21 noviembre, 2024

Una historia sobre una de las grandes gestas españolas no ejecutada a su debido tiempo.

Los protestantes pataleaban y protestaban a base de bien. Esa intransigencia costó a España y a la cristiandad durante siglos un precio muy alto en vidas humanas

La batalla entre la armada española y la flota inglesa en agosto de 1588.

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En el camarote de oficiales, a popa, dos marinos con tablas sobradas y destetados en el mar discutían vehementemente sobre la decisión a tomar. Tenían todavia tres horas de pleamar y un día generoso en luz para consumar lo que habría podido ser la más dura derrota de la marina británica en siglos. La conversación era en euskera y estaba muy subida de tono. En ese momento, entró el comandante de la operación, el Duque de Medina Sidonia, a mediar y, con la decisión última tomada, impuso los galones. Los dos vascos se llevaron las manos a la cabeza; se llamaban Rekalde y Oquendo.

Pero el tema venía de lejos. Felipe II en un arrebato de optimismo parecía una ola eufórica a punto de orillar en el mismísimo Támesis a la vera del parlamento inglés, para convertirse en el speaker de moda. Hombre adusto y pulcro, creyente hasta la empuñadura, defensor convencido de una religión poco dada a la autocrítica y la revisión; en la creencia de que obraba de la mejor manera en base a su credo, un buen día de 1586 rompió una lanza en pos de aporrear a los ingleses de manera inmisericorde, pues se estaban poniendo un poco farrucos.


Una potencia emergente, Inglaterra, y otra consolidada, España, lidiarían una guerra de trescientos años de duración


Los ingleses, claro, estaban encantados: les iban a visitar a domicilio y esperaban bien organizados. Dos años se llevaba rumoreando que los Reinos Hispánicos querían leerles la cartilla a los insulares y la flota reunida a tal efecto se estaba quedando apolillada. En tierra, los anglos obviamente se habían armado hasta los dientes y eso no era un buen presagio.

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De todos es sabido lo que le ocurrió a la que fuera probablemente la mayor flota jamás armada hasta Normandía.

Las cosas se van a torcer

Los protestantes pataleaban y protestaban a base de bien y con razón. No solo tenían que pagar impuestos por comulgar con ruedas de molino, sino que se les negaba el poder discrepar sobre las zonas erróneas de lo teológico, ni en los detalles más accesorios. Esa intransigencia costó a España y a la cristiandad durante siglos un precio muy alto en vidas humanas, con unas repercusiones económicas desastrosas. Una potencia emergente, Inglaterra, y otra consolidada, España, lidiarían una guerra de trescientos años de duración con ligeros paréntesis de paz que los insulares aprovecharían para desplegar todo su poder corsario y rapiñar a lo grande.

Álvaro de Bazán.
Álvaro de Bazán.

Todo se desenfocó cuando la cuestionable ejemplaridad del Vaticano, salpicada por múltiples escándalos, se quiso imponer a sangre y fuego contra unos pensantes que discrepaban sobre algunos agujeros negros en medio del «corpus» doctrinal de los que se hacían llamar herederos de Cristo: uno de los grandes profetas de la historia de la humanidad, de indudable visión, pero con poca audiencia cualificada.

La historia de la religión católica tiene eso: o estás en una escabechina permanente o dorándote en la parrilla.

Felipe II, además de un buen hombre convencido de sus equivocaciones, era un rey emperador con unos dominios tan vastos que eran inconcebibles, no ya para la comprimida mente humana media de la época, sino para los más esmerados cartógrafos. Inglaterra, aislada literal y poéticamente del continente, estaba sola ante el peligro.

Pero algo presagiaba que las cosas se iban a torcer.


En el estuario del Tajo se habían reunido 134 naves de imponente presencia que infundían sensación de grandeza y poderío


Don Álvaro de Bazán, ilustre no por aristócrata sino por su enorme capacidad como estratega, estaba en el umbral del viaje más largo. Tenía fiebres tifoideas y estaba más delgado que una figura de Giacometti; el gran tránsito estaba al caer. Todo esto sucedía en Lisboa dos años después de que el Gran Rey tomara la decisión más difícil de su vida. El 9 de febrero de un invierno atlántico muy suave y generoso para la época, uno de los más famosos marinos de la historia de España entregaría su alma a lo desconocido cubierto de compresas de laúdano para mitigar los dolores.

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En el estuario del Tajo se habían reunido 134 naves de imponente presencia que infundían sensación de grandeza y poderío. Entonces Portugal y los Reinos de España eran cofrades bien avenidos y, lo mejor, ambas coronas se habían fusionado recientemente; había buen rollito.

Pero el Cantábrico les esperaba para cobrarse su tributo con espantosas tormentas.

Todo mal

Los ingleses, en aquel tiempo, todavía no habían impulsado la fantástica marina que tanto prestigio les daría, pero ya apuntaban maneras. Para cuando los españoles consiguieron salir del atasco del Golfo de Vizcaya -las tormentas los habían centrifugado en al menos dos ocasiones-, ya se habían dado de bruces contra la ciudad sureña de Plymouth, rodeada de impresionantes acantilados. Lo cierto es que, mientras se esperaba un ataque por el Canal de la Mancha, nadie podía prever la asombrosa presencia de una flota entera aparecida desde la nada y entrando por la cocina de Inglaterra.

Alonso Pérez de Guzmán, séptimo Duque de Medina Sidonia.
Alonso Pérez de Guzmán, séptimo Duque de Medina Sidonia.

El grueso de la escuadra inglesa (un 60% de su marina de guerra) estaba en puerto con la artillería desmontada o en mantenimiento, y con la marinería erguida a duras penas. El duque de Medina-Sidonia, militar de prestigio indiscutible, había tomado a regañadientes el mando de aquella enorme flota. Las órdenes del rey eran trasladar a la tropa situada en Flandes y depositarla en las playas inglesas. A los ojos del gran duque, un militar de una pieza, eran eso, órdenes, y no se discutían.

Venerables marinos con muchas tempestades a sus espaldas, y con la sabiduría que da el mar cuando se impone a la pequeñez humana, le habían exigido que aprovechara esta ocasión única para aniquilar todo el potencial inglés y dejarlos sin futuro para los restos. Además, la aparición de la flota española coincidía con la pleamar y el viento a favor y los barcos del adversario no tenían forma técnica ni humana de maniobrar. Si a esto le añadimos el estado de inoperancia de la marinería inglesa y los excesos etílicos de la tropa, la situación les era abrumadoramente adversa.

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De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina siempre mal


Pero el comandante español decidió acatar las órdenes de su rey y la suerte de la mal llamada Armada Invencible quedó sellada a sangre y fuego. La enorme ventaja táctica de la pleamar y la situación de indefensión de la flota inglesa posibilitaron una segura derrota despreciada por este insigne militar que del mar sabía bien poco. Él ya había advertido ante el Rey que no era el candidato adecuado. Además estaba enfermo y cansado de los deberes que le demandaba la increíble expansión española en aquel tiempo.

Poniendo proa hacia Calais, tras las estelas de aquellos enormes galeones quedaba enterrada la más grande oportunidad de meter en vereda a una Inglaterra cada vez más temeraria.

Las terribles costas de Escocia e Irlanda estaban esperando para sellar de luto una de las experiencias militares más ambiciosas de la historia.
Decía el llorado poeta Jaime Gil de Biedma que… «De todas las historias de la Historia, la más triste sin duda es la de España porque termina siempre mal».

Autor: ÁLVARO VAN DEN BRULE

Origen: Historia: Una historia sobre una de las grandes gestas españolas no ejecutada a su debido tiempo. Noticias de Alma, Corazón, Vida

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