actuaría hasta su regreso.

Llevado a presencia del ministro, Hagen le contó lo que sucedía y se ofreció a traer a Remer consigo. La entrevista de este con Goebbels fue corta. Mientras juraba y perjuraba que Hitler vivía, el ministro se las apañó para contactar telefónicamente con la “Guarida del Lobo”. Logró que el mayor hablara con el Führer, que le ascendió a coronel y jefe militar de la plaza de Berlín con la imperiosa orden de aplastar la sublevación.

Remer se aplicó a ello sin dilación, logrando que la mayor parte de los oficiales con mando de tropa acataran sus órdenes. Con ello, los conspiradores habían perdido una de sus bazas más importantes. Las emisoras de radio, que los conjurados no habían atinado a controlar, emitieron un comunicado oficial que reconocía el atentado contra la vida de Hitler pero confirmaba que había resultado ileso y que seguía al frente de sus obligaciones como jefe de Estado.

Desbandada

Sin poder impedirlo ni contrarrestarlo, la noticia de que el Führer seguía vivo fue extendiéndose como una mancha de aceite, y las fidelidades comenzaron a mudar. Sobre las 22.30 h, el general Fromm, liberado por un grupo de oficiales no comprometidos, dio orden de detener a los conjurados.

Fue un vano intento de Fromm por borrar sus huellas de cualquier posible connivencia con el complot.

Se produjo un tiroteo en el que Stauffenberg resultó herido, mientras otros aprovechaban la confusión para desaparecer. No lo consiguieron los principales conspiradores, que, arrastrados hasta un patio en una patética escena, fueron apresuradamente fusilados bajo la luz de los faros de un coche. El coronel Stauffenberg murió exclamando: “¡Viva la Santa Alemania!”. Fue un vano intento de Fromm por borrar sus huellas de cualquier posible connivencia con el complot.

Pese a todo, hubo dos excepciones: al general Beck se le permitió el suicidio (auxiliado por un militar tras dos intentos vanos) y se retuvo al general Hoepner, amigo personal de Fromm, para que fuera juzgado. Mientras tanto, aterrizaba en Berlín el Reichsführer Heinrich Himmler, recién investido por Hitler como jefe del Ejército de Reserva, con la orden de destituir a Fromm y restablecer la situación.

Placa en homenaje a Stauffenberg, que se convirtió en un héroe tras la guerra.
Placa en homenaje a Stauffenberg, que se convirtió en un héroe tras la guerra. (TERCEROS)

Durante las siguientes horas, la casi totalidad de los conjurados fue detenida. El golpe de Estado había fracasado en Berlín, que era lo mismo que decir en toda Alemania. En aquel momento no se tuvo plena conciencia de que había estado a punto de triunfar en París, en donde más de un millar de miembros de las SS y la Gestapo habían sido detenidos por la decidida actuación del general Karl Heinrich von Stülpnagel. Pero chocó, como había sucedido en la Bendlerstrasse, con las dudas de último momento que asaltaron a su superior, el mariscal Von Kluge. Sin su colaboración, Stülpnagel no pudo seguir adelante.

Traidores

La mayoría del pueblo alemán condenó el atentado y el intento de golpe de Estado, y sus organizadores fueron considerados unos traidores que habían comprometido a la patria en un momento en que esta luchaba por su supervivencia. Esta opinión se mantuvo, a pesar de la dura represalia que el régimen desencadenó, no solo sobre los principales acusados, sino sobre quienes habían colaborado con ellos, sus familias y amigos, e incluso quienes habían dudado.

Así, por la Operación Tempestad Tormentosa, entre cinco y siete mil personas fueron detenidas. Muchos fueron internados en prisiones y campos de concentración, a la espera de ser juzgados por el célebre Tribunal Popular. Su presidente se regodeó humillando a unos acusados que aparecían desaseados y con las ropas colgando, pues se les habían prohibido cinturones y tirantes. Algunos acabaron siendo colgados con cuerdas de piano atadas a ganchos de carnicero, mientras se filmaba su agonía. Otros fueron fusilados sin más trámite, y los más desaparecieron en la vorágine que acompañó a los últimos días del Tercer Reich.

Origen: Objetivo: matar a Hitler

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