Secretos y vergüenzas de la construcción del Muro de Berlín
En Occidente fue conocido como el «Muro de la vergüenza», en Oriente, «Muro de Protección Antifascistas». Sin embargo, y más allá de su nombre, esta tapia fue levantada en menos de una noche por la RDA sin contar con el beneplácito de Moscú
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«Nadie tiene intención de construir un muro en Berlín», afirmó ante la prensa Walter Ulbricht, el jefe de Estado de la República Democrática Alemana, exactamente un mes y medio antes de que los berlineses se despertaran, un caluroso domingo de agosto de 1961, delante de lo que se llamó en Occidente «el Muro de la vergüenza» y en Oriente, «Muro de Protección Antifascista». Aquel secreto guardado detrás de todo un telón de acero, la conocida como «Operación Rosa», se ejecutó a la desesperada para evitar el colapso de la Alemania socialista.
A principios de los años cincuenta, miles de personas trabajaban por el día al oeste de la ciudad, que albergaba empresas más numerosas y modernas, y regresaban al anochecer a los barrios orientales donde los alquileres eran más bajos. Conforme aumentaba la brecha entre ambos mundos, muchos de estos trabajadores se afincaron en el lado rico de Berlín. Entre 1949 y agosto de 1961, cerca de 2,7 millones de alemanes orientales, lo que representaba el 15% de su población, huyeron del paraíso en la tierra que, así lo juraban los soviéticos, era el socialismo. La mayoría eran trabajadores cualificados, estudiantes recién graduados y agricultores que temían la colectivización de la producción agrícola. La situación se volvió insostenible en abril de 1961, cuando treinta mil personas cruzaron la frontera en un solo mes.
Walter Ulbricht pidió ayuda al jefe de la URSS en el momento más caliente de la Guerra Fría, Nikita Kruschev, que se limitó a prometer más dinero al mandatario para compensar la fuga migratoria. Ulbricht lo consideró insuficiente y, en una de las muchas veces que disintió del ruso, ordenó iniciar la «Operación Rosa» sin esperar autorización alguna del sucesor de Stalin, al que no le quedó más remedio que sumarse al plan cuando ya estaba en marcha. «Aunque, con el tiempo, Kruschov se atribuyera la radical resolución para Berlín, el soviético dio su plácet a la planificación de Ulbricht», recuerda el catedrático Ricardo Martín de la Guardia en su libro «La caída del Muro de Berlín» (La Esfera de los libros, 2019).
Una de las operaciones secretas mejor guardadas de la Historia corrió sobre el terreno a cargo de Erich Honecker, secretario del Consejo de Defensa Nacional, y de Erich Mielke, jefe de la Stasi. Solo medio centenar de funcionarios llegaron a estar al tanto de la operación en Alemania Oriental, entre ellos el teniente general Willi Seifert, prisionero durante la guerra en el campo de concentración de Buchenwald y, por ello, buen conocedor de las medidas de seguridad extremas.
La noche del 12 al 13 de agosto de 1961 Ulbricht convocó en su residencia de Wandlitz, a pocos kilómetros de Berlín, a los gerifaltes del Partido-Estado y les comunicó repentinamente el cierre de la frontera. Los políticos socialistas comprobaron que no era ninguna broma cuando de vuelta a sus casas se cruzaron con cientos de camiones y de tanques soviéticos ocupando las calles.
Millares de albañiles, policías y soldados, muchos reclutados a la fuerza, participaron esa noche en la instalación de alambradas de púas y barreras fabricadas con farolas y vías de tranvía para separar Berlín en dos. Se eligió un sábado por la noche para evitar que, a la luz del día, se produjera una estampida hacia el oeste o que se repitieran los disturbios obreros de 1953. Familias y amigos quedaron de forma súbita apartados por un obstáculo que, así lo pensaron algunos con ingenuidad, solo iba a estar allí de forma provisional. 28 años les convencieron de lo contrario.
Obra de ingeniería
Nueve horas después de iniciarse las obras, la barrera estaba ya operativa. La única radio que se emitía en el sector oriental explicó, en nombre de las autoridades, que el Muro se había levantado «para impedir las actividades agresivas de las fuerzas militares y revanchistas de Alemania Occidental».
Los líderes occidentales protestaron, sí, pero de forma tibia y dando por aceptable aquella vergüenza. Nada escenificó mejor su doblez que la frase de John F. Kennedy: «No es una solución buena, pero un muro es muchísimo mejor que una guerra». Ian Kershaw, el gran biógrafo de Hitler, reconoce en su libro «Ascenso y crisis: Europa 1950-2017» (Crítica, 2019), que «el Muro, aun siendo cínico e inhumano, trajo calma no solo a Alemania, sino a toda Europa central».
Lo que en los primeros días era una simple alambrada tomó la forma de un muro de cuatro metros de altura. La maquinaria de Honecker requirió solo una semana para tener listos cuarenta kilómetros de muralla alrededor del sector occidental, lo que un senador berlinés definió como similar a «la pared de un campo de concentración». Con el paso de los años, la barricada provisional evolucionó en una magna obra de ingeniería, que incluyó el uso de planchas de hormigón con cables de acero incrustado y rejas de contacto que producían una descarga eléctrica al que se acercaba a ellas. También contó con 131 búnkeres, 272 áreas con perros policía y una «franja de control» («franja de la muerte») perfectamente iluminada y vigilada las veinticuatro horas del día por 289 torres. Sus campos estaban además sembrados de minas antipersona.
Origen: Secretos y vergüenzas de la construcción del Muro de Berlín