La temeraria misión del hijo «bocazas» de Churchill en la que casi le captura el Zorro del Desierto
El capitán Randolph Frederick Edward Spencer-Churchill era un joven «terco y maleducado, y a menudo iba muy ebrio, que en los momentos de desesperación se echaba a llorar». Sin embargo, también era valiente y leal, como demostró en una opera
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La irrupción de Erwin Rommel, apodado El Zorro del Desierto, en África colocó a los británicos y sus aliados contra las cuerdas. Tanto, que Winston Churchillrecurrió a estrategias más intrépidas para vencer allí donde las tácticas convencionales no habían tenido éxito. El SAS (Special Air Service) nació con la vocación de aprovechar la enorme distancia en la línea de abastecimiento del Afrika Korps en su ofensiva y se nutrió de algunos de los personajes más extravagantes del Ejército británico para realizar tareas de sabotaje en aeródromos, carreteras, almacenes y puestos avanzados mal defendidos. En estas misiones de alto riesgo, bastaba a veces para infiltrarse en las líneas enemigas con fingir normalidad. Al fin y al cabo, ¿quién podía estar tan loco para meterse en la boca del zorro?
La obsesión compartida de Rommel y Churchill estaba puesta a principios de 1941 en Malta. Durante dos años, el archipiélago italiano soportó el lanzamiento de 3.000 bombas de bombarderos de la Luftwaffe y las fuerzas italianas que, en muchos casos, tenían su base en Bengasi, una ciudad al noreste de Libia. El primer ministro británico sostenía que si caía Malta el dominio del Eje en el Mediterráneo sería absoluto y Egipto no tardaría en caer en manos alemanas. «Sin Malta, el Eje acabará perdiendo el control del norte de África», comentaba, a su vez, Rommel.
Incapaces de hacer más por Malta por medios convencionales, Churchill autorizó a David Stirling, comandante del grupo de locos llamado SAS, a que se infiltraran en Bengasi de noche y atacara el puerto con los buques del Eje y los aeródromos desde donde despegaban de forma ininterrumpida aviones hacia Malta. En marzo de ese año, Stirling en persona realizó una primera intentona en las calles de Bengasi, si bien la misión fue abortada porque los botes resultaron defectuosos y el fuerte viento hacía imposible cualquier ataque. Sin embargo, el SAS aprovechó esta primera misión para reconocer el terreno y preparar su siguiente golpe, que, curiosamente, iba a contar con un soldado ilustre a su servicio.
Un joven terco y maleducado, pero valiente
El capitán Randolph Frederick Edward Spencer-Churchill era, como indica su apellido, hijo del primer ministro. Un hijo frustrado por la imponente sombra de su padre; un joven que lo intentó todo para llamar la atención del país y estar, sin éxito, a la altura de su padre. Como narra Ben Macintyre en su libro «Los hombres del SAS» (Crítica), «el joven era terco y maleducado, y a menudo iba muy ebrio. En los momentos de desesperación se echaba a llorar». Sus compañeros le apodaban de forma cruel «Randolph Esperanza y Gloria» y se burlaban de su pompa. Lo cual no quita que el hijo del primer ministro también fuera alguien inteligente, generoso y muy valiente, como demuestra el que cambiara un plácido puesto en el departamento de propaganda para unirse al SAS.
Stirling sintió pronto afecto por Churchill, aunque le irritaba lo mucho que hablaba: «No podía resistir la tentación de comentar cómo debía gestionarse la guerra […] Pero era valeroso, qué duda cabe». Un valor que no se correspondía con un físico, digamos, poco imponente. En su primer salto en paracaídas dentro del SAS sufrió un fuerte impacto contra el sueloporque, según valoró su amigo Stirling, «estaba demasiado gordo».
El hijo de Winston tuvo que insistir mucho a su comandante para que le permitiera acompañarle a Bengasi, aunque fuera en calidad de «observador oficial», en una segunda operación programada para el 21 de mayo.
Durante cinco días, seis soldados del SAS lograron penetrar cientos de kilómetros sobre las líneas enemigas y superar varios puestos de seguridad del Eje montados en un coche militar alemán que iba produciendo un sonido estridente a su paso. Las ruedas se habían desalineado y el fallo mecánico amanezaba con echar al traste la operación. A las 23.15 horas de ese 21 de mayo, un grupo de soldados italianos apostados en un control de carreteras dio el alto al coche pilotado por David Stirling. Al estridente ruido se sumaba que llevaba las largas puestas, lo que iba en contra de las regulaciones alemanas de circular con la mínima iluminación. Fitzroy Maclean, un antiguo diplomático que se había unido al SAS, saludó al soldado italiano al mando con un fuerte acento extranjero, mientras agarraba de forma silenciosa una llave inglesa para prevenirse de una mala respuesta:
–Oficiales, di stato maggiore. Di fretto. Tenemos prisa.
El soldado italiano dio por válida la explicación de Maclean y levantó la barrera tras aconsejarles que apagaran la luz. Los alemanes pasaban y entraban a diario los controles sin dar más explicación y era mejor no incomodarlos para evitar sus ladridos. La desconfianza entre las tropas de ambos países fue uno de los puntos débiles del Eje en su campaña africana.
Con vía libre hacia Bengasi, el comando se preparó para ejecutar otro de los intrépidos planes de Starling. Tras su fracaso unas meses antes, ahora la idea consistía en hundir dos barcos grandes a la entrada del puerto, de modo que quedara paralizado el tráfico marítimo aunque solo fuera unos días.
Una entrada estridente en Bengasi
La operación había empezado de forma torcida con la avería del vehículo alemán y por la presencia de un probable espía merodeando el campamento que el comando estableció en el monte Jebel, en las proximidades de Bengasi. Pero empeoró de verdad cuando a uno de los soldados más duros del equipo, un ex boxeador llamado Reg Seekings, le explotó un detonador defectuoso en la mano y Randolph Churchill tuvo que ocupar su sitio, ya no como observador.
La ruidosa entrada en Bengasi del vehículo fue definida por Maclean como si viajaran «en un camión de bomberos haciendo repicar la campana». Al control italiano le tomó el testigo dos coches alemanes alarmados por el ruido, que empezaron a perseguir al comando por las laberínticas calles de la ciudad. «Íbamos a todo trapo, doblando esquinas a dos ruedas y haciendo un ruido que despertaría a un muerto», afirmaría el hijo del primer ministro. Una vez dejaron atrás a sus perseguidores, Stirling ordenó abandonar el vehículo y dejar programada una bomba para que no quedara prueba de su presencia. Una vez terminada la misión, saldrían a pie de Bengasi.
Con las sirenas antiaéreas sonando, los seis soldados avanzaron hacia el puerto y allí se toparon con un policía italiano. Maclean se valió de su perfecto italiano para sonsacar información al agente, quien lejos de alarmarse le contó, en confidencia, que las sirenas aullaban al temor de un ataque aéreo, y no porque pensaran que había infiltrados a pie en la ciudad.
Cooper, el miembro más joven del comando, tuvo que regresar así sobre sus pasos y desactivar la bomba del coche en una operación solo apta para cirujanos artificieros, puesto que ya no iba a ser necesario destruirlo. Mientras parte del grupo escondía el coche en un garaje abandonado, otros traspasaron la valla del puerto y empezaron a inflar uno de los botes. Antes de descubrir que se había pinchado por el camino, el ruido de los fuelles inflando el bote alertó a un vigilantes nocturno del muelle.
–¿Qué están haciendo ahí?
–No es asunto tuyo –respondió Maclean.
Sorprendentemente, el vigilante prefirió no hacer más preguntas temiendo que pudiera estar interrumpiendo una operación de alto secreto de los alemanes. Un golpe cómico en medio de la guerra que derivó pronto en una suerte de camarote de los hermanos Marx. Las idas y venidas del grupo dispersaron a sus miembros por Bengasi y montaron tal barullo de pisadas que llevó a otros centinelas hasta el puerto.
Mientras Sterling aceptaba el fracaso de la operación y buscaba una forma de que escaparan de la ciudad sanos y salvos, un centinela «de aire inquisitivo» de la Somalidandia italiana cerró el paso a Maclean en uno de los trasiegos. En esta ocasión, el antiguo diplomático recurrió a una estrategia algo más elaborada. Imitando a un oficial enfurecido por tantas interrupciones, gritó al italiano toda suerte de incomprensibles insultos hasta que, herido en su orgullo, se hizo a un lado.
Para cuando la presencia del SAS en el puerto congregó a un pequeño ejército de vigilantes, Maclean se decidió a doblar la apuesta. O todo. O nada. Exigió ver al oficial al mando de la seguridad de los muelles y, en su presencia, realizó una larga diatriba:
«Somos oficiales alemanes y hemos venido aquí a evaluar sus medidas de seguridad. Son pésimas. Hemos pasado por delante de un centinela cuatro o cinco veces y no nos ha pedido la tarjeta de seguridad. Si hubiéramos sido ingleses, ni se hubiera enterado»
Al alba, el equipo del SAS decidió retirarse al garaje donde estaba escondido el coche. El talento para la interpretación de Maclean logró salvar al comando y que los soldados italianos terminaran incluso cuadrándose a su paso, pero el objetivo de acercarse a los barcos había resultado un imposible. Más valía no seguir estirando la suerte… Escondidos en un pequeño piso sobre el garaje, que Churchill apodó como el «10 de Downing Street», pasaron lo que restaba de noche sin más sobresaltos. Para regresar a casa, previo paso por el monte Jebel, debían esperar a que volviera la noche sobre la ciudad y a que nadie les sorprendiera en aquel piso recóndito. Solo cabía esperar.
No obstante, con la llegada del día siguiente los soldados descubrieron que el emplazamiento no tenía nada de escondido. ¡Estaban frente a un cuartel general alemán! De allí «salían y entraban mensajeros en motocicletas y mandos militares con aire ajetreado». A este imprevisto se sumaba que el comando dirigido por Sterling no llevaba comida ni agua dado que no pensaban quedarse en Bengasi más que unas horas. La situación era de máxima tensión.
La verborrea de Churchill y su tendencia a hablar a gritos tampoco ayudó a rebajar los ánimos. Ahogado por la tensión y harto de la palabrería del hijo del primer ministro, David Stirling, vestido con pantalones de pana, jersey de cuello alto y una toalla alrededor del cuello, decidió irse a dar un baño al puerto y, de paso, rastrear posibles objetivos. Su aspecto era muy llamativo y obviamente británico: «Pensamos que no volveríamos a verlo», reconoció el grupo.
Salir con vida del «10 de Downing Street»
A la espera de que regresara el comandante Stirling, si es que lo hacía; el grupo recibió una visita inesperada en el «10 de Downing Street». Un marinero italiano ebrio subió las escaleras para encontrarse frente a frente con cinco soldados británicos apuntándole con sus ametralladoras. «Aterrado por mi aspecto, se cayó de cabeza por los escalones y luego salió corriendo», narró Churchill.
A pesar del temor a que el desconocido avisara a guardias alemanes, ningún soldado apareció en el lugar a excepción de Stirling. Había visto dos torpederos amarrados en el muelle y propuso hacerlos explotar aquella noche. Lo volvió a impedir el coche alemán, que continuó haciendo un ruido endiablado a pesar de todos los arreglos que la noche anterior había procurado uno de los miembros del SAS. «Nada despierta menos interés que un grupo de gente arreglando un coche. Nadie nos dijo una palabra», escribió el hijo del primer ministro para explicar la facilidad que tuvieron para frenarse cada pocos metros en las calles de Bengasi.
El comando partió de Bengasi esa misma noche, no si antes intentar otro fallido asalto al puerto, más atestado de centinelas que nunca tras la reprimenda de Maclean el día anterior. El control italiano lo superaron con la misma estrategia del día anterior:
–¿Qué militari» –preguntó uno de los vigilantes cuando los británicos se indentificaron.
–Oficiales del Estado Mayor alemán.
–Molto bene.
En Jalo se reunieron con el LRDG (el Grupo de Largo Alcance del Desierto), una unidad capaz de zambullirse por el desierto allí donde los alemanes y los italianos ni se atrevían a pisar. El LRDG estaba a punto de marcharse cuando llegaron al monte a la hora planeada, sí, las seis de la mañana, pero del día siguiente. Stirling y los suyos se contentaron, al fin, con salir con vida de aquella rocambolesca misión y escapar de las zarpas del Zorro del Desierto. Con una presa como el hijo de Churchill, Rommel y el Tercer Reich habrían hecho maravillas, aunque fuera a nivel propagandístico.
La carrera de Randolph Churchilldentro del SAS no sobrevivió mucho tiempo a la operación en Bengasi. Cuatro días después de la misión, Stirling sufrió un accidente de coche camino a El Cairo cuando regresaba de cenar con Churchill, Maclean y, entre otros, el periodista Arthur Merton, conocido por cubrir el descubrimiento de la tumba de Tutankamón. El periodista falleció atrapado bajo el coche y Maclean sufrió varias fracturas. El resto salió por su propio pie, aunque el hijo de Churchill quedó con tres vértebras aplastadas.
Durante su estancia en el hospital, Randolph escribió un informe, con partes algo novelados, para su padre sobre la operación en Bengasi. La clase de historia que al primer ministro le encantaba relatar a modo de batallita a sus invitados en Londres. Claro está, que se cuidó de esconder que había sido un fracaso.
Pero incluso cuando tuvo que abandonar la unidad por la lesión en la espalda, Randolp siguió beneficiando al comando a nivel de relaciones públicas. Sus elogiosas cartas sobre la unidad que dirigía Stirling convenció a su padre de la necesidad que conservarla a pesar de la impopularidad que gozaba entre el alto mando, que apreciaba estas acciones como más propias de piratas que de soldados. Randolph, que había estudiado periodismo, era más de palabras que hechos y contribuyó a acrecentar la fama del SAS.
Origen: La temeraria misión del hijo «bocazas» de Churchill en la que casi le captura el Zorro del Desierto