Tras los pasos de los apóstoles: los viajes de una nueva fe
Eran líderes poco habituales. Como cuenta la Biblia, la mayoría sabía más de remendar redes que de ganar adeptos cuando Jesús dijo que los convertiría en «pescadores de hombres». Hoy, 2.000 años después, los apóstoles siguen atrayendo gente de todo el mundo.
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En Parur, ciudad del estado de Kerala, en el sur de la India, las losas del suelo de la vieja iglesia de Kottakkavu brillan con tanta intensidad que reflejan el retablo carmesí, verde y dorado como si fueran las aguas de un estanque.
Alrededor del retablo flotan nubes pintadas en un cielo azul. Pequeñas estatuas ocupan los nichos iluminados con una resplandeciente luz cerúlea. Una mujer vestida con sari azul y el pelo cubierto por un velo morado está arrodillada sobre una alfombra, inmóvil, con los codos pegados al cuerpo y las manos levantadas. En una iglesia contigua, más grande y más nueva, el pálido fragmento de un hueso no mayor que la uña de un pulgar reposa en un relicario de oro. Una etiqueta identifica la reliquia como perteneciente a santo Tomás. Dice la tradición que en este lugar el apóstol fundó la primera iglesia cristiana de la India, en el año 52 d.C.
En Parur y otros lugares de Kerala, las fachadas y los interiores de las iglesias están decorados con pinturas o esculturas de animales exóticos, plantas trepadoras y figuras míticas. Elefantes, jabalíes, pavos reales, ranas y leones que parecen dragones marcan la atmósfera recargada y claramente no occidental de estos templos cristianos. Por todas partes se ven iconos de santo Tomás, la Virgen María, Jesús y san Jorge pintados con brillantes colores. Incluso los hindúes rezan a san Jorge, el vencedor del dragón, convencidos de que puede proteger a sus hijos de las cobras.
Los cristianos de Kerala, como los de otros lugares de Asia, África y América Latina, han hecho suya la fe, incorporándole elementos del arte y la arquitectura tradicionales, y símbolos de su propio medio natural. Así, una estatua que represente a la Virgen flanqueada por dos elefantes a la sombra de una pérgola de hojas de palma parece perfectamente integrada en un paisaje de palmeras del sur de la India.
Tomás, el que necesitaba ver para creer, fue uno de los doce apóstoles, los discípulos más devotos de Cristo a quienes el Mesías envió a difundir la nueva fe por el mundo tras su crucifixión. Los otros fueron Pedro, Andrés, Santiago el Mayor, Santiago el Menor, Juan, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tadeo, Simón y Matías, que reemplazó a Judas Iscariote, el discípulo traidor. Con el tiempo, los términos «apóstol» y «apostólico» (derivados del griego apostolos, «enviado») se aplicaron también a otros que predicaron la doctrina de Jesús. En el caso de Pablo, él mismo adoptó el título de apóstol cuando Cristo se le apareció y le encomendó la misión espiritual de difundir el cristianismo. De María Magdalena se dice que fue la apóstol de los apóstoles por ser quien anunció a los doce la resurrección. Aunque solo dos de los cuatro evangelistas (Mateo y Juan) figuraban entre los doce apóstoles originales, Marcos y Lucas también se consideran apóstoles por haber escrito dos evangelios del Nuevo Testamento.
Los años posteriores a la crucifixión
En los primeros años después de la crucifixión, el cristianismo no era más que el germen de una nueva religión, sin una liturgia desarrollada, un método de culto ni un nombre; sus primeros seguidores lo llamaban simplemente «el camino». Era considerado como una doctrina sectaria más del judaísmo. Pedro fue el primer adalid del movimiento; en los Hechos de los Apóstoles se habla de sus conversiones en masa y sus milagros, como sanar a los cojos y resucitar a los muertos.
En sus primeros tiempos, el movimiento era demasiado insignificante para convertirse en blanco de una persecución a gran escala por parte del poder, y los cristianos, como acabaron llamándose, tenían más fricciones con las sectas judías vecinas que con el Imperio romano. El primer mártir de la fe, según se narra en los Hechos de los Apóstoles, fue san Esteban, el líder de los siete diáconos ordenados por los apóstoles para atender las quejas de los judíos helenistas (los que hablaban griego pese a vivir en Jerusalén) que protestaban porque en la distribución de las ayudas los judíos hebreos recibían un trato preferente. Esteban suscitó las iras de la comunidad judía porque siempre ganaba las discusiones y nadie podía enfrentarse a su sabiduría.
Acusado ante el Sanedrín de blasfemia hacia el año 35 con falsos testigos que aseguraban haberlo oído decir que Jesús destruiría el Templo de Jerusalén y acabaría con las leyes de Moisés, la asamblea lo consideró culpable y fue lapidado a las afueras de Jerusalén mientras él oraba por sus verdugos. Un joven llamado Saulo, que posteriormente pasaría a llamarse Pablo tras su célebre conversión en el camino a Damasco, observó complacido la ejecución de Esteban mientras custodiaba las capas de quienes lo apedreaban.
En el año 44 el rey Herodes Agripa I encarceló y decapitó a Santiago el Mayor, el primero de los apóstoles en morir. En 64, cuando el gran incendio de Roma destruyó 10 de los 14 barrios de la ciudad, el emperador Nerón, acusado por sus detractores de ser el incendiario, culpó de la catástrofe al movimiento cristiano en expansión y mandó a decenas de fieles a la muerte en su circo privado. El historiador Tácito escribió: «Una multitud fue condenada, no tanto por el crimen del incendio como por creerla culpable de general aborrecimiento a la especie humana. […] A unos los cubrían con pellejos de fieras para que los despedazaran los perros; a otros los crucificaban, y a otros les prendían fuego». Episodios sangrientos como este se repitieron esporádicamente durante los dos siglos posteriores.
Según la tradición, once de los doce apóstoles padecieron martirio. Pedro, Andrés y Felipe fueron crucificados; Santiago el Mayor y Tadeo murieron a punta de espada; Santiago el Menor fue golpeado hasta morir mientras rezaba por el alma de sus atacantes; Bartolomé fue despellejado vivo y crucificado; Tomás y Mateo fueron alanceados; Matías fue lapidado hasta la muerte, y Simón fue crucificado, o cortado por la mitad según otras fuentes. Juan, el único superviviente de los doce, tuvo probablemente una muerte apacible, quizás en Éfeso, en torno al año 100.
El monje benedictino e historiador Columba Stewart, de la abadía de San Juan en Minnesota, dice que en los primeros tiempos del cristianismo, «la estructura organizativa, la gran institución de la iglesia (representada para los católicos actuales por el Vaticano y su compleja jerarquía), no existía. Había un grupo apostólico de seguidores de las enseñanzas de Jesús y había esfuerzos misioneros, primero en Jerusalén y luego en Antioquía y en Roma, pero no un poder centralizado. Solo un grupo minúsculo, vulnerable, pobre y a veces perseguido de gente entusiasta».
Los apóstoles fueron los pioneros del movimiento, y difundieron el mensaje por las rutas comerciales del mundo antiguo dejando a su paso pequeñas comunidades cristianas. «Estudiar las vidas de los apóstoles –me dijo Stewart– se parece un poco a lo que hemos hecho con el Hubble: acercarnos lo más posible a las primeras galaxias. Ese fue el Big Bang del cristianismo, cuando los apóstoles salieron de Jerusalén y se diseminaron por el mundo conocido.»
Tomás fue hacia el este, a través de lo que hoy es Siria e Irán, para continuar, creen los historiadores, hacia el sur de la India. Llegó más lejos aún que el infatigable Pablo, cuyos viajes abarcaron gran parte del Mediterráneo. Tomás es el apóstol que mejor representa el impulso de viajar para predicar la nueva fe.
Marcos, el evangelista, también difundió la palabra de Cristo y llevó su mensaje a Egipto, donde fundó la iglesia copta. Pero para algunos católicos, Marcos representa sobre todo al santo como símbolo político, poderosamente vinculado con la identidad de Venecia.
Si Tomás es el símbolo del misionero y Marcos es un pilar político, María Magdalena es el paradigma de la santa mística, asociada a los conceptos de gracia e intercesión divina.Denostada en el pasado por su reputación de prostituta reformada, y venerada hoy por millones de fieles en todo el mundo, fue una figura muy significativa en el círculo más próximo a Jesús.
Aunque una tradición sostiene que se retiró a Éfeso y allí murió, otros creen que viajó desde Oriente Próximo hasta el sur de Francia, donde se le rinde culto desde hace siglos. Pero establecer con certeza científica que María Magdalena viajó a la Provenza o que Tomás murió en la India es prácticamente imposible. Los análisis científicos de las reliquias siempre resultan inadecuados, ya que por lo general solo confirman el sexo y el período histórico a los que pertenecen los huesos. Los avances en el ámbito de los análisis y la arqueología, junto con el descubrimiento de nuevos manuscritos, seguirán ampliando nuestro conocimiento histórico de los santos, pero gran parte de los indicios continuarán siendo poco concluyentes. ¿Cómo comprender entonces a aquellos individuos si el alcance de la ciencia es limitado? Igual que con la mayoría de los primeros cristianos, debemos remitirnos en gran medida a la leyenda y los relatos históricos, y reconocer el poder que esas figuras míticas ejercen aún hoy, 2.000 años después de su muerte.
El gran misionero
Muchos historiadores creen que Tomás arribó a la costa de Kerala, a un lugar poblado de palmeras que actualmente se llama Cranganore. Una tradición oral dice que fundó siete iglesias en Kerala y que 20 años después padeció martirio al otro lado del país, en Mylapore, hoy un barrio de Chennai. Se dice que en la iglesia de Palayur, en la ciudad de Guruvayur (estado de Kerala), Tomás levantó la primera cruz de la India y obró uno de sus primeros milagros: al encontrarse con un grupo de brahmanes que arrojaban agua al cielo como parte de un ritual, les preguntó por qué volvía a caer el agua al suelo si su deidad la recibía con agrado. «Mi dios aceptaría la ofrenda», dijo él. Entonces roció una buena cantidad, y las gotas se quedaron flotando en el aire en forma de relucientes florecillas blancas. La mayor parte del público se convirtió de inmediato; el resto huyó.
Mis guías en Kerala fueron Columba Stewart e Ignatius Payyappilly, un sacerdote de Kochi cuya relación con Tomás es muy personal. Él y su madre estuvieron a punto de morir durante el parto, pero ella y su abuela rezaron fervientemente al santo y se salvaron.
Stewart es el director ejecutivo del Museo y Biblioteca de Manuscritos Hill, perteneciente a su abadía, que conserva manuscritos religiosos de todo el mundo desde 1965. Payyappilly y su pequeño grupo de colaboradores iniciaron en Kerala la labor de digitalizar y preservar miles de hojas de palma inscritas y otros manuscritos. La suya es una carrera contra un clima húmedo, que destruye los manuscritos si no se cuidan adecuadamente. Desde 2006 el equipo ha acumulado 12 terabytes de información digitalizada: un millón de imágenes de manuscritos. El documento más antiguo en su poder, una colección de leyes eclesiásticas, data de 1291. Estos documentos extraordinarios son importantes para los cristianos tomasinos, una rama de la tradición cristiana primitiva, pues los vinculan con el fundador de su fe.
En la India, Tomás es venerado como un misionero valeroso. En Occidente, representa al creyente que se debate con la incertidumbre. «La clásica imagen de Tomás es la del hombre que duda –dice Stewart–. Eso es un poco inexacto, porque no fue tanto que dudara de la resurrección, como que necesitaba un encuentro personal con Jesús para que la resurrección fuera real. Por lo tanto, podemos considerarlo más bien pragmático, o una persona con inclinaciones forenses. Era tan experimental que necesitó tocar las heridas de las manos y del costado de Cristo. Y esa experiencia le dio la motivación que necesitaba para hacer cosas asombrosas.»
El momento de incredulidad de Tomás ha resultado ser un arma de doble filo en la historia del pensamiento cristiano. Por un lado, algunos teólogos se apresuran a señalar que su duda es una respuesta humana lógica, pues refleja la incertidumbre, si no el profundo escepticismo, que sienten millones de personas en materias metafísicas. ¿Cómo podemos saber? Para algunos, el hecho de que Tomás cuestionara a Cristo resucitado, le tocara las heridas, y solo entonces creyera, fortalece su fe posterior. Por otro lado, el hecho de ser el único de los apóstoles que se debate con su propia duda es considerado por otros como un fracaso espiritual, como la necesidad de saber algo que simplemente no se puede conocer de forma empírica, pues en eso precisamente consiste la fe. En el Evangelio según san Juan, 20:29, el mismo Jesús lo reprende, diciéndole: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído».
A pesar de su escepticismo, Tomás continúa siendo el vínculo directo entre sus conversos de Kerala y la historia cristiana fundacional en las costas del Mediterráneo, en la otra punta del mundo conocido del siglo I. A diferencia de los posteriores grupos cristianos de Asia, que fueron convertidos por misioneros, los cristianos tomasinos creen que su iglesia fue fundada por uno de los seguidores más próximos de Cristo, y ese aspecto es fundamental para su identidad espiritual. «Son una iglesia apostólica –dice Stewart–, y ese es el mejor sello de legitimación posible para un grupo cristiano.»
El alma de Venecia
Marcos, el evangelista, está asociado de manera indeleble con el orgullo de una ciudad. Ninguna figura histórica tiene un vínculo más claro con Venecia que su santo patrono. La plaza que lleva su nombre está en el corazón de Venecia, y su basílica es el centro de su antigua fe. El símbolo de Marcos, el león alado con una pata sobre el Evangelio abierto, es tan omnipresente en Venecia como las góndolas. A partir del siglo IX, «Viva San Marco!» fue el grito de guerra de los venecianos, y las leyendas del santo se entrelazan con la historia más antigua de la República Veneciana. La tradición dice, sin embargo, que Marcos murió martirizado en Alejandría, en Egipto. ¿Cómo adquirió, pues, tal importancia en una ciudad-estado occidental?
En el delicado equilibrio político de la Italia del siglo IX, una joven potencia destinada a la grandeza no solo debía tener legitimidad militar, sino también divina. A Venecia no le bastaba el santo patrono de tercera categoría que tenía, san Teodoro. Necesitaba un titán entre los santos. Así nació una maniobra maestra de la política secreta, sin rival en la historia medieval. En el año 828, presumiblemente por orden del dux, dos mercaderes venecianos de nombres Bono da Malamocco y Rustico da Torcello robaron los restos de san Marcos de su tumba en Alejandría. De vuelta al barco, los ladrones guardaron los restos del santo en una cesta y los cubrieron con trozos de carne de cerdo, prohibida en el islam. Cuando los inspectores del puerto vieron el contenido de la cesta, exclamaron «¡Kanzir, kanzir!» («cerdo» en árabe) y ordenaron a los mercaderes que siguieran su camino. Cuenta la leyenda que en el viaje de regreso se levantó una gran tempestad cerca de las costas de Grecia, pero san Marcos, cuyos restos estaban amarrados al palo mayor, aquietó la tormenta y salvó la nave. Aunque embellecido por la leyenda, el osado robo de las reliquias del evangelista dio a la joven república un estatus espiritual comparable, en la cristiandad del mundo latino, a la que tenía Roma con san Pedro. Ese extraordinario golpe de efecto puso en marcha una serie de victorias que hicieron de Venecia una superpotencia.
Desde los primeros días de la República, «san Marcos fue la bandera de Venecia», me dijo Gherardo Ortalli, medievalista de la Universidad de Venecia y uno de los principales expertos en la figura de san Marcos. «No creo que haya otros ejemplos de santos tan importantes desde el punto de vista político. Allí donde Venecia dejó su huella, encontramos el león de san Marcos: en Grecia, Creta, Chipre, Alejandría… En la vieja moneda de oro veneciana, el ducato, aparece san Marcos entregando al dux la bandera de Venecia.»
¿Y las reliquias del santo? ¿Son realmente suyos los restos que se conservan en el sarcófago de la basílica de San Marcos de Venecia? ¿Qué hay del cráneo de Alejandría que, según la iglesia copta, pertenece al santo? ¿Y de la reliquia, posiblemente el fragmento de un hueso, supuestamente de san Marcos, entregada por el Vaticano a Egipto en 1968 como disculpa por el robo del siglo IX? ¿Son auténticas algunas de esas reliquias, incluido el diminuto trozo de hueso de la iglesia de Kerala atribuido a santo Tomás?
«No importa si los huesos eran auténticos o no –dijo Ortalli–, porque en la Edad Media la mentalidad era muy diferente. Podía haber 50 dedos de un santo. Eso no era un problema.»
Pero para los científicos, para los no creyentes, para muchos creyentes y quizá para el escéptico santo Tomás, 50 dedos de un mismo santo son un problema. Incluso la Iglesia católica acude a los expertos para analizar, datar y conservar las reliquias que tiene en su poder. Residente en Génova, Ezio Fulcheri, patólogo y católico devoto, ha estudiado y preservado los restos de muchos santos, entre ellos los de Juan de la Cruz y Clara de Asís. «Cuando hallamos una reliquia que no es auténtica, lo reconocemos –me dijo Fulcheri–. La Iglesia no quiere que se veneren reliquias falsas.» ¿Pero qué pasa con las reliquias de san Marcos que aún no han sido analizadas? Estudiosos, científicos y miembros del clero católico han pedido, sin éxito, que se sometieran a análisis científicos los restos del sarcófago de san Marcos. Es evidente que la Iglesia tiene muy poco que ganar y mucho que perder con el análisis de unos huesos de tal importancia.
Giorgio Filippi, un arqueólogo contratado por el Vaticano, me dijo que se había opuesto al análisis y datación de las reliquias de san Pablo en Roma, anunciados por el Papa en 2009. «Si el sarcófago hubiera estado vacío o si hubiéramos encontrado dos hombres o una mujer, ¿cuál habría sido la hipótesis? ¿Para qué hay que abrir la tumba de san Pablo? Yo no quise estar presente durante esa operación.» La investigación subsiguiente permitió recuperar, a través de un orificio de un dedo de anchura perforado en el sarcófago, un fragmento óseo del tamaño de una lenteja, granos de incienso rojo, un trozo de tela morada con lentejuelas doradas, y jirones de otra tela azul. Análisis de laboratorio independientes de la Iglesia revelaron que las piezas databan del siglo I o II. La datación del siglo I significa que los huesos podrían ser de san Pablo. Mientras la ciencia no avance hasta el punto de poder revelar detalles más precisos, como que se trataba de un hombre calvo, de baja estatura y procedente de Tarso (el supuesto lugar de nacimiento de Pablo, en la costa de Turquía), es poco probable que podamos acercarnos mucho más a la verdad.Huesos aparte, pregunté a Ortalli si los venecianos rezan a san Marcos, su santo patrono.
«Es mejor rezarle a la Virgen o a Jesús –me respondió–. San Marcos es más complicado. Fuera de la basílica, es difícil encontrar un lugar donde ponerle una vela. Su figura es muy importante y tiene un enorme simbolismo, pero la gente no le pone velas.» En la Iglesia católica y en la ortodoxa es habitual que los fieles enciendan cirios y los coloquen delante de las imágenes de su devoción para acompañar sus oraciones a los santos. «Como veneciano –prosiguió Ortalli–, san Marcos es parte de mi identidad. Es algo que llevamos en los huesos: tenemos dos pies, y también tenemos a san Marcos. Venecia fue construida con un alma, en cuyo centro se encuentra san Marcos.»
Cuando la República de Venecia finalmente se disolvió, vencida por Napoleón Bonaparte, el grito de dolor y rebeldía que resonó por las calles no fue «Viva la libertà» ni «Viva la repubblica», sino «Viva San Marco».
La mística apasionada
Al este de Aix-en-Provence, en la pared de un vasto macizo boscoso que domina una altiplanicie, se encuentra la gruta de la Sainte-Baume.Allí, según una tradición católica, pasó los últimos 30 años de su vida María Magdalena. Desde el aparcamiento, un empinado camino por el bosque conduce hasta la gruta y el pequeño monasterio adyacente. El día que visité la cueva, una mañana despejada de junio, el interior estaba mucho más fresco que el exterior. Un altar de piedra resplandecía a la luz de las velas en el centro de la gruta, y en las esquinas, irregulares, había estatuas de María Magdalena. Dos reliquias de la santa, un mechón de pelo y el supuesto extremo de una tibia, estaban expuestas en un relicario dorado.
Cuando posteriormente hablé con Candida Moss, profesora de Nuevo Testamento y orígenes del cristianismo en la Universidad de Notre Dame, en Indiana, y particularmente interesada en los protomártires, le pregunté si se han hecho estudios psicológicos sobre las reliquias para saber cuál es la razón de que supuestos huesos de santos sean para los creyentes símbolos tan poderosos. «Se han estudiado como parte del proceso de duelo por la muerte de alguien –dijo–. Cuando murió mi madre, nos preguntaron si queríamos conservar un mechón de su pelo, y todos aceptamos. Por eso creo que cualquiera que alguna vez haya llorado a alguien comprenderá el porqué de ese interés por los objetos asociados con el ser querido. Y todavía más en las pequeñas comunidades cristianas.»
Me senté durante la misa en uno de los últimos bancos de la gruta de la Sainte-Baume, junto a un puñado de peregrinos y un nutrido grupo de escolares franceses que se cruzaban de brazos para resistir el frío. Después, los sacerdotes Thomas Michelet y François Le Hégaret dirigieron la oración de vísperas. Cerca de mí estaba Angela Rinaldi, una antigua peregrina y residente en la zona desde 2001. Llegó al lugar por primera vez en compañía del que entonces era su pareja, un moderno chamán atraído por la reputación que la Sainte-Baume tenía entre los practicantes del culto New Age. Según la tradición local, la cueva fue antaño un santuario donde se practicaban ritos paganos de la fertilidad, y todavía es un centro de peregrinaje para las personas interesadas en la espiritualidad femenina. Al final, Rinaldi abandonó sus creencias en la New Age y regresó a la fe católica de su infancia, y la peregrina se quedó para ayudar en la pequeña librería del monasterio.
Le pregunté si su percepción de María Magdalena había cambiado durante su estancia en la Sainte-Baume. «Al principio me comparaba mucho con ella –dijo–. Antes mi vida era una búsqueda constante de algo diferente, de otra cosa. Búsqueda de un amor más grande, no solo del amor de otra persona sino de un amor que únicamente puede proceder, creo, de una dimensión espiritual.»
Y prosiguió: «Hay una especie de fuerza en todas partes en este bosque, no solo en la cueva. No tiene nada que ver con la representación que los Evangelios hacen de María Magdalena. Es como una energía que te levanta». Hizo una pausa. «No sé cómo explicarlo –dijo, riendo–. El silencio de la cueva está lleno de vida.»
La gruta está al cuidado de la orden de los dominicos desde 1295. Ese día yo había comido con Michelet y Le Hégaret en el antiguo refectorio del monasterio, de una sencillez bellísima. A través de sus ventanas de vidrios emplomados, desde la altitud a la que está el monasterio sobre la pared rocosa del macizo, podían verse intermitentemente kilómetros de bosque y llanura cuando las pausas de la niebla lo permitían.
«Después de la Virgen María –dijo el padre Michelet–, María Magdalena es la mujer más importante del Nuevo Testamento. Y sin embargo los cristianos hablamos muy poco de ella. Es una pena, porque muchos se pueden sentir identificados con esta mujer, que fue una pecadora pero fue elegida por Cristo como primer testigo de su resurrección. No eligió a un apóstol, ni a la Virgen, sino a María Magdalena. ¿Por qué? Quizá porque fue la primera en pedir perdón. Todavía no había llegado la hora de Pedro –dijo, refiriéndose al ascenso de Pedro como obrador de milagros y fundador de la Iglesia católica–. Era la hora de María Magdalena.»
La importancia de ese momento en el Nuevo Testamento, cuando María Magdalena fue testigo de Cristo resucitado, ha sido debatida durante siglos. En el Evangelio según san Juan (Juan 20:1-18) se cuenta que tres días después de la muerte de Cristo, María Magdalena entró en el sepulcro «cuando todavía estaba oscuro» y vio que la piedra que lo cubría había sido «quitada del sepulcro». Entonces corrió a buscar a los discípulos, que fueron con ella y vieron que la tumba estaba vacía. «Los discípulos, entonces, volvieron a casa. Estaba María junto al sepulcro fuera llorando.» Se quedó, como se había quedado al pie de la cruz. Cuando volvió a mirar al interior de la tumba, vio dos ángeles en el lugar donde antes yacía el cuerpo de Cristo. «Mujer, ¿por qué lloras?», le preguntaron. Ella les respondió: «Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto». Entonces, cuenta el Evangelio, se le apareció Cristo resucitado.
Su tenacidad debió serle de gran ayuda, si es verdad que pasó treinta años en esa cueva fría y húmeda de la Provenza. «Esto se conoce como un lugar de penitencia –dijo Le Hégaret–. En invierno es austero. Poca gente sube hasta la cueva. El camino se hiela durante semanas. Los monjes de la Provenza dicen que en la Sainte-Baume o te vuelves loco o te vuelves santo.» Con Christian Vacquié, el cuidador del bosque del macizo de la Sainte-Baume, visité una cueva más pequeña que contenía restos de neandertales de 150.000 años de antigüedad. Desde fuera, esta cueva y otras cercanas tienen una forma que recuerda el órgano reproductor femenino, lo que ha hecho pensar que en épocas prehistóricas eran centros del culto a la fertilidad.
Protegido por el Estado y apreciado por su rica biodiversidad, este bosque singular ha sido considerado desde hace mucho tiempo como un lugar sagrado. «Una vez, uno de los sacerdotes de la gruta me dijo que él era el mayordomo de María Magdalena, y yo, su jardinero», me contó Vacquié con una sonrisa. Las creencias populares siguen vinculando el bosque y las cuevas a la fecundidad, y las mujeres acuden desde hace milenios a rezar para tener hijos. Incluso hoy, algunas mujeres se frotan el vientre contra las estatuas de María Magdalena mientras rezan. Estas prácticas no son del agrado de la Iglesia, según me contó Le Hégaret, pero es difícil erradicarlas. Sobre las paredes de la gruta hay notas y placas que expresan agradecimiento en muchos idiomas. «Gracias, santa María Magdalena, por sanar a mi hija», leo en una de ellas, escrita en francés y fechada en octubre de 1860. Otra dice simplemente: «Merci pour Marion».
Los dominicos regentan un albergue en la llanura, al pie del macizo: la Hôtellerie de la Sainte-Baume, que acoge a peregrinos, estudiantes, investigadores y otros viajeros. Allí hablé con Marie-Ollivier Guillou, novicio dominico y ex marino, que sirvió cuatro años como sacerdote en diversos submarinos franceses antes de ser transferido a este lugar de la Provenza hace dos años. «Para mí, María Magdalena es la santa del amor –afirmó–. Fue una mujer muy valiente. Estuvo entre los pocos que se quedaron durante la crucifixión. Casi todos los demás huyeron para salvarse, pero María Magdalena se quedó al pie de la cruz, dispuesta a morir por Cristo. En este sentido es el modelo de la vida religiosa.»
Hacia el final de mi estancia en la Sainte-Baume volví a la gruta y subí la corta escalera que conduce al lecho de piedra donde la leyenda dice que durmió María Magdalena; es el único lugar de la cueva que se mantiene seco. El último de los visitantes ya se había ido, y la niebla entraba por la puerta abierta. De pie en la penumbra, estiré una mano a través de la reja y la apoyé en la piedra. La gruta estaba sumida en un silencio absoluto, salvo por el ocasional goteo de la fuente, el mismo manantial de agua fresca del que quizá bebió la santa.
Cuando le sugerí a Thomas Michelet que tal vez María Magdalena nunca había venido a la Provenza, él me contestó sin alterarse: «Hubo un sacerdote que vivió en esta cueva durante decenios. Decía que aunque era imposible saber si María Magdalena realmente vivió aquí en el siglo I, esa certidumbre era poco importante, porque ella está aquí ahora».
Fotografías de Lynn Johnson