pillajes, matanzas, mutilaciones y violaciones de los moros en la Guerra Civil
De la misma manera que en Marruecos el robo y el botín eran tolerados cuando no fomentados para compensar la escasa paga y mantener contentas a las tropas, los oficiales franquistas españoles no sólo permitían sino que hasta alentaban prácticas análogas en España. La toma de ciudades y pueblos se ajustaba al mismo patrón que las razias en el Rif: entrada a sangre y fuego, seguida de saqueo, destrucción, violaciones y matanzas de la población civil.
Perfectamente conscientes del terror que los «moros» causaban entre los milicianos y soldados españoles, Franco utilizó las tropas marroquíes no sólo como carne de cañón, sino también como arma psicológica contra el pueblo español. Se trataba de desmoralizar a los soldados republicanos: cuantos más fueran los crímenes y salvajadas cometidos por los marroquíes, menos arrojo tendrían los soldados de la República para afrontarlos. Como diría Julián Zugazagoitia:
Psicológicamente ha sido un gran acierto de los mandos rebeldes el colocar a los moros en vanguardia. El miliciano les tiene horror y los ve, sin verlos, en todas partes. No se sabe bien qué suerte de fiereza les atribuye. Se creería en un miedo ancestral y atávico contra el que nada pueden ni los razonamientos ni las coacciones.
Se ha dicho con frecuencia que las atrocidades de los soldados marroquíes en España durante la Guerra Civil obedecían a su ansia de venganza contra los españoles, y que exterminando al «rojo», exterminaban al «español», al opresor en general. La cuestión era matar «españoles» para descargar su resentimiento, sus rencores y su odio contra el ocupante, dar rienda suelta a su deseo de desquitarse de todas las humillaciones, vejaciones y malos tratos que habían soportado de sus mandos. Puede que sea cierto, pero no lo es menos que los soldados marroquíes no habrían podido cometer atrocidades sin la complicidad tolerante de sus jefes. El comportamiento de las tropas marroquíes convenía a la perfección a los propósitos de los jefes militares franquistas, la mayoría de los cuales, formados en la guerra colonial en Marruecos, concebían la lucha contra el «rojo» en la Península como una prolongación de la guerra colonial contra el «rebelde rifeño».
Los actos de barbarie que chocaron de forma más profunda al pueblo español y que para muchos permanecerían hasta hoy más indisolublemente asociados a la conducta de las tropas marroquíes en la Guerra Civil fueron los destripamientos, decapitaciones y mutilaciones —amputación de orejas, nariz, testículos, etcétera—.
Vamos a referirnos a los diferentes actos de barbarie en España de los que fueron acusados los marroquíes durante la Guerra Civil. En realidad, podemos decir que la razia los engloba todos, al ser inherente a ella el pillaje y el saqueo, dado que el ataque lleva aparejado no sólo el hecho de asolar o arrasar un territorio, quemándolo y destruyéndolo todo, sino también el robo y el botín. También, la matanza de los habitantes, sobre todo si estos oponen resistencia o, sin oponerla, son considerados enemigos, y las violaciones.
Estos actos de barbarie fueron, primero, practicados de manera sistemática por el ejército de África, desde su llegada a la Península, en muchos lugares de Andalucía, Extremadura y Castilla, mientras el avance de regulares y legionarios fue un paseo, y, luego, desde el asedio de Madrid a principios de noviembre de 1936 en adelante, de forma menos sistemática, según los lugares y las circunstancias, pero sin que dejaran de practicarse en algunos de sus aspectos o en todos ellos.
Uno de los actos de barbarie que más horrorizaron y conmovieron a la opinión pública fueron las matanzas de Badajoz, después de la entrada de las tropas de Yagüe en dicha ciudad el 14 de agosto de 1936. Algunos corresponsales extranjeros que fueron testigos de la toma de Badajoz dieron a conocer al mundo las atrocidades que allí se cometieron. Entre ellos cabe citar al estadounidense Jay Allen, corresponsal del Chicago Tribune, y el portugués Mario Neves, delDiario de Lisboa. En la plaza de toros de Badajoz fueron fusilados en masa cientos de milicianos, según Allen, 4000, aunque esta cifra parece algo exagerada y la más verosímil sería la de unos dos mil. Los franquistas negaron, por supuesto, esa matanza, pero, según cuenta John T. Whitaker, en su obra We Cannot Escape History, publicada ya después de la Guerra Civil española, el mismo Yagüe la reconoció cuando, a propósito de los fusilamientos en la plaza de toros, le dijo:
Naturalmente que los hemos matado. ¿Qué suponía usted? ¿Iba a llevarme 4000 prisioneros rojos con mi columna, teniendo que avanzar contra reloj? ¿O iba a dejarlos a mi retaguardia para que Badajoz fuera rojo otra vez?
Eso es lo que se llama una «limpieza en regla de la retaguardia», según los cánones de los jefes del ejército de África.
Otros autores confirman las matanzas de Badajoz, no sólo en la plaza de toros. Un corresponsal de la Agencia Havas escribía: «Particularmente en la plaza [Mayor] yacen numerosos partidarios del gobierno que fueron puestos en fila y ejecutados contra los muros de la capital. La sangre había corrido a ríos por el pavimento. En todas partes se encuentran lagos de cuajarones», y Ronald Packard, corresponsal de la United Press, escribía el 15 de agosto de 1936 en el New York Herald Tribune: «Tan pronto como eran detenidos, los defensores republicanos eran ejecutados en masa, y los milicianos, dándose cuenta de que les esperaba la muerte, continuaron luchando, a pesar de que la ciudad había sido tomada la noche antes». También el corresponsal especial del diario parisino Le Temps escribía en la misma fecha que el anterior:
Los milicianos y los sospechosos detenidos por los rebeldes fueron ejecutados inmediatamente. En el momento presente unos mil doscientos han sido muertos, acusados de resistencia armada o de crímenes graves. Yo vi el pavimento frente a la comandancia militar cubierto de sangre de los ejecutados y todavía sembrado de sus gorras y objetos personales. La catedral, donde se refugiaron numerosas familias, está en desorden, pero no ha sufrido desperfectos. Los milicianos capturados en el coro fueron ejecutados de cara al altar mayor, ante el cual yacían empapados en sangre. Las detenciones y ejecuciones en masa en la plaza de toros continúan.
Que las ejecuciones seguían lo confirma el corresponsal especial de la agencia Havas, quien el 17 de agosto escribía a este propósito: «Continúan las ejecuciones en masa en Badajoz. Se considera que el número de personas ejecutadas excede ahora de mil quinientas».
Los encargados de las ejecuciones eran, por supuesto, los hombres de tropa, es decir, los regulares y los legionarios. Poco importa saber quiénes eran de las dos fuerzas de choque los ejecutores de los fusilamientos, tampoco de las atrocidades cometidas con la connivencia, beneplácito u órdenes expresas de sus jefes de no dejar a ningún «rojo» con vida, ya que los métodos de regulares y legionarios se asemejaban tanto que difícil sería saber cuál de los dos había cometido uno u otro acto de barbarie, aunque las tintas se recargaran principalmente en los marroquíes por su fama, en España y en otros países, de crueles y salvajes. En el manejo de la bayoneta para clavársela en el vientre a sus víctimas en nada se diferenciaban, y para rematarlas lo único que los distinguía era la preferencia por el arma: los regulares, la gumía o cuchillo corvo; los legionarios, la navaja cabritera. H. Thomas atribuye la matanza de «dos milicianos» en las gradas del altar mayor de la catedral a los legionarios, mientras que el embajador de los Estados Unidos en España, gran amigo de la República, lo atribuye, en su obra Misión en España, a los «moros», sin especificar cuántos eran los milicianos, lo mismo que otros autores que tampoco lo hacen, por lo que esa cifra de «dos» de Thomas pudiera ser superior.
Lo mismo que los franquistas negaron las matanzas de Badajoz, pese a que el propio Yagüe las reconoció, como queda dicho, muchos corresponsales, sobre todo los enviados a España por la prensa católica angloamericana, también las negaron o no hacen referencia a ellas, ignorándolas por completo. Igual posición adoptaron los historiadores extranjeros profranquistas, con la excepción quizá de James Cleugh, quien en su obra Spanisb Fury afirma que «no puede caber duda alguna de que dos mil republicanos fueron ejecutados en la plaza de toros de Badajoz». Herbert Rutledge Southworth, que cita a Cleugh en su obra El mito de la Cruzada de Franco, añade más adelante: «Pero en España, en nuestros días, aún hay decenas de miles de personas que saben que las matanzas de Badajoz son un hecho, y que se trata de unas matanzas en medio de otras muchas». Y así era, porque si lo de Badajoz saltó al mundo por la presencia en el lugar de corresponsales extranjeros, hubo muchos otros pueblos y ciudades donde ocurrieron hechos parecidos, pero que, al ser sólo presenciados por españoles, alcanzaron poca difusión y, en muchos casos, no se dieron por verídicos.
Otros actos de barbarie que escandalizaron y conmovieron al mundo fueron los perpetrados en Toledo, sobre todo en el Hospital de San Juan, tras la toma de la ciudad por el general Varela el 27 de septiembre de 1936. Dice H. Thomas, citando el testimonio de un antiguo oficial del ejército británico, el irlandés Fitzpatrick, que se había enganchado en la Legión, que «en represalia por el hallazgo de los cuerpos mutilados de dos aviadores nacionalistas en las afueras de la ciudad, no se hicieron prisioneros al entrar en Toledo, y que por la calle principal corría la sangre hacia las puertas de la ciudad». En relación con el Hospital de San Juan, de nuevo Thomas, citando a Geoffrey Cox, dice que «los marroquíes, además, asesinaron a un médico y a una serie de milicianos heridos en sus camas», sin especificar cómo lo hicieron. Otros autores son más explícitos, no sólo en cuanto al número de víctimas, sino también en cuanto a los métodos utilizados, con la garantía de autenticidad de que los testimonios provienen de los propios jefes militares, según relata John Whitaker, citado por Payne: «Los oficiales que los mandaban nunca negaron que los moros habían asesinado a los heridos del hospital republicano de Toledo. Alardeaban de cómo lanzaron granadas contra los 200 heridos inermes». En el caso del Hospital de San Juan de Toledo, todos los testimonios coinciden en que los que cometieron un acto tan salvaje e inhumano eran marroquíes, al tener ambos por norma la de rematar a los heridos, aquí con granadas, en otras ocasiones con la bayoneta o el cuchillo. En una de las batallas que tuvieron lugar en las cercanías de Madrid, concretamente en Las Rozas, en enero de 1937, cuenta H. Thomas que los «moros» conquistaron algunas de las trincheras del batallón Thaelmann y «mataron a bayonetazos a los heridos que encontraron en ellas». Casos de atrocidades como esta y otras, en las que el ensañamiento y la crueldad alcanzan límites insoportables, podrían citarse por docenas.
La ocupación de un pueblo o de una ciudad llevaba consigo no sólo matanzas, sino también el pillaje y el saqueo. Además de las viviendas, las iglesias eran también desvalijadas como escribe El Sol, el 19 de agosto, bajo el titular «Los moros saquean las iglesias», a propósito de lo sucedido en Medellín, donde la columna de Rolando de Tella sufrió un revés:
En el combate de Medellín, que ha constituido uno de los mayores descalabros sufridos por los facciosos en Extremadura, han sido cogidos prisioneros, heridos y muertos. En poder de estos últimos, en su mayor parte moros, se han encontrado abundancia de reliquias (rosarios, medallas, cálices) y otros objetos religiosos de gran valor histórico y artístico. Se ve que los moros se dedican a desvalijar las iglesias y monasterios que hallan al paso, sin que los requetés y fascistas lo impidan. Tampoco les dicen nada los obispos, que bendicen a los facciosos; ni los curas, que, olvidando los Evangelios, se han lanzado al campo a guerrear armados hasta los dientes, como en los mejores tiempos de las guerras carlistas.
Es evidente que El Sol, con esta noticia, trataba de suscitar entre los católicos, sobre todo en el campo franquista, un sentimiento de repulsa y condena de actos que todo católico consideraría sacrílegos, ya fueran sus autores moros o cristianos. Más si eran moros, porque así los republicanos denunciaban al mismo tiempo la utilización de musulmanes por parte de quienes se habían erigido en defensores de la fe católica frente a la «barbarie roja» y la complicidad de curas y obispos con los autores de los sacrilegios. Pero de poco servían estas denuncias porque el aparato de prensa y propaganda franquista lo negaba todo, y a los militares, que eran los que mandaban, no parecía plantearles demasiados problemas de conciencia que algunos de los objetos robados procediesen de las iglesias. Lo único que les importaba era tener contentos a los marroquíes con un botín que, en el caso de las iglesias, no era ninguna bicoca, pues los cálices y otros objetos del culto católico solían ser de plata o, a veces, hasta de oro.
Sigue El Sol denunciando el 20 de agosto los actos de barbarie y vandalismo de los «moros» en las poblaciones andaluzas que cayeron en su poder, así como el pillaje al que en ellas se entregaron, volviendo de nuevo a referirse a las joyas y otros objetos del culto católico encontrados en poder de algunos moros muertos o hechos prisioneros por los republicanos, que demuestran, según el diario, «la verdad de esas informaciones que por diversos caminos nos llegan».Observamos que a la prensa republicana de Madrid como El Sol llegan noticias sobre los actos de barbarie cometidos por las columnas del ejército de África, pero las referencias que a ellos se hacen son de carácter general, sin dar detalles sobre casos concretos, excepto para el saqueo de iglesias en Medellín. No hay, sin embargo, la menor mención a las matanzas de Badajoz, sobre las que resulta difícil creer que no tuvieran información dada la publicidad internacional que obtuvieron. Es muy posible que la censura considerase oportuno no divulgarlas debido a que la caída de Badajoz significaba un serio revés para la República y los fusilamientos en masa de milicianos podían desmoralizar a los defensores de Madrid, mientras que Medellín había sido un pequeño, aunque efímero, triunfo de los republicanos y convenía divulgar la noticia del saqueo de iglesias por los marroquíes para suscitar la repulsa y condena de tal acción sacrílega entre los católicos partidarios de Franco.
Los marroquíes no se limitaban a desvalijar las casas, comercios e iglesias sino que llegaban hasta a despojar a los cadáveres de los «rojos» de objetos de valor como anillos, relojes y dientes de oro, teniendo, en este último caso, que machacar las mandíbulas del muerto para arrancárselos.
Los saqueos en pueblos y ciudades fueron continuos durante toda la Guerra Civil. El embajador estadounidense Claude G. Bowers relata que el periodista Webb Miller, que se encontraba en Toledo cuando la toma de la ciudad, le había contado cómo los «moros» le habían propuesto la compra de joyas por una bicoca, y al preguntarles de dónde las habían sacado, le señalaron la casa particular que habían saqueado. Los objetos robados eran después vendidos en los numerosos mercadillos que poblaban la geografía española. Raros eran los lugares donde no hiciese su aparición el «zoco moro». En la obraVíctimas de la guerra civil, coordinada por Santos Juliá, se hace referencia en concreto al mercadillo que los marroquíes organizaron en la plaza de toros vieja de Córdoba, «donde vendían el producto de sus pillajes, como máquinas de coser, utensilios de todo tipo, ropas y enseres, que robaban en los pueblos que iban conquistando». En la misma obra se cuenta que, en Manzanares, cuando entraron las tropas de Franco, el último día de la guerra, «los marroquíes se dedicaron a arrebatar pendientes y sortijas de oro a los ciudadanos». Entre las imágenes de la Guerra Civil que quedaron grabadas en la mente de muchos españoles, está la del «moro»llevando a cuestas una máquina de coser, producto de un pillaje.
Sin embargo, los actos de barbarie que más profundamente chocaron, como queda dicho, fueron las mutilaciones de los cadáveres, extensamente practicadas en Marruecos y que, como prolongación de la guerra colonial, también se practicaron durante la Guerra Civil en España. Muchas mutilaciones consistían en general en decapitaciones y amputaciones de otras partes del cuerpo humano como las orejas, la nariz y los testículos. En relación con estos últimos, H. Thomas afirma que la castración de los cuerpos de las víctimas por los marroquíes obedecía a un «rito de guerra moro». No hay tal. Nunca hemos leído en ningún texto autorizado ni oído a marroquíes conocedores de las costumbres de su pueblo que semejante acto salvaje existiera como «rito», lo que no quiere decir, por supuesto, que los marroquíes no lo cometieran tanto en Marruecos como en España. En Marruecos, las salvajes matanzas de españoles en Zeluán y Monte Arruit en agosto de 1921 por los cabileños de Guelaya (Rif oriental), tras el desastre de Annual y el derrumbamiento de todos los puestos españoles de la comandancia general de Melilla, fueron seguidas de mutilaciones colectivas de cadáveres, incluidas castraciones.
En resumen, la decapitación formaba parte del castigo infligido por el vencedor al vencido.
Además de las decapitaciones, otra mutilación que aparece a menudo en los textos es la de la amputación de las orejas, muy practicada en Marruecos.
La mayoría de los documentos que hacen referencia a las mutilaciones practicadas por los marroquíes se limitan por lo común a indicar que «los cuerpos habían sido mutilados» o «profanados» sin más detalles. La mutilación es siempre, por supuesto, una profanación, pero no a la inversa, ya que un cuerpo puede ser profanado sin ser mutilado. Durante la guerra de Melilla de 1893 se señalan casos de profanación de los cuerpos de soldados españoles con estas palabras: «El aspecto de los cadáveres era horroroso: los cráneos debieron de ser machacados con enormes piedras y el vientre atravesado con instrumentos punzantes». La profanación había sido extremada hasta el punto de hacerse imposible la identificación de los cadáveres. En otros relatos, no relacionados ya con esa guerra, hay referencias específicas a cabezas cortadas, pero en muchas ocasiones lo más seguro es que los cuerpos hubiesen sufrido, además de esa mutilación, otras. Los testimonios más explícitos sobre mutilaciones masivas llevadas al extremo son los que describen el espeluznante estado de los cadáveres de los soldados españoles después de las carnicerías de Zeluán y Monte Arruit: cabezas, narices y orejas cortadas, vientres rajados con las tripas fuera, extremidades cercenadas, mandíbulas machacadas para arrancar los dientes de oro, ojos extirpados. A este cúmulo de horrores hay que añadir el de las castraciones. Hay que decir que tantos actos de barbarie reunidos no eran tampoco habituales y que las carnicerías de Zeluán y Monte Arruit representan un caso extremo, en el que los cabileños sublevados contra la ocupación española dieron rienda suelta, particularmente los de la cabila de Beni Bu Ifrur, a todo el odio acumulado contra los españoles y el deseo de venganza. Señalemos de pasada que muchos de los cabileños que cometieron los actos de barbarie que hemos descrito se alistarían años más tarde en el ejército español y lucharían, los más jóvenes, o los hijos de los mayores, en las filas franquistas durante la Guerra Civil.
Durante la Guerra Civil española hubo, como en Marruecos, castraciones. En fotografías que mostrarían más tarde oficiales nazis del ejército de Franco aparecen centenares de milicianos horriblemente mutilados por los regulares marroquíes y los legionarios. Según el testimonio del escritor fascista francésRobert Brasillach, se veían montones de cadáveres con los órganos sexuales cercenados y una cruz trazada a cuchillo en el pecho. H. Thomas dice que, después de las matanzas de Badajoz, Yagüe prohibió las castraciones por orden de Franco. Aunque puede que así fuera, ello no impidió que siguiese habiéndolas, como el mismo Thomas reconoce cuando dice que algunos oficiales alemanes afirmaron a Brasillach haber visto, después de Badajoz, muchos cuerpos que habían sido castrados. Este testimonio, nada sospechoso por venir de personas de un país amigo y aliado de Franco como era Alemania, revela que la prohibición, si la hubo, de castrar al enemigo, fue vana, entre otras razones porque los jefes tenían por norma hacer la vista gorda en estos casos. Considerada, con razón, un acto de extrema barbarie, la castración se atribuye siempre a los marroquíes.
A todos estos actos hay que añadir el de las violaciones, ampliamente practicadas por marroquíes , tanto en el Rif como en España.
Acostumbrados a cometer violaciones en Marruecos, sin que por este delito sus jefes españoles los castigaran, los soldados marroquíes no se privaron tampoco en España de practicarlas. Un caso conocido, por haber sido varias veces citado, es el que relata el periodista estadounidense John Whitaker a propósito de la violación colectiva de dos muchachas españolas por marroquíes. Pero antes de relatar el hecho, Whitaker nos aclara cuál era la actitud de los oficiales españoles al respecto:
Nunca me negaron que hubiesen prometido mujeres blancas a los moros cuando entrasen en Madrid. Sentado con los oficiales en un vivac del campamento, les oí discutir la conveniencia de tal promesa; sólo algunos sostenían que una mujer seguía siendo española a pesar de sus ideas «rojas». Esta práctica no fue negada tampoco por El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército español. Me encontraba con este militar moro en el cruce de carreteras cercano a Navalcarnero cuando dos muchachas españolas, que parecían no haber cumplido aún los veinte años, fueron conducidas ante él. Una de ellas había trabajado en una fábrica de tejidos de Barcelona y se le encontró un carné sindical en su chaqueta de cuero; la otra, de Valencia, afirmó no tener convicciones políticas. Después de interrogarlas para conseguir alguna información de tipo militar, El Mizzian las llevó a un pequeño edificio que había sido la escuela del pueblo, en el cual descansaban unos cuarenta moros. Cuando llegaron a la puerta, se escuchó un ululante grito salido de las gargantas de los soldados. Asistí a la escena horrorizado e inútilmente indignado. El Mizzian sonrió afectadamente cuando protesté por lo sucedido, diciendo: «Oh, no vivirán más de cuatro horas».
Como se ve, esta práctica no era sólo tolerada sino fomentada por los jefes y oficiales que mandaban tropas marroquíes, siendo pocos los que, al parecer, sentían ciertos escrúpulos de conciencia. En cuanto a El Mizzian, el cual, por cierto, como ya dijimos en otra ocasión, no era el único oficial marroquí del ejército español, aunque sí el de más alta graduación, una violación más por sus tropas le traía completamente al pairo.
Ni que decir tiene que casos como este se dieron profusamente por toda la geografía peninsular. En su novela La forja de un rebelde, relata Arturo Barea el de una muchacha que fue violada por los «moros», según le cuenta un vecino del pueblo donde el escritor veraneaba:
[…] Cuando salimos [del pueblo], los fascistas estaban ya en Torrijo y en Maqueda y habían cortado la carretera a Madrid; así que nos tuvimos que meter a través de los campos. Nos cazaban como a conejos y al que cogían le volaban los sesos; a las mujeres las hacían volver a culatazos al pueblo. Después los moros vigilaban los campos y cuando cogían una mujer que no fuera muy vieja la tumbaban en los surcos y ya puede usted imaginarse el resto. Eso le hicieron a una muchacha que servía en casa de don Ramón. La tumbaron en un campo labrado y llamaron a los otros, porque la chica era guapa. ¡Once de ellos, don Arturo! Marcial, uno de los mozos del molino, y yo estábamos escondidos en unas matas viéndolo. A Marcial le entró tanto miedo que se ensució en los pantalones. Pero después se atrevió a venir conmigo y la recogimos. Ahora está en el Hospital General, pero aún no saben si saldrá bien o no. Porque, ¿sabe usted?, no podíamos llevarla a cuestas todo el camino y tuvo que andar a través de los campos con nosotros por dos días, hasta que llegamos a Illescas y desde allí la trajeron a Madrid en un carro […].
La mayoría de las mujeres víctimas de tan vil atentado físico y moral no duraban con vida por mucho tiempo, quizá menos de las cuatro horas que El Mizzian daba de plazo a aquellas dos pobres muchachas violadas colectivamente; las que sobrevivían quedaban destrozadas moralmente para toda la vida.
Tanto el caso que relata Whitaker como el que relata Barea se produjeron en los primeros meses de la guerra, cuando las tropas marroquíes estaban encuadradas, junto con los legionarios, en el ejército de África, y, por tanto, antes de que este se disolviera como tal para pasar a integrarse en unidades superiores como las divisiones y los cuerpos de ejército. Cabría, pues, pensar que los actos de barbarie que cometieron en este primer período, semejantes a los que estaban acostumbrados a cometer en la guerra colonial en Marruecos, cesarían o disminuirían al quedar integrados en el ejército peninsular. La existencia de prostíbulos para marroquíes que las autoridades militares favorecían, de manera más o menos discreta o declarada, con el objeto de paliar la falta de mujeres, podría hacer pensar que iba a contribuir, si no a evitar por completo, a moderar las violaciones y puede que así fuera en ocasiones, dependiendo del lugar y las circunstancias. No siempre, sin embargo, había un prostíbulo a mano y, aun cuando lo hubiera, si la oportunidad de violar a una mujer se presentaba, pocos la desperdiciaban, sabiendo que podían hacerlo impunemente.
Se ha atribuido a Queipo de Llano gran parte de la culpa de que las acusaciones de violación recayeran las más de las veces sobre los marroquíes. En sus soeces charlas que transmitía Radio Sevilla todas las noches a la diez, Queipo, que había hecho gran parte de su carrera militar en África y que, como todo buen militar de tropas coloniales que se preciara, rendía un fervoroso culto a los atributos masculinos, pedía a los «rojos», a los que llamaba cobardes, que enviaran a sus mujeres a Andalucía donde los hombres eran hombres, complaciéndose, al propio tiempo, en relatar historias escabrosas sobre la potencia sexual de los «moros». Con ello se proponía sembrar el pánico entre los republicanos sobre la suerte que correrían sus mujeres de caer en manos de los marroquíes, lo que los republicanos ya sabían de antemano sin que Queipo tuviera necesidad de recordárselo. Las atrocidades cometidas por los regulares y los legionarios en Asturias en 1934 seguían vivas en las memorias. Con todo, las peroratas de Queipo contribuían a alimentar la inquietud en los espíritus y, sobre todo, a difundir la idea de que los violadores eran los «moros».