Un prisionero de Stalin revela toda la verdad sobre los campos de concentración soviéticos
El 2 de diciembre de 1944, el poeta letonio Arseni Formakov recibió una visita inesperada en la fábrica de agujas del Campo de Trabajo de Kraslag (Kansk), en algún lugar de la región de Krasnoyarsk en Siberia. “A ver cómo bailas”, le animó el visitante, otro preso que trabajaba como director del departamento contable del campo, antes de entregarle una carta. El sello postal era de Riga, y cuando abrió el sobre, Formakov reconoció rápidamente la letra de su mujer. Efectivamente, bailó: se echó a llorar al instante porque era la primera señal que recibía de su esposa en más de tres años y medio, durante los cuales esta había vivido en territorio ocupado por el ejército alemán.
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Formakov, sospechoso a los ojos del régimen estalinista, había pasado la primera mitad de la década realizando trabajos forzados en el campo de Krasnoyarsk. Fue liberado tres años después, en 1947, gracias a su buen comportamiento. Pero la tortura no terminaría ahí, y fue condenado a realizar trabajos forzados otra vez en 1949. No volvería a recuperar la libertad hasta 1955, cuando por fin volvió a reunirse con su familia en Riga. Sus hijos, por aquel entonces, eran ya adolescentes. Cuando fue internado por primera vez, acababan de nacer. El escritor murió en 1983.
Empiezas a pensar: ojalá me rompa una pierna. Me caería y el madero me aplastaría. No más sufrimiento, ¡todo acabaría!
Este mismo año, la historiadora de la Universidad de Oklahoma Emily Johnsonha publicado ‘Gulag Letters’ (Yale University press), una recopilación de la correspondencia que Formakov mantuvo con su familia durante el cautiverio, y que supone un valioso testimonio de la vida en los campos de trabajo soviéticos durante los años cuarenta y cincuenta. Como recuerda en un artículo publicado en ‘The Conversation‘, el mero hecho de que prefiera pasar por alto los horrores que allí se producían era síntoma del miedo que sentía a las posibles represalias, pero también una forma de no preocupar a su familia.
Es decir, no hay ni una descripción de las brutales palizas que los presos solían recibir de los guardas, o de la vida en los bloques de confinamiento; tampoco de la violencia ejercida por los presos más fuertes hacia los más débiles. Johnson recuerda, no obstante, que a diferencia de lo que han reflejado los relatos más célebres sobre los campos de concentración soviéticos, con ‘Archipiélago Gulag’ de Aleksandr Solzhenistyn a la cabeza, los prisioneros no estaban tan aislados del resto de la sociedad como se pensaba. De ahí que se le permitiese mantener correspondencia con su familia, dando lugar a un gran número de cartas que fueron encontradas en un archivo por la historiadora en 2011.
Dos décadas de trabajos forzados
Formakov fue un detractor del régimen soviético desde sus albores, en los años 20, y firmó textos contra el mismo a lo largo de dos décadas. Los primeros campos de trabajo se abrieron entonces, pero su administración era mucho más local –a veces organizado por la policía secreta, a veces por los jueces locales– y, por lo tanto, las diferencias entre unos y otros eran sustanciales. Como escribe Johnson en su libro, “el trabajo, tanto el que tuvo lugar durante el caos de la Guerra Civil (1918-1922) como en el difícil período de reconstrucción de la Nueva Política Económica (1921-1928), se entendía sobre todo como una manera de reformar a los prisioneros o de reducir los gastos que suponían los campos más que como una aportación sustancial a la economía nacional”.
El estallido de la confrontación con Alemania fue letal para los prisioneros, especialmente de los campos de alta seguridad
Fue a finales de los años 20 cuando se comenzó a diseñar el sistema de trabajo forzado masivo: las razones eran tanto económicas, para conseguir mano de obra como motor de los planes quinquenales de la URSS, como políticas, que mediante la GULAG (Glanoe Upravlenie Lagerei, Administración Principal de Campos de Trabajo) permitió centralizar el sistema y que los prisioneros jugasen un papel más importante en la minería de oro, uranio o amianto. En ese contexto, Formakov fue internado en los campos en junio de 1941, después de pasar casi un año en la cárcel de Daugavpils (la segunda ciudad más grande de Letonia), antes de la llegada del ejército nazi capitaneado por el general Erich von Manstein. No estaba solo: era uno más entre los 2,9 millones de prisioneros repartidos en la vasta red de prisiones soviética.
No hubo peor momento para entrar en el gulag, ya que las exigencias económicas de la guerra provocaron que sus condiciones de vida fuesen cada vez peores, especialmente en los de alta seguridad. Según los datos soviéticos, uno de cada cuatro presos murió en 1942, y uno de cada cinco en 1943. El resto tuvieron que enfrentarse a mayores exigencias laborales, como explica el propio Formakov en una de las cartas de enero de 1946: “Ahora que todo ha terminado, he de decir que los últimos cuatro meses (desde agosto hasta el día que me lesioné) han sido muy duros para mí físicamente”, escribe.
Krasnoyarsk sigue siendo una importante región maderera. (Reuters/Ilya Naymushin)
“A veces tienes que arrastrarte por el camino hasta el vagón con un madero sobre tus hombros, en concreto uno que es pesado, está húmedo y hecho de alerce (como si fuese roble)”, explica sobre su trabajo como bestia de carga. “Estás bañado en sudor, tu corazón late como si estuviese a punto de saltar de tu pecho, respiras tan fuerte que empiezas a jadear como un caballo recalentado, y empiezas a pensar: que se me rompa una pierna. Me caería y el madero me aplastaría, y eso sería el fin. No más sufrimiento, ¡todo acabaría para siempre!” Kraslag fue abierto en 1938, albergaba unos 15.000 presos (hombres y mujeres) y se dedicaba sobre todo a recoger madera. Pero no era, ni de lejos, de los peores de la Unión Soviética.
El absurdo de la propaganda
Según los datos proporcionados por la historiadora, los datos de fallecimientos del campo se encontraban muy por debajo de la media del país: entre un 7 y un 8% en los peores años. Mucho peor lo tenían los campos que no abastecían a la industria o al ejército y que, por lo tanto, tenían un menor interés económico. El entretenimiento era parte esencial de su día a día, a través de la Sección de Cultura-Educacional que organizaba obras de teatro o proyecciones de películas. Formakov recuerda haber visto la comida musical hollywoodiense ‘Tú serás mi marido’, con Glenn Miller, que al parecer había sido un gran éxito en Moscú.
Tienes que hacer de maestro de ceremonias, soltar algún comentario ingenioso, y entonces vas al camerino y solo quieres gritar…
En algunas ocasiones, eran los propios presos los que debían protagonizar las funciones, mostrando obligatoriamente la mejor de sus sonrisas. Lo vuelve a explicar Fornakov: “Celebramos un concierto el día 8 para conmemorar el Día Internacional de la Mujer”, escribía a su esposa en marzo de 1946. “Tienes que hacer de maestro de ceremonias, soltar algún comentario ingenioso, y entonces vas al camerino, liberas tu alma y solamente quieres gritar… Por eso, nunca me dejo ir; mi alma está siempre encorsetada”. En sus ratos libres, Forkanov escribía relatos para sus hijos, Dima y Zhenia, o decoraba las cartas con plantas que había recogido del bosque.
La historia de Fornakov ilustra, ante todo, qué ocurrió con los prisioneros letones como el propio escritor, pero también con los lituanos y los estonios. Es decir, los países bálticos que fueron anexionados por la Unión Soviética durante los primeros compases de la Segunda Guerra Mundial, antes de volver a caer en manos alemanas, y que fueron purgados por el estalinismo durante los primeros años de la contienda. La principal conclusión para Johnson es que, al contrario de lo que se pensaba, la comunicación entre prisioneros y sus familias era relativamente frecuente, y que en ocasiones llegaban a filtrarse rumores políticos, una tesis en sintonía con la de los investigadores Wilson Bell y Golfo Alexopolous.
La historia de Formakov, aunque se trate de un testigo privilegiado de lo ocurrido en los campos, es excepcional. Como recuerda la historiadora letona Irene Sneidere, citada por la propia Johnson, alrededor del 75% de los prisioneros letonios deportados en los mismos días que el poeta murieron. La represión en los países bálticos fue puesta en marcha a través de la orden número 001223, llamada “Sobre el procedimiento para llevar a cabo la deportación de elementos antisoviéticos de Lituania, Letonia y Estonia”. En su primer año, alrededor de 125.000 personas fueron eliminadas; casi 60.000 en Estonia, casi 35.000 en Letonia y unas 30.500 en Lituania. Entre ellas, antiguos jefes de Estado, ministros y presidentes.