28 marzo, 2024

¿Qué fue de la segunda esposa de Napoleón?

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El 1 de abril de 1810, la corte francesa fue testigo de un matrimonio peculiar: el de Napoleón Bonaparte , pesaroso aún por su divorcio de Josefina Beauharnais , y la archiduquesa María Luisa de Austria, primogénita del emperador Francisco I y, por tanto, sobrina nieta de María Antonieta , por lo que había crecido en el odio a todo lo francés.

La razón de Estado se había impuesto. Tras el sangriento desenlace de la batalla de Wagram, tanto a Francia como a Austria les interesaba firmar la paz, y nada mejor que una alianza de sangre que la certificara. Bonaparte, además, necesitaba el heredero que su primera esposa no había podido darle, y la fama de fértiles de las Habsburgo precedía a la novia.

Las reticencias mutuas entre los novios eran evidentes, pero, contra todo pronóstico, la amistad y la complicidad se impusieron en la pareja a lo largo de los cuatro años escasos que duró la unión, reforzada en 1811 con el nacimiento de su primer y único hijo: Napoleón II, el rey de Roma.

En efecto, María Luisa, rubia y delicada, de carácter abierto y naturaleza ardiente, se ganó el afecto del emperador. No podía decirse lo mismo del de la corte ni del de su pueblo. Tanto la opinión pública como los políticos recelaban de la conveniencia de la unión. Para los republicanos, María Luisa no era más que la sobrina nieta de “la austríaca”, la odiada reina guillotinada; los monárquicos reprobaban una boda que daba una cierta legitimidad dinástica a la familia Bonaparte; y las personas más próximas al emperador se declaraban decididos partidarios de Josefina.

Retrato de la emperatriz María Luisa de Austria, por Jean-Baptiste Isabey.
Retrato de la emperatriz María Luisa de Austria, por Jean-Baptiste Isabey. (Dominio público)

La nueva emperatriz siempre se sintió una extraña en Francia. Pero su estancia en tierras galas sería breve. En 1814, tras la firma del Tratado de Fontainebleau con los representantes de Austria, Rusia y Prusia, Bonaparte renunció para sí y su familia a la soberanía de los territorios que se encontraban bajo su poder, mientras que a María Luisa se le concedían los ducados italianos de Parma, Piacenza y Guastalla, que en un futuro debería heredar el rey de Roma.

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Una semana después, el Gran Corso partió hacia la isla de Elba , mientras María Luisa solicitaba asilo a su padre Francisco I de Austria: “La situación es tan terrible y peligrosa para nosotros –escribió– que os ruego, padre mío, que nos deis refugio a vuestro lado a mi hijo y a mí”.

La nueva vida de la exemperatriz

Nunca más volvió a ver a Napoleón. En 1816, cuando el Congreso de Viena ratificó –si bien lo hizo a título vitalicio– la concesión de los ducados previstos en el Tratado de Fontainebleau, María Luisa dejó a su hijo en Viena bajo la tutela de su abuelo y partió a tierras italianas para desempeñar el gobierno de sus posesiones. Ni siquiera durante el breve sueño imperial de los Cien Días consideró la posibilidad de regresar a París.

La razón de su comportamiento tenía un nombre: Adam Adalbert von Neipperg, un militar y diplomático de origen suabo a quien Francisco I había encomendado su custodia con motivo de un desplazamiento puntual al balneario de Aix-les-Bains. El emperador temía que, al coincidir el viaje con la partida de Napoleón a Elba, su hija pretendiera acompañarle al destierro.

La unión con Neipperg fue, además de feliz y prolífica, muy provechosa en el ámbito político

Se equivocaba. Ese propósito no entraba en los planes de María Luisa. Lejos de Francia había vuelto a sentirse libre y dueña de sus actos. En tales circunstancias, Neipperg, apuesto y galante, no tardó en convertirse en una agradable compañía. Ejerció de modo impecable la defensa de sus derechos en el Congreso de Viena, era un compañero atento y fiel que la cubría de atenciones y, desde luego, parecía haber olvidado su condición de hombre casado y padre de cuatro hijos.

De hecho, Neipperg era un viejo conocido de María Luisa, ya que había ejercido como diplomático en la corte francesa, donde había sido condecorado por el propio Napoleón con la Legión de Honor. Seductor nato, no tardó en hacerse con el corazón de su protegida.

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Instalados en los ducados italianos, vivieron una apasionada historia de amor de la que nacieron dos hijos ilegítimos, a los que se dio el apellido ficticio de Montenuovo. A ellos se sumaron dos más cuando, en 1821, tras la muerte de sus respectivos cónyuges, María Luisa y Neipperg ya habían contraído matrimonio.

Remodelando Parma

La unión con Neipperg fue, además de feliz y prolífica, muy provechosa en el ámbito político. María Luisa confió plenamente en él para ejercer el gobierno de sus ducados. Mientras tanto, ella se dedicó en cuerpo y alma a embellecer y enriquecer la ciudad de Parma. A la duquesa se debe la restauración de diversos edificios renacentistas y barrocos parmesanos, como el ayuntamiento, el Ospedale, u Antiguo hospital, o el palacio arzobispal, que convierten a la que fuera capital del ducado en un auténtico museo urbano. Por su iniciativa, además, se erigieron el Teatro Regio o el puente sobre el río Tano.

Adam Neipperg, segundo esposo de María Luisa, en un grabado de 1820.

Adam Neipperg, segundo esposo de María Luisa, en un grabado de 1820. (Dominio público)

María Luisa ejerció de mecenas protegiendo a jóvenes artistas, entre ellos, a Giuseppe Verdi , a quien becó para que prosiguiera sus estudios de música en Milán. En el Palazzo della Pilotta, un conjunto de edificios renacentistas, abrió una nutrida biblioteca, un museo arqueológico y una espléndida pinacoteca. En el acceso al recinto quiso representarse esculpida por Canova como diosa de la Concordia.

Paralelamente, impulsó la creación de un Instituto de Maternidad para instruir a las madres jóvenes en la crianza de los hijos y evitar la alta tasa de mortalidad infantil de la época. Unas decisiones que, junto a su proverbial cercanía a su pueblo, le hicieron pasar a la historia con el apelativo de “la buona duchessa”.

Un segundo matrimonio

En 1829 falleció Neipperg, lo que sumió a María Luisa en el mayor de los desconsuelos. No fue la única tragedia que tuvo que superar: en 1832 moría de tuberculosis en Viena, con solo 21 años, el rey de Roma, el hijo al que, pese a la distancia, siempre se había sentido unida.

El canciller austríaco, Klemens von Metternich, dudando de las condiciones para el gobierno de María Luisa y sin querer perder el control de los ducados italianos, envió al barón Werklein como un “primer ministro” que reforzara la autoridad ducal. El barón era un hombre desaprensivo y ambicioso que no solo apartó a María Luisa del desempeño del poder, sino que ejerció un gobierno auténticamente despótico. Tuvo como respuesta un levantamiento popular que pudo costar el trono a la buona duchessa.

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María Luisa de Austria como duquesa de Parma en 1839 por Giovan Battista Borghesi.

María Luisa de Austria como duquesa de Parma en 1839 por Giovan Battista Borghesi. (Dominio público)

Tras la caída de Werklein, Metternich mandó a Parma a Charles-René de Bombelles, un aristócrata galo que había huido al Imperio austríaco tras la Revolución Francesa . Sensato, prudente y muy culto, aceptó de inmediato el cargo de gran chambelán que Metternich le ofreció. Pero la duquesa era aún una mujer joven y coqueta que vio en su nuevo consejero mucho más que un aliado político. Los negocios de Estado les obligaban a estar en continuo contacto, y la cercanía dio paso al amor.

María Luisa abandonó los velos de viuda y en 1834 contrajo matrimonio secreto con Bondelles. Este asumió de inmediato, dada su condición de militar, el cargo de ministro de Defensa. Como había sucedido con la de Neipperg, también esta unión fue feliz. Bondelles compartía su interés por las artes y las letras y el gusto por una vida tranquila de aires más burgueses que aristocráticos. También representó un tiempo de sosiego y prosperidad económica para los ducados, puesto que comenzaron a verse los frutos de las mejoras en la administración y las finanzas introducidas por María Luisa.

No obstante, la salud ya no acompañaba a la hasta entonces emprendedora duquesa. En 1839 escribió a su familia austríaca: “Mi felicidad es total gracias a la compañía de mi esposo y de mis hijos, pero las fuerzas me van abandonando”. Afectada de reumatismo, estaba prematuramente envejecida, y sus apariciones públicas eran cada vez más escasas. Pocos días después de cumplir los 56 años, el 17 de diciembre de 1847, falleció de una pleuresía. Había sobrevivido a su célebre primer marido, cuya imagen era un sueño lejano, en un cuarto de siglo.

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