Thomas Becket y el crimen por el que un rey se hizo flagelar
En el siglo XII, Thomas Becket, compañero de juergas, consejero y principal ministro de Enrique II, vio cómo su amistad con el rey se quebraba tras aceptar el cargo de arzobispo de Canterbury
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En 1154 Enrique Plantagenet heredó la Corona inglesa de su pariente Esteban, y pasó a Londres desde sus dominios en tierras francesas. Al llegar conoció, a través de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, al discípulo y confidente de este, Thomas Becket, que entonces ejercía el cargo de arcediano en la misma catedral. Así comenzó la amistad entre las que serían las dos figuras más poderosas de la Inglaterra del siglo XII.
En aquel momento, el nuevo rey de Inglaterra, Enrique II, tenía 22 años, pero ya era un hombre conocido y temido en el continente. Había heredado de su madre Matilde casi toda la Normandía, un estado amplio, rico y poderoso.
De su padre, Geoffroy Plantagenet, había recibido los importantísimos condados de Anjou y El Maine. Y poseía el inmenso ducado de Aquitania como dote de su mujer, Leonor.
El origen francés de Enrique II y su obligada vinculación con tantos territorios continentales le mantuvieron siempre un poco al margen de su nuevo reino insular, aquella ignota Inglaterra de la que solo podía ocuparse a través de personajes de su confianza, residentes en aquel país.
Su primer consejero fue el prestigioso y culto arzobispo Teobaldo. Pero muy pronto otro personaje pasó a ocupar el primer puesto en la corte de Londres. Fue Thomas Becket, nombrado canciller al año siguiente de la coronación del rey.
Becket era un hombre de 37 años, eclesiástico con aptitudes y vocación de administrador seglar, personaje cultivado y amable, buen cazador, excelente organizador de fiestas y tan eficaz en su trabajo de canciller (primer ministro) que se ganó la confianza y el afecto del joven soberano.
Un cronista coetáneo, William Fitz Stephen, le describía como una persona “amable con todo el mundo, compasivo con los oprimidos y los pobres, resistente frente a los orgullosos, siempre con un humor juguetón y generoso, preocupado por no equivocarse ni equivocar a los demás, hijo prudente de este siglo…”.
Entre ambos personajes se estableció una amistad y un afecto fuertes y sinceros
Mientras, respecto al joven rey Enrique II, el ensayista francés André Maurois le retrata con menos palabras, pero mayor contundencia: “Robusto adolescente de cuello de toro y cabellos rojos cortados al rape. Carácter duro, fuerza volcánica, cultura asombrosa, modales seductores…”.
Entre ambos personajes se estableció una amistad y un afecto tan fuertes y sinceros que Stephen escribió: “Nunca, ni en los mejores tiempos del cristianismo, se ha visto a dos amigos vivir sobre una base de más tierna intimidad”.
Becket actuaba a veces como un gran señor laico y no siempre parecía un eclesiástico. Era un excelente jinete y manejaba toda clase de halcones y armas en las partidas de caza con el rey. Frecuentaba las fiestas de la corte y se mostraba dicharachero y alegre, pero sin perder su dignidad.
El rey siempre le pedía consejo y la confianza fue creciendo hasta convertir al canciller en un hombre siempre escuchado y respetado en la corte de Londres. Algunos adversarios, como el obispo de York, le criticaban continuamente. Pero Becket no abusaba de su poder ni cometía a sabiendas errores políticos o injusticias.
Becket, arzobispo
Muerto Teobaldo, en 1162, el rey propuso a Becket como nuevo arzobispo de Canterbury. Era el cargo de mayor importancia en la jerarquía eclesiástica inglesa, y con él se podía imprimir al episcopado y al clero la orientación deseada por el soberano.
Enrique quería someter a los sacerdotes ingleses a la jurisdicción civil, que, según él, debía ser la misma para todos los ciudadanos. Para ello era necesario suprimir los privilegios eclesiásticos, especialmente la competencia exclusiva de un tribunal religioso para cualquier delito cometido por un sacerdote.
El rey confiaba en que Becket podría efectuar el cambio necesario desde el nuevo cargo. Pero en esto erró el camino. Becket había obtenido el cargo gracias a la influencia del monarca, pero a partir de entonces empezó a actuar más como un sacerdote, servidor del papa, que como un amigo personal del rey y como un súbdito fiel de Inglaterra. El conflicto estalló.
No se llegó al acuerdo entre Enrique II y el pontífice hasta muchos años después de este primer intento. El primer esfuerzo en este sentido fue baldío y trágico. Como ha señalado André Maurois, “para llegar a este inestable acuerdo, los dos hombres más notables de su época habían destrozado dos vidas y una amistad”.
Desde el nombramiento de Becket como arzobispo primado de Inglaterra hubo dos grandes pruebas de fuerza en las que se enfrentaron los antiguos camaradas, convertidos de pronto en adversarios irreductibles.
La primera tuvo lugar en la asamblea de Westminster en 1163. Aquella vez, el rey estuvo a punto de conseguir lo que deseaba gracias a la actitud de algunos obispos que no simpatizaban con Becket. Sería la definitiva renuncia del clero inglés a sus privilegios jurídicos. Pero el arzobispo de Canterbury, que parecía indeciso inicialmente, reaccionó antes de que se cerrase la reunión y se negó a firmar el protocolo preparado por el monarca.
La segunda prueba tuvo lugar en Clarendon al año siguiente. Enrique propuso al estamento eclesiástico un plan estructurado en dieciséis puntos. Entre ellos destacaban la jurisdicción civil sobre todos los clérigos; el derecho del rey a nombrar obispos en determinadas iglesias; el de recibir un juramento de vasallaje y de fidelidad por parte de los obispos antes de ser consagrados; y también, para estos, la prohibición de salir del reino sin permiso expreso del monarca; la limitación de las críticas y censuras eclesiásticas a los funcionarios y a los directos servidores del rey.
La inmediata y provisional aprobación de estos artículos por la asamblea religiosa provocó una enérgica protesta del papa Alejandro III y, a consecuencia de la misma, se produjo la radicalización de la postura del arzobispo de Canterbury, convertido a partir de este momento en el más enérgico e implacable adversario de la causa del rey.
Enrique II decidió procesar al arzobispo, acusándole de traidor y de faltas graves cometidas cuando era canciller
Como crecía la tensión y el acuerdo parecía imposible, Enrique II decidió procesar al arzobispo, acusándole de traidor e incluso autor de faltas graves cometidas cuando ocupaba el puesto de canciller. Becket pensó que lo mejor sería poner tierra y agua de por medio y escapar al continente.
Lo hizo de incógnito, en un modesto buque pesquero que cruzó el canal de la Mancha en una noche oscura de noviembre de aquel mismo año. Estuvo primero en Sens, donde pudo entrevistarse con su amigo y protector, el papa Alejandro III, que entonces se hallaba también en Francia. Luego se refugió en la abadía cisterciense de Pontigny, donde vivió como otro monje cualquiera durante más de dos años.
Dagas y espadas
El rey inglés, amenazado de excomunión por el papa, acabó permitiendo la vuelta de Becket a su sede de Canterbury. Becket regresó a Inglaterra a finales de 1170, pero, una vez allí, quiso imponer su autoridad sobre el episcopado y sobre el clero en general y llegó a lanzar anatemas contra varios de sus adversarios personales o políticos.
Estos enviaron mensajeros a Enrique, que entonces se hallaba en sus posesiones del continente, y le comunicaron que Becket, contraviniendo sus órdenes, se comunicaba por cartas secretas con el papa y actuaba de un modo no previsto en el acuerdo de reconciliación celebrado en Fréteval.
El monarca se dejó influir por estos informes, especialmente por los del obispo de York, tradicional enemigo de Becket, y dijo en un momento de furor: “Mis cortesanos son tan cobardes y mezquinos que toleran las ofensas que me hace en mi país un clérigo rebelde y miserable”.
Algunos de aquellos nobles que le rodeaban en Lisieux, donde el rey había ido a celebrar la Navidad, se sintieron aludidos y regresaron de inmediato a Inglaterra, dispuestos a hacer justicia por su cuenta. Eran Reginald Fitzurse, Hugh de Morville, William Tracy y Richard Brito.
Las armas de los sicarios cayeron sobre Becket, manchando con su sangre los ornamentos del altar mayor
Los cuatro se dirigieron a la catedral de Canterbury la noche del 29 de diciembre y amenazaron con sus dagas y sus espadas al arzobispo, que entonces cantaba vísperas con todos los monjes. El prelado no quiso defenderse ni pedir ayuda. Las armas de los sicarios cayeron sobre él, manchando con su sangre los ornamentos del altar mayor.
Becket fue canonizado por Alejandro III cuando aún no habían transcurrido tres años desde su muerte. Viendo que la fama de santidad del arzobispo se volvía en contra suya y le hacía perder el respeto y la estimación de sus súbditos, Enrique II renunció a las constituciones de Clarendon, solicitó la mediación del rey de Francia, consiguió reconciliarse con el papa y pidió públicamente perdón, después de dejarse flagelar ante la tumba de su antiguo amigo.
Origen: Thomas Becket y el crimen por el que un rey se hizo flagelar