23 abril, 2024

Sacrificios humanos y otros misterios que esconden los dioses del Templo Mayor de Tenochtitlan

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Desde Huitzilopochtli hasta Toci; una buena parte de las deidades mexicas eran honradas con la muerte de hombres y mujeres

El Templo Mayor, excavado por el hoy Premio Princesa de Asturias de las Ciencias Sociales Eduardo Matos Montezuma, fue el centro de la vida política y religiosa de los mexicas. Por ello, su laberinto de túneles, galerías y monolitos era de unas dimensiones colosales. Sin embargo, de entre todos las deidades que se adoraban en su interior, que eran una inmensa lista, había dos que destacaban sobre el resto. El cronista Bernardino de Sahagún así lo explicó en los textos de la época: «La principal torre de todas estaba en el medio y era más alta que todas. Estaba dividida en lo alto, de manera que parecía ser dos y así tenía dos capillas […]. En la una de ellas y más principal estaba la estatua de Huitzilopochtli, en la otra estaba la imagen del dios Tláloc».

Huitzilopochtli, el gran dios

Huitzilopochtli, nombre que podríamos traducir como ‘Colibrí Zurdo’, era el dios de la guerra, la representación del Sol y el patrono de los mexicas. Según explican los dossieres elaborados por los trabajadores del mismo Templo Mayor era hijo de Coatlicue –la madre de la Tierra– y hermano de la Luna y las estrellas. Aunque existen otras tantas versiones sobre su historia y su pasado. En la práctica era el patrón de la capital azteca, y de ahí el lugar clave que le dedicaron en estas construcciones. Su imagen era el águila, sagrada para la sociedad que le veneraba. Como sucedía con otras tantas deidades, su importancia le hacía merecedor de sacrificios humanos. Y es que, o eso se creía, la sangre de los fallecidos le alimentaba y fortalecía.

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Tláloc y sus sirvientes

Tláloc, por su parte, también se ofrendaba la sangre de miles de víctimas que eran sacrificadas en las ceremonias en honor a esta divinidad. Era la fecundadora de la tierra y representaba la vida y el sustento, como indica la traducción de su propio nombre: ‘El que hace brotar’.

Según la leyenda, este dios residía en las más altas montañas donde se forman las nubes, pero tenía igualmente un lado oscuro que se mostraba en forma de rayos, heladas, inundaciones y granizo, lo que podía destruir las cosechas. Su culto era muy importante, ya que de él dependía el sustento de las sociedades agrícolas. Es decir, que podía dar la vida y quitarla, de ahí que se le dedicara el sacrificio de niños, por lo general enfermos, por la sencilla razón de que se parecían físicamente a los tlaloque, diosecillos de cuerpo pequeño. Se trata de la deidad más representada en el Templo Mayor.

Según la mitología, Tláloc estaba acompañado en el paraíso donde vivía –el Tlalocan– por su esposa Chalchiuhtlicue (diosa de las aguas), las bestias marinas Ahuízotl Ateponaztli y unas figuras a las que también se rendía culto en el Templo Mayor: los Tlaloques. Obviados por nuestra cultura, se corresponden con pequeños sirvientes de tamaño humanoide dedicados a ayudar a su señor. Eran el equivalente –con salvedadas– a los ushebtis egipcios, destinados a acompañar al faraón a la otra vida para hacer cualquier trabajo destinado a su señor.

Están relacionados de forma íntima al agua, la abundancia de las cosechas y el maíz. Aferrados a las cuatro esquinas del mundo, sostienen jarros con diferentes tipos de lluvia y los dejan caer a placer sobre las tierras. A su vez, crean los rayos y los truenos cuando los rompen o brindan con ellos.

Ehécatl

Ehécatl era el dios del viento, tanto en la mitología mexica como en otras culturas de Mesoamérica. Se trataba de una de las deidades principales de la creación y héroe cultural en las mitologías de la creación del mundo. Esto se debía a que su aliento hacía que comenzara, supuestamente, el movimiento del Sol y hacía que la lluvia desapareciera. También traía vida a todo lo que estaba inerte. Su propiedad más importante, según la leyenda, era que se enamoró de una mujer llamada Mayah y le dio a la humanidad la habilidad de amar , lo que era representado normalmente por un bonito árbol que crece justo en el lugar en el que Ehécatl llegó a la tierra.

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En junio de 2017, un grupo de arqueólogos del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) de México, encabezados por Eduardo Matos, anunció el descubrimiento del templo de Ehécatl y un juego de pelota en la calle Guatemala del centro histórico de Médico DF. Este edificio miraba de frente al Templo Mayor, mientras que la cancha estaba orientada al adoratorio de Huitzilopochtli, el mencionado dios de la guerra.

Coyolxauhqui

Coyolxauhqui es otra de las deidades que se veneraban en el Templo Mayor. Se sabe porque, en 1978, durante una serie de trabajos en el lugar, los arqueólogos desenterraron una piedra de 320 centímetros de diámetro que la representaba. Su nombre significa ‘Pintada con campanas’ y es considerada la diosa de la Luna. Y, como le sucede al resto de sus colegas, su historia está rodeada de ciertos tintes de barbarie.

Cuenta la leyenda que Coyolxauhqui lideró a sus hermanos en una amarga cruzada para acabar con la vida de su madre, Coatlicue. Al parecer, porque creían de forma errónea que había quedado encinta de un desconocido. Al llegar, sin embargo, su progenitora dio a luz a Huitzilopochtli (el Sol). Este, armado, decapitó a su hermana y envió su cabeza al cielo. Una metáfora de como, cada día, el Sol vence a la Luna.

Toci

En el templo existen representadas un buen número de deidades femeninas como Toci, casi todas ellas asociadas a la tierra y a la fertilidad, que componen el grupo de las diosas matronas. Esta divinidad es quizá la más relevante, pues protagoniza una de las festividades más importantes de los aztecas al ser considerada la madre de los dioses y el corazón de la tierra. Esta ceremonia se celebraba precisamente en el Templo Mayor el 16 de septiembre y en ella se ofrendaba a una mujer de 40 o 45 años a la que purificaban, lavaban y bautizaban con el nombre de Toci. El mismo día de la fiesta, antes de que amaneciese, la sacaban para que un hombre la levantara en brazos, boca arriba, y la subiera a lo alto del templo.

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Una vez allí, un sacerdote la cogía del cabello y la degollaba delante de todos, bañando en sangre a quien la sujetaba. Nada más morir la desollaban y con la piel vestían al hombre que la había subido. Este pasaba en ese momento a representar nuevamente a la diosa, para que presenciara una batalla entre diferentes jóvenes vestidos como si fueran a la guerra en la que, por lo general, resultaban gravemente heridos.

Origen: Sacrificios humanos y otros misterios que esconden los dioses del Templo Mayor de Tenochtitlan

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