Templarios: Sexo y herejía: los «pecados» que destruyeron a las «fuerzas especiales» cristianas de la Edad Media
Dan Jones publica «Los templarios. Auge y caída de los guerreros de Dios» (Ático de los libros, 2018), una revisión concienzuda de la historia de la Orden del Temple
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Los historiadores han definido a los miembros de la Orden del Templecomo las «fuerzas especiales» cristianas de la Edad Media. Monjes guerreros entrenados para la batalla, los «pobres caballeros de Cristo» demostraron su valentía en la victoria y en la derrota. Desde Mongisard, donde ayudaron a Balduino IV a doblegar al ejército de Saladino, hasta la triste (pero épica) defensa San Juan de Acre. Sin embargo, ni siquiera la sangre vertida en el campo de batalla les permitió escapar de la furia real de Felipe IV de Francia. Un monarca altivo que acabó con ellos en 1307 ansioso por hacerse con sus tesoros y por evitar que adquirieran más poder del que ya atesoraban.
Pero borrar de la faz de la Tierra a los templarios no le resultaría sencillo. Para destrozar su reputación, forjada desde que comenzaron a defender a los peregrinos que viajaban hasta Jerusalén en 1119, Felipe IV reunió una serie de falsas acusaciones contra sus antiguos aliados que incluían sodomía, herejía o pederastia. Tal y como explica el historiador Dan Jones en su nueva obra ( «Los templarios. Auge y caída de los guerreros de Dios», Ático de los libros, 2018), el altivo rey concentró todas ellas en una serie de misivas que hablaban de «graves abominaciones», de «depravación herética» o de «culto a falsos ídolos» por parte de los miembros de la orden.
El punto central de toda esta retahíla de falacias interesadas, medias verdades y exageraciones sonrojantes era la supuesta ceremonia de iniciación que los templarios debían superar para ser miembros de pleno derecho de los «pobres caballeros de Cristo». Según aquello que la calenturienta mente de Felipe IV puso sobre blanco a principios del siglo XIV, los nuevos miembros recibían tres besos de un compañero (uno en la boca, otro en la espina dorsal y el último en el ombligo) tras negar a Cristo tres veces y escupir sobre la Santa Cruz. Detener este río de mentiras fue algo imposible para el Papa y, poco después, los templarios serían encarcelados, juzgados y, en otros tantos casos, llevados a la hoguera.
Fuerzas especiales
Pero… ¿quiénes eran en realidad los caballeros templarios? La medievalista Karen Ralls es una de las historiadoras que los define en sus obras como la «versión espiritual» de las unidades militares de élite actuales. Para ella, serían el equivalente en la Edad Media de losNavy Seals, los Marines o los miembros del SAS británico. Las «unidades especiales de Cristo» que luchaban de forma más disciplinada y efectiva en la Europa oriental. Jones es de la misma opinión y les califica de «guerreros santos» que no constituían una casta lejana, sino que supieron ganarse el cariño del pueblo y que fueron envidiados por ello.
Su origen, en todo caso, se remonta al año 1118, cuando apenas nueve caballeros liderados por Hugo de Payens decidieron unir sus espadas para proteger de los robos y de los ataques a los peregrinos que partían hacia Tierra Santa. Por aquel entonces residían en unas pequeñas dependencias ubicadas sobre el antiguo Templo de Salomón en Jerusalén (de ahí su nombre) y apenas tenían dinero para sobrevivir. Jones recuerda que los primeros años de su existencia no están bien documentados debido a que fueron obviados de las crónicas del momento porque «no llegaron como respuesta a una masiva demanda popular» ni a una «planificación a largo plazo tejida entre los nacientes estados cruzados».
En los años posteriores, Payens convirtió a los templarios en una de las instituciones más importantes de la época. Tras múltiples viajes a Europa, logró financiación y que otros soldados se unieran a las filas de la orden. Poco después, en 1139, consiguió varias ventajas fiscales entre las que se incluían donaciones muy generosas y otros tantos privilegios ratificados por bulas papales. Gracias a las mismas estuvieron sometidos únicamente a la autoridad religiosa y pudieron (entre otras tantas cosas) recaudar dinero de múltiples formas. A todo ello se sumaron las grandes riquezas de los caballeros que se unían a ellos y al dinero que, a lo largo de las décadas, acumularon al comerciar con el excedente de sus plantaciones.
Su buen hacer económico se unió al valor demostrado en batallas como la de Hattin (1187), una amarga derrota para el ejército cristiano en la que defendieron hasta el último hombre la «Vera Cruz» de Cristo. Así, mandoble a mandoble, forjaron su leyenda. Años después era tal su riqueza y su poder que algunos reyes como Felipe IV les pidieron préstamos y se convirtieron en sus deudores. Una ventaja que se terminó volviendo en su contra. Y es que, cansado el monarca del gran poder que acumulaban los «pobres caballeros de Cristo» (así como de la cantidad de oro que les debía), inició una persecución contra ellos en 1307.
Acusaciones exageradas
La particular cruzada de Felipe IV de Francia contra los templarios comenzó con una serie de falsas acusaciones. Insidias que dejó patentes en otras tantas cartas que no tardó en hacer llegar, según explica Jones en su nuevo libro, a los alguaciles y senescales («hombres con rango de caballero que tenían el poder de realizar detenciones en nombre de la corona») y en las que les ordenaba encarcelar a los miembros del Temple. «En ellas hablaba de hechos oscuros y extraños rituales realizados cuando se recibían a nuevos hermanos en la orden», añade,
Entre las misivas más famosas, el historiador destaca la primera de ellas:
«Una cosa amarga, una cosa deplorable, una cosa seguramente horrible de pensar, terrible para el entendimiento, un crimen detestable, un delito execrable, un acto abominable, una infamia atroz, algo totalmente inhumano, más aún, extraño a toda humanidad, ha llegado a nuestros oídos gracias a los informes de muchas personas dignas de fe, no sin conmovernos con un gran estupor y hacernos estremecer con un violento horror y, al considerar su gravedad, un dolor inmenso crece en nosotros tanto más cruelmente cuanto que no hay duda de que la enormidad del crimen desborda hasta ser una ofensa a la majestad divina, un oprobio para la humanidad, un pernicioso ejemplo del mal y un escándalo universal».
El monarca añadía que, «según muchas personas dignas de fe» (sin citar cuáles), los templarios practicaban un deplorable ritual que comenzaba con la negación de Cristo hasta en tres ocasiones. A continuación debían escupir sobre su imagen, quitarse la ropa y permanecer desnudos ante un veterano de la orden mientras este le daba tres besos. «Conforme al rito odioso de su orden, primero debajo de la espina dorsal, segundo en el ombligo y, finalmente, en la boca, para vergüenza de la dignidad humana», completaba la misiva.
En palabras de Felipe IV, después de este ritual los templarios se veían obligados a mantener relaciones sexuales con sus compañeros («sodomía»), a adorar a falsos ídolos («herejía», el peor de los pecados para una orden que había nacido para proteger a los cristianos), a despreciar la imagen de Jesucristo y a practicar la magia negra.
Jones corrobora estos cargos: «El gobierno había escuchado que el cordón que ataba los hábitos de los hermanos había sido “bendecido” al ser tocado por “un ídolo con la forma de la cabeza de un hombre con una gran barba, cuya cabeza besan y adoran en sus capítulos provinciales”». El historiador, no obstante, es partidario de que todo eran «infundios» y «palabrería escandalizada» para justificar las detenciones.
El rey afirmaba además que «cuanto más amplia y profundamente» se desarrollaba la investigación en su contra, «más graves son las abominaciones que encontramos, como cuando uno sondea un escondrijo». A su vez, en las mismas añadía que Guillermo de París, «inquisidor de la depravación herética», lideraría los procesos contra los templarios. «Una segunda nota, enviada el 22 de septiembre, fue más reveladora. Daba instrucciones específicas a los alguaciles y a los senescales que efectuarían las detenciones. Por orden real, debían incautar, inventariar y proteger las propiedades de la orden», desvela Jones.
Crueles interrogatorios
Entre octubre y noviembre decenas de templarios franceses fueron arrestados en Francia según las instrucciones de Guillermo de Nogaret y Guillermo de París. Lo que se suele obviar es que la mayoría no eran guerreros, pues el tiempo de las cruzadas ya había sido dejado atrás. Eran desde carpinteros hasta comerciantes de vino que habían dejado a un lado las armas para dedicarse en cuerpo y alma a aquellas tareas que daban dinero a la orden.
Además, el cuarenta por ciento de los detenidos eran ancianos que formaban parte desde hacía décadas de los «pobres caballeros de Cristo» y jamás se habían quejado de estas prácticas.
A partir de entonces comenzaron los interrogatorios por parte de unos inquisidores cuyo objetivo último era que los templarios desvelasen sus supuestos crímenes. El rey, según Jones, ordenó a sus representares aplicar la tortura en caso de que no hubiera confesión. Y todo parece indicar que no tuvieron reparos en llevarla a cabo, pues los religiosos lo dejaron patente en los mismos informes: «A continuación, pondrán a las personas aisladas bajo buena y segura guardia, harán también una investigación sobre ellos antes de llamar a los comisionados de la investigación y determinarán la verdad cuidadosamente, con la ayuda de la tortura si fuera necesario».
Jones, tras estudiar los informes de la época, afirma de forma tajante que se llevaron a cabo torturas de forma recurrente sobre los templarios para que aceptasen los falsos cargos. «Los métodos de la época no eran muy creativos, pero su efectividad estaba más que demostrada: hambre, privación de sueño, encarcelamiento en solitario, interrogatorio implacable, grilletes, potro, quema de pies y la garrucha, un dispositivo que tiraba hacia arriba de los brazos de la víctima, atados a la espalda, hasta levantarla del suelo y, luego, la dejaba caer y detenía la caída antes de tocar el suelo», añade. El caballero Ponsard de Gisy describió, por ejemplo, que le encerraron en un pozo de piedra en el que apenas podía moverse hasta que confesó.
Uno de los primeros en ser interrogado fue el Gran Maestre Jacques de Molay. Este fue detenido en París el viernes 13 de octubre, cuando las autoridades encarcelaron a la mayor parte de los miembros de la orden.
Al pertenecer a los templarios desde hacía más de cuarenta años y ser su máximo representante, los altos cargos de los «pobres caballeros de Cristo» esperaban que no cediera a las presiones de la Inquisición. Pero no fue así. Aunque con matices, confesó (tras las torturas) que le habían ordenado que escupiera sobre la Santa Cruz y que negara a Dios como ritual inicial. Además, aceptó escribir cartas al resto de sus compañeros para convencerles de que se entregaran.
Con el resto de altos cargos templarios ocurrió algo similar. Godofredo de Charney, preceptor de Normandía, aceptó las acusaciones y solo pudo mantener algo de dignidad afirmando que no recordaba si había escupido o no sobre la Cruz porque habían pasado casi cuarenta años desde su ceremonia de acceso. Aunque sí admitió que «la manera en que había sido recibida era perversa, profana y contraria a la fe católica». Con Hugo de Pairud, visitante de Francia, ocurrió algo similar. A pesar de ser un hombre rudo que había dedicado su vida a combatir a los herejes en Oriente y ser uno de los templarios más cercanos al monarca, confirmó aquel ritual.
Jones, no obstante, sostiene que el proceso fue una falacia. Tal y como explica en su nuevo libro, resulta extraño que, a pesar de que los principales interrogatorios se llevaron a cabo casi a la vez, en todos ellos se repiten unas respuestas parecidas y casi prefabricadas por los inquisidores.
«Fueron tan parecidas, de hecho, que de los archivos de los inquisidores se desprende que simplemente fueron inducidos a admitir una lista específica de fechorías, ofrecidas con alguna salvedad que les permitía mantener algo de dignidad», completa. El proceso resultó extraño incluso al Papa quien, a pesar de haberse mostrado partidario de Felipe IV en otras tantas ocasiones, intercedió por los «pobres caballeros de Cristo».
Pero ni las palabras del Papa sirvieron para evitar la caída de los templarios. En marzo de 1314 Jacques de Molay fue quemado vivo frente a la catedral de Notre Dame junto a otros tantos notables de la orden. Así fue como, tras 200 años de ascenso y riquezas, se liquidó mediante un severo golpe al Temple.