23 noviembre, 2024

Pere Pi Cabanes «Guerra Civil»«En el monte, los guerrilleros pensamos hasta el final que íbamos ganando la guerra»

Foto: Marta Pich

por Raquel Quílez

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Pere Pi Cabanes (Barcelona, 1920) era un chaval preocupado por el fútbol que poco sabía de política cuando estalló la guerra. Su familia, dedicada al campo, no se metía en esos temas y él tampoco se había significado. Pero el 18 de julio de 1936 llegó para cambiar su historia. Quiso convertirse en héroe. Y se echó al monte. «Esa noche teníamos una cena del equipo para celebrar que habíamos ganado un torneo, pero empezaron a llegar noticias del levantamiento y lo suspendimos todo. Cada familia se quedó en casa a la espera de novedades». Cabanes tenía 16 años, vivía en Granollers y trabajaba como botones de un banco. La guerra le sorprendió en zona roja y no dudó un segundo en sumarse a la causa.

«Queríamos cambiar el mundo y nos convencimos a nosotros mismos de que los malos eran los nacionales. El que de joven no es revolucionario, es que no tiene corazón, pero el que de mayor lo sigue siendo, no tiene cabeza», bromea ahora. Y es que Pere Pi Cabanes es uno de los miles de desencantados con cómo transcurrieron los acontecimientos en su bando. «Algunos amigos nos metimos en las JSU —Juventudes Socialistas Unificadas— y los mayores se fueron voluntarios con los carabineros, así que cuando se formó el Ejército Regular Popular, los más pequeños también nos presentamos voluntarios». En abril de 1937 Pere se sumó a las tropas. Había cumplido 17 años. ‘La Quinta del Biberón’, los llamaron.

Pere y sus compañeros fueron directos a un campo de instrucción premilitar y después, a la Escuela de Especialidades, eufemismo de guerrilleros, un cuerpo que el Ejército republicano quería mantener oculto, sin que el enemigo supiese de su existencia. «Todos los instructores eran rusos y allí aprendíamos a hacer el bárbaro», se ríe, mientras recuerda cómo le enseñaban a volar un puente o hacer saltar por los aires los vagones de un tren. «Es facilísimo [más risas] cualquiera puede hacerlo». Al fin, en mayo del 37 le enviaron a la 236 brigada de la 75 división del XIV Cuerpo de Ejército de Servicios Especiales —de nuevo el eufemismo—. Y comenzó su etapa de guerrillero, que emprendió con la convicción de que podían ganar la guerra.

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Pere nunca olvidará aquellos meses empotrado en el monte. «La vida era dura, teníamos que atravesar trincheras, hacer volar puentes, infiltrarnos en las tropas nacionales y atacarles desde dentro —lo hacían vestidos con los uniformes fascistas que robaban a sus prisioneros—. Además, las armas escaseaban en el Ejército Republicano [formado por voluntarios]. Sólo teníamos explosivos y ‘naranjeros’ [ametrallador que imitaba al Snaider checoslovaco]». A sus 92 años, Pere recuerda como si fuese ayer las guardias, las escuchas, las esperas… En su brigada, que cubría de Lérida a Francia, había un centenar de hombres. «Pasábamos el día haciendo instrucción o cumpliendo las misiones que tuviésemos. Y por la noche, dormíamos en un pajar, en el monte, en algún pueblo…». Sólo vio a sus padres una vez en los tres años que duró la guerra. Era el invierno de 1938, unos meses especialmente duros en los que todo escaseaba, pero su madre consiguió una cazadora de lana y se la subió al monte. Cosas de madres.

Los meses avanzaban de mala manera para los republicanos, pero los guerrilleros vivían ajenos a la realidad. «Sólo nos llegaba la prensa del partido, sobre todo ‘Mundo Obrero’, y nos contaban la guerra como querían. Hasta el último momento, pensamos que estábamos ganando». Hasta que, el 1 de febrero de 1939, llegó la orden de retirada y huida a Francia. Pero incluso entonces, Pere seguía creyendo que la victoria era posible: «Pensaba que en Francia nos recogerían y nos llevarían en barco a Alicante para echar desde allí a los fascistas. ¡Qué iluso era!».

Emprendieron la huida a pie y al llegar a la frontera, cavaron un agujero y dejaron allí sus armas, pensando que podrían recogerlas si volvían. «Estuvimos caminando hasta que nos topamos con unos gendarmes que nos llevaron al campo de concentración de Saint Cyprien». Estaban solos. Su jefe, el coronel Pelegrino, salió vestido de paisano, con pasaporte diplomático y el dinero de sus soldados rumbo a Moscú. Poco que ver con la suerte que corrieron sus guerrilleros. «El campo de Saint Cyprien estaba en una playa enorme. Allí sólo había arena. Nos daban para comer un pan para 25 personas y agua del mar. Estuvimos unos 20 días hasta que nos dieron a escoger entre las brigadas de trabajo de Franco o irnos como voluntarios de la Legión Francesa a Indochina». Él optó por lo primero.

Entonces empezaron los trabajos forzados. «Fuimos unas 3.000 personas hasta un campo militar que vigilaban soldados senegaleses descalzos. Estábamos todo el día cavando». Cabanes estuvo allí más de un año y consiguió salir gracias a una disposición que dejaba en libertad a los condenados en edad de ser llamados a filas. Era su caso y le mandaron a hacer la mili en África por desafecto. De allí pasó a Zaragoza, donde cumplió servicio hasta 1945. Demasiados años pagando la ilusión adolescente de ser un héroe de guerra.

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Pere no ha vuelto a militar. «Cuando me encontré en el 39 en aquel campo de concentración pasando hambre y calamidades y no vi allí a ningún jefe político ni militar dije: ‘Se acabó’. Hasta el 39 yo vivía de ilusiones, después me vacuné».

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De arriba a abajo, Cabanes en los montes de Cataluña en agosto del 38; en su casa hoy, con 92 años; y sus compañeros guerrilleros del 14 cuerpo del Ejército. | Archivo personal y M. Pich

Origen de la Noticia: http://www.elmundo.es/

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