París, testigo del horror: así vivió María Antonieta sus últimas horas antes de ser decapitada en público
«Diez mil personas esperan aquel espectáculo único», contaba el famoso Stefan Zweig en una biografía sobre la famosa Reina, sobre el que es uno de los acontecimientos más importantes de la Revolución francesa
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Contaba Stefan Zweig en su famosa biografía sobre María Antonieta publicada en 1932, que la mañana del miércoles 16 de octubre de 1793 no cabía un alfiler en la «gigantesca» plaza de la Revolución de París –actual plaza de la Concordia–. Y la descripción ante lo que está apunto de ocurrir, sin necesidad de muchas florituras, sobrecoge: «Diez mil personas se encuentran allí de pie desde muy temprano para no perder aquel espectáculo único de ver cómo una reina, según la grosera frase de Hébert, es “afeitada por la navaja nacional”. Horas enteras lleva ya de espera la curiosa muchedumbre. Para no aburrirse, se charla un poco con una linda vecinita, se ríe, se bromea y se ojea el periódico más reciente: “El adiós de la Reina a sus pequeños”. Se trata de adivinar, en voz baja, qué cabezas caerán aquí, en el cesto, en los días siguientes, y, mientras tanto, se adquiere limonada, panecillos o nueves a los vendedores callejeros: la gran escena bien merece un poco de paciencia».
Podría parecer que lo que están a punto de presenciar aquellos diez mil parisinos es una gran obra de teatro, pero no. Lo que van a ver es nada menos que la decapitación de María Antonieta, uno de los personajes más importantes de la historia de Francia y de Europa. El Tribunal Revolucionario, uno de los principales órganos surgidos de la Revolución Francesa, había dictado sentencia dos días antes contra ella, contra nada menos que la Reina consorte de Francia y Navarra y archiduquesa de Austria. La condena, pena de muerte por traición, tan solo nueve meses después de la ejecución de su marido, el Rey Luis XVI. Se la responsabilizaba, además, de promover todo tipo de intrigas, de satisfacer sus caprichos desmesurados y arruinar las finanzas del país e, incluso, haber mantenido una relación incestuosa con su hijo Luis Carlos, el delfín de Francia.
Detenida desde hace tiempo, tras el triunfo de la revolución, el 1 de agosto la habían trasladado a la Torre del Temple a la Conciergerie, una antigua fortaleza convertida en prisión de la República y sede del mencionado tribunal. Es la antesala de la muerte, porque de ahí solo se sale para ir al cadalso y morir en la guillotina, tal y como, efectivamente, le anunciarían a María Antonieta. «Ahora ya nada puede hacerme daño», se lamentería en repetidas ocasiones, tal y como cuenta Cristina Morató en «Reinas malditas» (Plaza & Janés, 2014). Sabe que ha llegado la hora y se despide con aplomo de su hija María Teresa, de 14 años, y de su cuñada la princesa Isabel a quien confía el cuidado de sus hijos. No le premitieron, en cambio, despedirse de su hijo Luis.
«Conspirado contra Francia»
Al llegar a su nueva cárcel con un fardo en la mano como único equipaje, el guardián la inscribió como la prisionera número 280, «acusada de haber conspirado contra Francia». Después la conduce a su celda sin darle ninguna explicación, en la que será su última morada antes de ser trasladada a la guillotina. Estará encerrada allí casi tres meses, en una mazmorra sucia y llena de moho por la humedad, en la que tiene que soportar temperaturas muy bajas a medido que llega el otoño y el juicio. Todo ello sin ver más a sus hijos. Cuenta Morato que, «a sus 37 años aparenta 60 y su salud está severamente deteriorada como consecuencias de las hemorragias que sufre». La suerte estaba echada y pasa las horas tumbada, tapada con una manta y la mirada perdida hasta el 14 de octubre de 1793.
María Antonieta pensaba que su vida estaba marcada por la fatalidad y los acontecimientos parecían darle ahora la razón, cuando la muerte asomaba ya por la puerta de su celda. La fecha de su nacimiento, el Día de los Difuntos de 1755 en Viena, mientras las campanas repicaban recordando a los fallecidos, parecía un mal presagio de la corta vida a la que tendría que enfrentarse. El parto, además, fue difícil y agotador. Y la víspera se produjo un fuerte terremoto en Lisboa que dejó la ciudad en ruinas. Los Reyes de Portugal, de hecho, iban a ser sus padrinos en el bautizo, pero no acudieron por aquella tragedia.
Aquellos hechos parecían un presagio de las dificultades y tormentos que tendría que afrontar este importante miembro de la historia de la monarquía europea. «Aquella niña que veía la luz tan lúgubre día, despertaría más odios y temores que ninguna otra soberana de la época. De ser una de las princesas más bellas y afortunadas del continente, pasaría a ser declarada culpable de traición y morir en la guillotina antes de cumplir los cuarenta años», comenta la autora.
«Me quitaste mi corona»
Cuando el Tribunal Revolucionario le leyó la sentencia dos días antes de su ejecución, María Antonieta, ataviada con un sencillo y desgastado vestido negro, escuálida, pálida y con un aspecto cadavérico –«el público que abarrota la sala no la reconoce»–, solo acertó a decir: «Yo era una reina y tú me quitaste mi corona. Mataste a mi esposo y me has privado de mis hijos. Solo me queda mi sangre: tómala, pero no me hagas sufrir más tiempo». Y en su última y más conmovedora carta antes de subir al cadalso, le escribió a su cuñada, la princesa Isabel: «Me acaban de condenar, no a una muerte honrosa, que solo lo es tal para los criminales, sino a que me reúna con vuestro hermano, el Rey. Al igual que él, soy inocente, y espero poder mostrar la misma firmeza que él en los últimos instantes. Me siento tranquila como cuando la conciencia nada os puede reprochar. Me embarga un profundo pesar por tener que abandonar a mis pobres criaturas».
A juzgar por estas últimas palabras, sin embargo, da la sensación de que la Reina, en sus últimas horas de vida, había recuperado el valor y la dignidad que había ocultado a lo largo de sus 37 años bajo una apariencia frívola. La prueba de que quizá albergaba cierta esperanza en los últimos días, es que, poco tiempo antes, había entregado un saquito con un buen puñado de perlas grises, brillantes y rubíes, además de otras joyas ya montadas, a su amiga del alma, Lady Elizabeth, condesa de Sutherland y esposa del embajador británico Lord George Leveson-Gower. Sabía que a ella nadie la registraría por su inmunidad diplomática y debía tener la Reina tenía la intención de recuperar aquel pequeño tesoro algún día, cuando pudiera escapar de sus carceleros. Evidentemente, se confundía.
En cualquier caso, cuando María Antonieta terminó de escribir la carta, besó cada página varias veces. Después la dobló y se la dio al director de la prisión, Warden Bault. El gendarme que montaba guardia fuera de la celda había observado este hecho, así que cuando Bault salió, el guardia confiscó la carta. Isabel, por lo tanto, nunca recibiría el último testamento de la Reina.
«La esbelta línea de la guillotina»
A las 11 de la mañana del 16 de octubre de 1793, apareció el verdugo, llamado Henri Sanson, que era hijo de Charles-Henri Sanson, quien había ejecutado previamente a su esposo Luis XVI el 21 de enero del mismo año. A continuación, la esposa de Bault le cortó con cuidado el pelo a la reina y esta pudo ver cómo el encargado de arrebatarle la vida se escondía los mechones en su bolsillo. Después la subieron a un carro junto al padre Girard, párroco de Saint-Landry y sacerdote constitucional designado por el Tribunal Revolucionario, que la acompañó durante todo el trayecto. María Antonieta se negó a confesarse, debido a que no le habían dejado escoger a un sacerdote propio.
El verdugo se situó detrás de la Reina en la carreta. Al abandonar el patio de la Conciergerie, el vehículo se abrió paso lentamente a través de una multitud situada a ambos lados de las calles. Iba con las manos atadas a la espalda, como si de un preso cualquiera se tratara, mientras todo el mundo la abucheaba e insultaba. Ella permanecía en silencio. En las calles adyacentes, los vecinos llenaban los balcones y se apostaban en los tejados con el objetivo de captar alguno de las macabros detalles de la escena. Y 30.000 soldados formaban una barrera a lo largo del trayecto.
María Antonieta entró en la plaza de la Revolución alrededor del mediodía. «Sobre este hervidero de curiosos, negro y ondulante –describe Zweig en su biografía, con cierta licencia literaria–, se elevan rígidamente dos siluetas, las únicas cosas sin vida en aquel espacio cargado de animación humana: la esbelta línea de la guillotina, con su puente de madera que lleva del más acá al más allá; en lo alto de su yugo centellea, bajo el turbio sol de octubre, el brillante indicador del camino, la cuchilla recién afilada. Ligera y esbelta, se recorta contra el cielo gris, juguete olvidado de un dios horrendo, y los pájaros, que no sospechan el tenebrosa significado de aquel cruel instrumento, juguetean despreocupadamente sobre él en su revoloteo».
El verdugo
Una vez llegado al lugar donde se ubicaba la estructura de la guillotina, descendió de la carreta y subió la escalera que conducía a la plataforma. La Reina destronada, calificada de azote y sanguijuela por los franceses, compareció pálida y derrotada por el cansancio ante los más de 10.000 espectadores morbosos que habían acudido a la plaza de la Independencia para ver el espectáculo. Como el sol cegaba sus ojos acostumbrados desde hace dos meses a la oscuridad, se cuenta que perdió uno sus zapatos, conservado hoy en el Museo de Bellas Artes de Caen, y que pisó pisó accidentalmente con el otro el pie del verdugo. «Señor, le pido perdón, no lo hice a propósito», le dijo.
María Antonieta, al contrario que Luis XVI, no se dirigió a sus antiguos súbdito, que de todas formas habían acudido felices de ver a su Reina ser decapitada, tras el odio difundido contra las antigua monarquía por la Revolución Francesa. Entonces, los ayudantes de Sanson la colocaron sobre la plancha de madera de la guillotina y le sujetaron la cabeza con un cepo con forma de media luna. Ni un minuto después, dejó caer la cuchilla, que segó la cabeza de María Antonieta, y después la cogió para mostrarla a la muchedumbre. Eran las 12:15 horas. Toda la plaza grito: «¡Viva la República!». Cuentan que la multitud permaneció en silencio mientras abandonaba la plaza.