21 noviembre, 2024

¿Qué fue de los parientes de Hitler?

Tio Adolf
Hitler, Eva Braun (en el centro) y la familia Goebbels en pleno en Berghof, la residencia del Führer en Berchtesgaden.

 

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¿Qué fue de los parientes de Hitler? Las voluminosas biografías del Führer apenas los mencionan. Sin embargo existen, en Austria y Nueva York, con apellido cambiado y riguroso perfil bajo para reclamar –hasta ahora en vano– las regalías de Mein Kampf. Ésta es la historia del sobrino preferido de Hitler que fue prisionero de Stalin, del otro sobrino que lo extorsionaba desde Londres, del medio hermano que le imitaba la firma y vendía fotos autografiadas por la calle y de la cuñada que se atribuye la autoría intelectual del bigotito.

POR TIMOTHY W. RYBACK

Desde mi departamento de Salzburgo se tarda veinticinco minutos en recorrer el camino que lleva a través de la Berchtesgadener Landstrasse, por los pueblos de Grödig y St. Leonhard, hasta las afueras de Berchtesgaden, donde Adolf Hitler pasó, según recordaba mucho tiempo después, die schösten Zeiten meines Lebens: “La mejor época de mi vida”. Berghof, tal el nombre de esa casa de tres pisos con balcones, ventanales y techos a dos aguas, fue dinamitada por los alemanes a principios de los ‘50 bajo órdenes norteamericanas. Intentaban, infructuosamente, que se convirtiera en un lugar de peregrinación para los nazis. Actualmente sólo quedan las paredes y, bajo tierra, el búnker de Hitler, conectado a una red de túneles. Los árboles cercanos tienen talladas runas nórdicas y esos relámpagos dobles que identificaban a las SS. Aquí estuvieron Neville Chamberlain, Mussolini, el rey Boris de Bulgaria, el duque de Windsor y su esposa norteamericana, Wallis Simpson. Pero el Führer reservaba Berghof para sus amigos más cercanos y su familia. Cuando Hitler enfermó de gripe, su hermana Paula pasó aquí dos semanas cuidándolo hasta que se repuso, y su media hermana Angela fue el ama de llaves de Berghof durante casi ocho años. William Patrick Hitler, el hijo de su medio hermano Alois, visitó a su tío Adolf en Berghof, en 1936: “Me condujeron hasta el jardín, donde Hitler tomaba el té junto a un grupo de mujeres muy hermosas. Cuando me vio, se paró inmediatamente y se dirigió hacia mí, restallando un látigo con el que arrancaba las flores a su paso”, recordaba William a la revista Look, en 1939.

Alois, el medio hermano de Adolf Hitler, en su casa de Hamburgo. Hitler y su sobrina Geli Raubal en Bavaria, 1929. La gran Willie: William Patrick Hitler en Nueva York, 1939.

Nada queda de Hitler en las ruinas: “En abril de 1945, cuando las SS abandonaron la zona, los habitantes de Berchtesgaden y Dürnberg llegaron con carros y caballos y procedieron a llevarse todo lo que pudieron. El 4 de mayo llegaron los aliados y se llevaron el resto. Existe una filmación que muestra a los senadores norteamericanos Ernest Mac Farland y Burton Wheeler saliendo de las ruinas de Berghof con libros de la biblioteca de Hitler bajo el brazo”, cuenta Florian Beierl, del Archivo Histórico de Obersalzberg. Beierl revela que cada artículo robado por los vecinos terminó en manos norteamericanas, incluyendo el teléfono del dormitorio de Hitler, los seis volúmenes de sus obras de Shakespeare (con una svástica y las iniciales A.H. en el lomo) y algunos mechones guardados por un peluquero en un relicario.
El otoño pasado, el fotógrafo Herman Seidl descubrió que Paula Hitler, la hermana de Adolf, estaba enterrada en Schönau am Königsee. En noviembre visité el cementerio de Schönau. Una simple cruz de roble llevaba la siguiente inscripción: Paula Hitler, 1896-1960. “Paula fue llevada de Viena a Berchtesgaden en las últimas semanas de la guerra para estar junto a su hermano. Después de que Hitler se suicidara en Berlín, Paula se quedó en Berchtesgaden, en un departamento de dos ambientes cerca de la estación de tren, bajo el nombre de Frau Wolf. Pero todo el mundo sabía que era la hermana de Hitler”, dice Beierl. A fines de mayo de 1945, un oficial de inteligencia norteamericano llamado George Allen encaró a Frau Wolf. Ella se rehusó al interrogatorio, argumentando que era muy tarde y tenía que llegar a la panadería. A cambio de una hogaza de pan, Allen la llevó a Berchtesgaden. Allí, Paula habló de los hábitos alimentarios de su hermano (“nunca le gustó la carne, incluso cuando era joven”), de su formación católica (“creo que mi hermano Adolf nunca abandonó formalmente la Iglesia”), de su madre, que murió de cáncer en 1907, cuando Paula tenía once años y Adolf dieciocho (“la muerte de nuestra madre nos marcó profundamente. Éramos muy unidos”), y de Eva Braun (“la vi una sola vez”). Allen se llevó la impresión de que era “una mujer de clase baja con profundos sentimientos religiosos, pero nula inteligencia, cuya única desgracia fue estar emparentada con una persona muy famosa con la que no tenía absolutamente nada en común”.
“No tengo ninguna noción de historia familiar. Esas cosas no están en mi naturaleza. Sólo pertenezco a mi pueblo”, anunció Hitler durante una de sus charlas de sobremesa. Una generación entera de historiadores parecedarle la razón. En las ochocientas páginas de la reciente biografía de Ian Kershaw sólo hay una breve referencia a sus hermanas. Lo mismo sucede en las de Alan Bullock, John Toland y Joachim Fest. En la primera parte de Mein Kampf, dedicada a las primeras épocas de su vida, no se menciona a Paula ni a sus dos medio hermanos, Angela y Alois. “Los historiadores han estado escribiendo la misma biografía de Hitler durante los últimos quince años. No hay nada en ellas sobre su familia. Es como si no existiéramos”, comenta un pariente de Hitler. Pero existen. A ambos lados del océano. En Waldviertel, una región alejada de Austria cerca de la frontera con la República Checa que en 1938 fue proclamada Ahnengau des Führers (“cuna ancestral del Führer”), vive la mayoría de los sobrinos nietos de Hitler (los nietos de Angela, la media hermana del Führer), en la ciudad industrial de Linz. También existen nietos por parte de su medio hermano Alois, los únicos descendientes por línea paterna: son norteamericanos y viven en Long Island, cerca de Nueva York.

A diferencia de la hija de Stalin, Svetlana Alliluyeva, que pasó muchos años de su vida dando conferencias en Estados Unidos e Inglaterra, o de los nietos de Mussolini, que han llevado vidas muy públicas, los parientes de Hitler mantienen un perfil bajo. En Austria, generalmente responden a las preguntas negando todo parentesco, rehusándose a hablar o cortando el teléfono. En Estados Unidos, niegan cualquier posibilidad de ser entrevistados a través del abogado de la familia. Quizá temen al Sippenhaft, el castigo por los crímenes cometidos por un pariente.
La vida de muchos de ellos no fue fácil. En el verano de 1945, Alois Hitler, uno de los medio hermanos del Führer, fue detenido por viajar con un pasaporte falso a nombre de Eberle, y entregado a las autoridades británicas. Alois finalmente se cambió el apellido, no sin antes ser descubierto firmando fotos con el nombre de su hermano y vendiéndolas a los turistas.
En mayo de 1945, Johann Schmidt, un primo (hijo de la hermana de la madre de Hitler) fue arrestado por el Ejército Rojo y llevado a Viena para ser interrogado. Murió en la cárcel. En junio, su hijo Johann Jr. fue enviado a Moscú junto a varios parientes de Hitler. Fue juzgado por “cooperar con el Führer”, condenado a veinticinco años de cárcel y liberado en 1955. “La familia ha sufrido la misma suerte que cientos de miles de personas. Mi hermano hubiera considerado apropiado que nosotros tampoco nos salváramos”, le escribió Paula Hitler al editor Hans Sündermann.
Conseguir una entrevista con un Hitler implica eternas idas y venidas, e intermediarios cuestionables. Una tarde recibí una llamada de mi contacto (uno de los mayores compradores de reliquias hitlerianas) que me pedía que tomara un tren de Salzburgo a Munich. Cuando llegué a Munich llamé a un teléfono celular, desde el que me instruyeron tomar el subterráneo U4 a la Odeonplatz y esperar frente al Café Tambosi. Cuarenta minutos después llegó una camioneta Ford con una estatua de Eva Braun desnuda, que me llevó a un café que había sido uno de los primeros cuarteles del partido nazi. El pariente de Hitler, un hombre de casi sesenta años con rostro severo, acababa de salir de su trabajo. Durante las siguientes dos horas escuché historias de conspiraciones judías, lamentos por la desaparición del nacionalismo alemán y anécdotas sobre la admirable vida del Führer (su amor por los niños, su frugalidad, su caballerosidad con las mujeres y el abuso sufrido a manos de los historiadores contemporáneos). “En algún momento de los próximos cien años, los alemanes construirán un monumento a Hitler, como los franceses lo han hecho con Napoleón. Para entonces, espero que aparezca finalmente una biografía que haga justicia a todo lo que él hizo por nosotros”, dice, antes de pasar a un tema que ha preocupado a muchos de los parientes de Hitler: su posible derecho a reclamar bienes (especialmente las regalías por las ventas de Mein Kampf) que fueron confiscados por el Estado bávaro después de la guerra. SegúnWerner Maser, el abogado que representa los intereses familiares, la suma original ascendía a nueve millones de marcos, alrededor de veintidós millones de dólares de la actualidad. Le pregunté al pariente de Hitler si tenía objeciones morales en reclamar la herencia: “Ningún tipo de reservas. Los judíos han recibido sus compensaciones y ahora los trabajadores esclavos han conseguido la suya. Es tiempo que nosotros recibamos la nuestra”.

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Desde hace veinte años, Werner Maser ha desempeñado la función de administrador de la supuesta herencia de Hitler, ha escrito más de veinte libros y ha entrevistado a casi todos los colaboradores de Hitler que sobrevivieron a la guerra –incluyendo a Leni Riefenstahl y Albert Speer– y a muchos de los hijos de los nazis más poderosos, como los descendientes de Goering, el jefe de la Luftwaffe; de Himmler, el jefe de las SS; y de Bormann, el secretario de Hitler. Maser muestra orgulloso las galeras de una nueva biografía de Goering que contendrá material inédito, como una carta que atribuye a Albert Speer, en la que se habla sobre provisiones para Auschwitz. “En Nüremberg, Speer afirmó que no sabía nada sobre Auschwitz. Aquí está la prueba de que mintió y se salió con la suya”, dice, mientras agita la hoja amarillenta.
La relación de Maser con la familia Hitler comenzó en los 60, luego de que publicara una historia de Mein Kampf en Der Spiegel, y que la edición de la revista fuera confiscada por las autoridades alemanas. Por esa época, Anton Schmidt, un familiar de Hitler, le escribió pidiéndole que lo ayudara a recuperar los derechos de Mein Kampf y lo reunió con Leo Raubal (hijo de la media hermana de Hitler, Angela), “el intelectual de la familia”. Leo había sido el sobrino preferido del Führer. Maser sostiene que el parecido entre ambos era tal que Leo había hecho a veces de doble de Hitler, saludando a los curiosos que se acercaban a Berghof. En enero de 1943, los rusos capturaron a Leo en la batalla de Stalingrado. Hitler ofreció intercambiarlo por el hijo de Stalin, Yasha, apresado por los nazis en las afueras de Leningrado. La hija de Stalin recordaba en una carta que su padre había rechazado el ofrecimiento con un parco Nyet, na voine, kak na voine: “No, la guerra es la guerra”. Hitler ejecutó a Yasha. Leo escapó milagrosamente de Rusia a mediados de los 50 y retornó a Linz.
Durante los 60 y los 70, Maser sirvió de árbitro entre las dos ramas de la familia Hitler, los Schmidt y los Raubal, buscando un arreglo que satisfaga a todos. Maser había impuesto una condición: que la familia pusiera un reclamo por las regalías generadas entre 1925 (año en que fue publicado el libro) y 1936, ya que después de esa fecha el libro reemplazó a la Biblia como regalo oficial de bodas para las parejas alemanas. “Ya que ésas fueron ventas forzadas y esas ediciones se hicieron con dineros públicos, insistí en que las regalías correspondientes fueran donadas a orfanatos o sobrevivientes del Holocausto”, dice Maser, que protege la identidad de los integrantes de la familia (sólo confiesa que Leo Raubal murió en 1979, durante unas vacaciones en España, y que Anton Schmidt se convirtió desde entonces en el impulsor de la lucha por los derechos de Mein Kampf), aunque parece haber perdido las esperanzas de que alguna vez las distintas ramas del clan hagan causa común. “Son muy obstinados. Son iguales a él”, dice.
Incluso si Maser pudiera unir al clan Hitler, tendría que enfrentarse a Siegfried Zängl y Nicole Lang, los encargados por el Ministerio de Finanzas bávaro de controlar el copyright de Mein Kampf. Esto significa evitar que se traduzca y edite: por una directiva de 1946 y otra de 1948, todos los bienes de los altos oficiales nazis fueron confiscados y entregados al Estado. “No existe absolutamente ningún fundamento legal por el cual los herederos de Hitler puedan reclamar los derechos de autor o la propiedad intelectual de Mein Kampf. Y es nuestra responsabilidad asegurarnos de que siga fuera de catálogo”, dice Zängl, que durante quince años ha supervisado el pago de las compensaciones a Israel. Las únicasexcepciones, agrega Lang, son las ediciones norteamericanas y británicas (publicadas por Houghton Mifflin y Pimlico, respectivamente), a quienes Eher Verlag, la editorial del partido nazi, vendió los derechos en 1933. También existe una traducción reciente al hebreo. “Fue permitida para uso académico en Israel”, dice Lang, que todavía celebra la decisión de la Corte Suprema sueca de impedir la traducción de Mein Kampf, así como la decisión de las librerías de Internet Barnes & Noble y Amazon de no enviar ejemplares de la traducción al inglés a residentes en Alemania. Pero ambos reconocen que hay por lo menos cuarenta traducciones ilegales del libro, así como miles de páginas web desde donde bajarlo. Actualmente, los únicos que reciben derechos de autor por Mein Kampf son los dueños de Pimlico en Londres (que envían las ganancias a la agencia Curtis Brown, y se donan para caridad) y los de Houghton Mifflin, que compró los derechos para América del Norte en 1979 al Departamento de Justicia, que los controlaba desde el fin de la guerra.

La rama norteamericana de la familia proviene de un matrimonio anterior del padre de Hitler. Alois, el medio hermano de Adolf, abandonó la casa paterna a los catorce años. En 1910 se casó con Brigid Dowling en Londres y se mudó a Liverpool, donde nació William Patrick, a quien ella llamaba Pat y él llamaba Willie. Justo antes de la Primera Guerra, Alois abandonó a su esposa y a su pequeño hijo y se mudó a Hamburgo. Brigid suponía que Alois había muerto en la guerra hasta que se enteró, en 1923, no sólo de que estaba vivo sino de que se había vuelto a casar en Alemania. Alois fue acusado de bigamia: Brigid se negó a concederle el divorcio, pero intervino para que le redujeran la pena y restableció un tenue lazo entre ambas familias. Muchos años después, Brigid declararía al Times londinense que había dejado a su esposo en cuatro oportunidades a lo largo de su matrimonio: “Era muy cruel. Me decía: Te doblegaré o te quebraré”.
En el verano de 1929, a los dieciocho años, Willie visitó a su padre y a su madrastra Hedwig, que tenían un restaurante en el suburbio berlinés de Charlottenburg. “Pasó ese verano con nosotros, aprendiendo el idioma y las historias de la familia Hitler. Tenía todo el derecho del mundo a conocerlas”, recordaba un pariente luego de la guerra. Durante esa visita, Willie conoció a su tía Angela, la hermana de Alois, pero tuvo que hacer cola junto a miles de espectadores en un acto multitudinario en Nüremberg para conocer a su tío Adolf. Ni bien volvió a Inglaterra, comenzó a pasearse por los medios británicos como “el sobrino de Hitler”. Cuando las noticias de que el “sobrino inglés” estaba dando entrevistas a diarios británicos llegaron a oídos de Hitler, Willie fue llamado a Berlín. Según contó en una entrevista con Paris Soir, la reunión se llevó a cabo en una habitación de hotel. Cuando entró en la suite, Willie se encontró a su tío Adolf de traje, junto a su padre Alois y a su tía Angela, mirando a través de un enorme ventanal hacia la calle. Lo que ocurrió se sabe por una versión de segunda mano, la que Brigid escribió muchos años después. “Estoy rodeado de idiotas. Están destruyendo todo lo que he construido durante estos años con mis propias manos”, comienza la versión de Brigid. Primero acusó de criminal a su medio hermano bígamo y luego encaró al sobrino: “¿Qué le dijiste a los diarios? ¿Quién te autorizó a hablar de mis asuntos privados?”. Mientras Willie miraba atónito al tío, su padre le explicó que la corresponsalía neoyorquina de los diarios Hearst había llamado a Munich exigiendo hablar personalmente con Hitler. Querían saber si era cierto que tenía un sobrino en Londres, reconocido por el Führer como una autoridad en la genealogía familiar. “Me hacen preguntas personales a mí. ¡A mí!”, continúa Hitler en la versión de Brigid. “Nadie debe hablar de mis asuntos personales en los diarios. Yo nunca he dicho una palabra, y ahora aparece un sobrino para contar todos los detalles miserables e insignificantes que ellos quieren saber.” Willie contó más tarde a su madre que Hitler abandonó la habitación a grandes zancadas, agitando los puños en el aire. Pero terminó dándole dos mil libras, acondición de volver a Londres y retractarse públicamente de su parentesco. Willie siguió parcialmente las instrucciones y comenzó a acumular certificados de nacimiento, constancias de bautismo y demás documentos que probaran sus lazos de sangre con la familia Hitler, con la ayuda del Foreign Office y el cónsul británico en Viena.
En el verano de 1931, se descubrió que Willie estaba hablando nuevamente con la prensa, esta vez sobre el suicidio de la hija de Angela, Geli (la joven de 23 años que supuestamente mantuvo relaciones íntimas con su tío Adolf y fue encontrada muerta en el departamento de Hitler en Munich). Willie fue llamado a Berlín para explicar sus dichos. Muchos años después, le confesó a un oficial norteamericano que estaba tratando de chantajear a Adolf Hitler.

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Además de los recortes de prensa y los informes del FBI, hay pistas sobre la vida de Willie en las memorias de su madre Brigid y en un manuscrito de 400 páginas supuestamente basado en los recuerdos y la correspondencia de Alois y su segunda esposa, Hedwig. El manuscrito está en los archivos de Gerd Heidmann, un coleccionista de documentos, reliquias y fotografías de la época nazi. Sus Diarios de Hitler le costaron una condena de casi cinco años de prisión por fraude en 1983 (así como a la revista Stern le costó nueve millones de marcos y gran parte de su reputación haber publicado un anticipo). Heidmann sostiene que consiguió el manuscrito hace veinte años, a través de una mujer habría vivido en la misma casa que Alois y Hedwig Hitler. Como los falsos “diarios”, el manuscrito no tiene portada y ofrece más anécdotas familiares que información histórica (por ejemplo, que Angela Raubal alguna vez le dijo en la cara a Eva Braun que era una “estúpida gansa”). Heidmann sostiene que ha olvidado el nombre del dueño anterior, pero no duda de su autenticidad. Los expertos sí.
Una versión tipeada y encuadernada del manuscrito de Brigid Hitler fue encontrada a principios de los 70 en la Biblioteca Pública de Nueva York. Según Mimi Bowling, la curadora de la colección, los dos volúmenes de Mi cuñado Adolf Hitler fueron legados por Edmond Pauker, un agente literario y teatral que los había comprado a una tal Mary Finley. El texto fue publicado en Londres en 1979. Entre sus revelaciones cuenta que, en 1912, Hitler buscó asilo en Inglaterra, tratando de escapar del servicio militar alemán. “Cuando Adolf vino a visitarnos a Liverpool usaba bigote manubrio”, escribe Brigid, y afirma que fue ella quien lo convenció de recortarlo.

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Los manejos oscuros de Brigid y Willie han dado pie a un sinfín de anécdotas. Hans Hitler, un joven pariente que visitó a Alois en Berlín a principios de 1934, contaba que en un bar encontró a un hombre que tomó por un artista consagrado o una estrella de cine, hasta que descubrió que era Willie, quien se jactaba de haber vuelto a Berlín para establecerse en el “Reich de mi tío”. Willie llegaría a visitar a su tío Adolf en la Cancillería, en 1933, para informarle que el apellido familiar era una desventaja laboral en Londres. Rudolf Hess, secretario personal del Führer, lo ayudó a encontrar trabajo: primero en el Banco del Reich y luego en la empresa Opel, como vendedor de autos, hasta que su tío decretó que tal trabajo no era digno de un integrante de la familia Hitler. Si bien los recursos de Willie siguieron siendo escasos –vivía en un departamento de un ambiente en un barrio obrero de Berlín–, durante una visita a Londres en 1937, lució un bigote hitleriano y raya al costado, y posó cruzado de brazos al hacer la siguiente afirmación al Daily Express: “Soy el único descendiente legal de la familia Hitler. Debo llevar este gesto en la sangre, porque a medida que pasa el tiempo me encuentro haciéndolo con más frecuencia”. Dos años después, el inefable Willie estaba de vuelta en Londres, pero para denunciar que Hitler era un demente y que la Gestapo lo había torturado para que renunciara a su ciudadaníabritánica y se convirtiera en súbdito del Reich, a cambio de un puesto clave en el gobierno. Según un informe del FBI, cinco meses antes de que Hitler invadiera Polonia, la agencia artística William Morris le consiguió a Willie un tour de apariciones públicas y conferencias por los Estados Unidos. Time anunció su llegada con una nota titulada “Hitler vs. Hitler” y Look publicó un largo artículo con fotos y reproducciones de certificados de nacimiento, bautizada “Por qué odio a mi tío”.
Brigid también trató de utilizar su parentesco con los Hitler: en 1936 hizo una visita sorpresa a Berchtesgaden. Hitler se rehusó a recibirla y luego respondió por escrito negándole el dinero que pedía. Brigid decidió irse a Hollywood, donde tuvo similar éxito. Cuando trabajaba para la British War Relief Society de Nueva York, afirmó: “La horca es poco para Hitler. Deberían matarlo lentamente”.

Willie pasó los dos años siguientes en los Estados Unidos y Canadá, dictando conferencias y compartiendo recuerdos familiares que incluían incesto, bigamia, látigos de cuero y repetidos intentos de dominar al mundo por parte de su tío Adolf. Para ese entonces, la agencia William Morris había dejado de representarlo, cediendo el honor a su competidora Harold R. Peat. El propio Peat confió al FBI que Willie “sería leal al gobierno nazi y a Hitler si el Führer le hubiera conseguido un puesto de mucho dinero”. En octubre de 1940 vivía en Queens, desde donde marchó a enrolarse a la delegación militar más cercana. Con su metro 98 y sus noventa kilos de peso, Willie era más que apto para el servicio, pero fue rechazado porque su tío había peleado en el ejército alemán. “Conozco bien Alemania, y creo que sería un buen piloto”, se quejó Willie al Herald Tribune. Si lo aceptaban, dijo, estaba dispuesto a cambiarse el apellido: “Sólo cuesta cincuenta centavos, y Hitler es un apellido indeseable”. Un año después, escribió una carta a Roosevelt pidiéndole que revocara la decisión de la Junta de Reclutamiento. El 14 de marzo de 1942, Roosevelt aprobó el pedido y, en octubre de ese año, frente a una nube de camarógrafos, el sobrino de treinta y tres años de Adolf Hitler ingresaba en la Marina norteamericana.

John Toland, el biógrafo de Hitler, decía que Willie había bautizado Adolf a su primogénito. En una conferencia, llegó a mostrar una fotografía tomada después de la guerra que mostraba a Willie con un bebé en brazos, y dijo: “¡Adolf Hitler no sólo no murió sino que está sano y salvo en algún lugar de Nueva York!”. En realidad, ninguno de los hijos de Willie se llama Adolf –el primogénito se llama Alexander–, pero Toland se tomó la broma lo suficientemente en serio como para incluir el dato en su biografía en dos tomos. La última vez que William Patrick Hitler habló con la prensa fue en febrero de 1946, cuando fue dado de baja por la Marina, en Boston. En el muelle, expresó su deseo de pedir la ciudadanía norteamericana y visitar a su madre en Manhattan. Los archivos del FBI sobre Willie y su madre no contienen datos sobre su servicio militar o actividades posteriores a la guerra. Tampoco existen pruebas de que Willie y Alois se hayan puesto en contacto después de 1945, aunque ambos se cambiaron el apellido a Hiller. Brigid, que murió en 1969, llegó a conocer a sus cuatro nietos, todos varones. Willie murió en 1987, a los 76 años. Su lápida no ostenta ningún nombre, ni Hitler ni Hiller. Tres de sus hijos viven actualmente en Long Island (el cuarto murió en la década del 80). Los intentos de contactarse con ellos han sido infructuosos. Un abogado que representa a la rama norteamericana de la familia Hitler explica las razones: “Temen ser tratados como parias o que algún loco intente lastimarlos. Cuando alguien ha vivido toda su vida ocultando su verdadera identidad al mundo… Es un golpe del destino haber nacido así. Si ellos se muestran, ¿qué clase de vida podrían tener?”.

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