19 marzo, 2024

Vicenta González La vida en torno a una celda de Burgos «La Guerra Civil Española»

Foto: Sergio Enríquez-Nistal

por Raquel Quílez

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La memoria de la guerra ocupa un espacio esencial en la familia de Vicenta González (Jaén, 1925). Basta con charlar con ellos unos minutos para que el pasado aflore: un marido en la cárcel por comunista, varios seres queridos fusilados, torturas, necesidades… La de Vicenta es una historia que se cuenta a varias voces. Nació en La Carolina, con un padre sindicalista y un tío minero que iba al tajo con libros para adoctrinar obreros. A los seis años se mudó a Madrid y cuando se produjo el Golpe, su padre quiso enviarla de nuevo al pueblo para evitarle tormentos, pero el tío que debía cuidarla enfermó y la niña acabó en la capital, viendo avanzar la contienda.

75 años después, conserva nítidos los recuerdos de los bombardeos, de artillería y de zapatos y pan marcado con la bandera franquista que caía en sacos sobre sus cabezas. «La gente decía que estaba envenenado, pero teníamos tanta hambre…», cuenta entre risas. Ella tenía entonces 12 años y quiso apuntarse al Socorro Rojo para ayudar a los milicianos. Su padre era obrero de la metalurgia; su madre limpiaba los cuarteles republicanos. «En Madrid escaseaba todo y propusieron a mis padres que nos enviasen a Rusia a mí y a mis hermanos para estar más protegidos, pero no quisieron separarse de nosotros», dice orgullosa. Tal vez partir les hubiese evitado sufrimientos: al terminar la guerra, la represión se aferró a su familia: uno de sus tíos murió por las heridas del frente y el otro, guardia de asalto, fue fusilado en cuanto volvió al pueblo.

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En la cabeza de Vicenta bullen los recuerdos de aquellos años. Difícil olvidar a los falangistas que la paraban por la calle y la obligaban a saludar con el brazo en alto, o la vez que la detuvieron junto a su madre y les raparon la cabeza por rojas, o el momento en que conoció a su marido y se dejó llevar por sus ideas. Sebastián Castillejo era un ferviente militante del PCE. Es aquí donde él entra en juego en la historia, muy viva entre sus hijos y nietos. «Era de Fuenteovejuna, huérfano, y él y sus hermanos tuvieron que marcharse a Madrid porque les hacían la vida imposible por ser de izquierdas. Los vecinos les pegaban, no les daban trabajo… El propio alcalde, falangista, les aconsejó que se fuesen y cuando lo hicieron, se lo quitaron todo, hasta la casa», cuenta Mari, su hija. Sebastián no tenía entonces filiación política. Se hizo comunista en la clandestinidad madrileña.

Mari recuerda como si fuese ayer las discusiones entre sus padres: Vicenta le pedía que dejase la política por miedo a que lo detuviesen; Sebastián no concebía su vida sin lucha. Tampoco olvida los fusilamientos a las tres de la mañana en las tapias del cementerio del Este. El eco de los gritos de los condenados se colaba en sus sueños.

El 3 de mayo de 1961, los temores de Vicenta se cumplieron: Sebastián fue detenido. «Fue un chivatazo de un infiltrado que había en la célula del partido, una redada muy grande en la que cayeron 81 militantes de toda España», cuenta su hija. Estuvo 15 días en Gobernación, a tortura diaria, y después le enviaron a la cárcel de Carabanchel, hasta que le sometieron a un Consejo de guerra. Le cayeron siete años de penal en Burgos. Los recuerdos de Mari van haciéndose más y más fuertes. Tenía 10 años y anhelaba la llegada de tres días al año para poder ver a su padre: el de la Virgen del Carmen, el de la Merced y el de Reyes, las únicas fechas en que los hijos de los presos políticos podían visitar la cárcel.

«La primera vez que entré en una prisión fue en la de Carabanchel, que era más grande y con los presos políticos separados del resto, pero en Burgos, prácticamente todos pagaban por sus ideas; la mayoría, comunistas. Nos registraban al entrar y una vez le quitaron a mi hermano unos caramelos que quería darle a mi padre…», cuenta. Para ellos viajar a Burgos era una fiesta. «Íbamos familias de toda España y eso que la situación económica de las mujeres que quedaban solas era dramática. Allí nos quedábamos siempre en las mismas pensiones, teníamos una visita por la mañana y otra por la tarde, y el resto del día, jugábamos en la calle y los de la social [brigada político-social] nos hacían regalos para sacarnos información de nuestros padres». Mari recuerda también que Sebastián le hablaba «de la explotación de la clase trabajadora» y de cómo debían comportarse, o le contaba anécdotas de la cárcel, como que las monjas que la dirigían querían obligarles a ir a misa, pero ellos se declaraban en rebeldía. De lo que nunca hablaba era de las torturas. «Sólo una vez, cuando era ya muy mayor, confesó que le habían pegado mucho».

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Fue en esos años cuando a Vicenta, convertida en matriarca, le salió la vena rebelde. Participó en manifestaciones por la libertad de los presos, fue detenida, multada, intimidada… pero no se rindió. Incluso fue a hablar con el arzobispo de Burgos. «¡A las mujeres nos temían más que a los presos!», bromea. Pero su vida de entonces poco daba para sonrisas. La última vez que fueron a la cárcel, Mari tenía ya 13 años y le advirtieron de que era demasiado mayor para volver. No hizo falta. Su padre quedó en libertad a mediados de 1964. Y siguió militando. Y la policía siguió acechándoles. «Entraban en casa de madrugada y se le llevaban a Gobernación, donde le tenían las 72 horas de rigor. Lo hacían mucho, sobre todo los primeros de mayo o cuando venía algún dirigente extranjero», cuenta su hija. Tras superar la cárcel, él y Vicenta tuvieron otra niña. Le pusieron Dolores. Adivinen quién estaba en sus pensamientos.

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De arriba a abajo, Vicenta González junto a su hija Mari, retrato de Sebastián Castillejo, los carnés comunistas que conserva la familia y Vicenta y Sebastián en los años de guerra. | Archivo personal y Sergio Enríquez-Nistal

ORIGEN DE LA NOTICIA, www.elmundo.es

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