¿Ahorcar al emperador? Así evitó Hirohito que le ajusticiaran los aliados tras la IIGM
Douglas MacArthur se negó a convertir al japonés en un mártir y tachó su nombre de la lista de grandes personalidades niponas que los rusos insistían en procesar y ejecutar
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El Emperador era para los japoneses más que un símbolo de grandeza. Era un ‘soberano celestial’; una suerte de deidad descendida del firmamento para guiar a su pueblo. Sin embargo, ese mismo personaje que los nipones respetaban y veneraban como a un dios pasó los últimos días de la Segunda Guerra Mundial escondido en un húmedo búnker ubicado bajo su palacio. Algo similar a Hitler en la Cancillería de Berlín. Para Hirohito, espigado, de complexión débil y de gafas gruesas como el cristal, aquello supuso una bofetada de realidad que pudo ser mayor cuando los soviéticos pidieron su cabeza. Por suerte para él, el general estadounidense Douglas MacArthur le libró de la horca.
Las desventuras de Hirohito han quedado difuminadas en el tiempo. Quizá porque Estados Unidos se esforzó en mostrarle como un líder magnánimo que detuvo la Segunda Guerra Mundial en lugar de enviar a sus hombres a morir por Japón. Podría haberlo hecho, como explicó el periodista Raymond Cartier en ‘Blanco y Negro’ allá por los años setenta, pero lo evitó a pesar de que aquello demostraba al mundo que era un mero mortal. «MacArthur recordó que no habían sido las bombas atómicas, sino la sabiduría imperial lo que determinó la conquista de Japón sin una gota de sangre norteamericana. Al ordenar a sus hombres vivir, el Emperador no solo ahorró cien mil vidas estadounidenses, sino que orientó a Japón hacia un porvenir democrático», explicó el reportero.
Tensión en Japón
Cartier sabía lo que decía. Nunca fue un mero analista de esos que sustentan sus aseveraciones en las ventajas que otorga el paso del tiempo. Las conclusiones que expuso en aquel reportaje fechado el 10 de septiembre de 1971 las había forjado tras vivir la ocupación de Francia por el ejército alemán en 1940; tras participar en la Segunda Guerra Mundial como oficial de Seguridad Militar y tras ejercer como corresponsal una vez finalizado el conflicto europeo. Por si fuera poco –que no lo es– dedicó la última parte de su vida a dar forma a obras de referencia como ‘Hitler y sus generales. Secretos de la Segunda Guerra Mundial’ y una colosal historia de aquel período que llamó, de forma sencilla, ‘La Segunda Guerra Mundial’.
El reportero galo define los últimos momentos de Hirohito en aquel búnker como los de un perro acorralado que ya ha asumido su final. Si Hitler permaneció desafiante hasta el mismo momento en que paladeó la pastilla de cianuro, el Emperador estaba abatido tras el terror nuclear desatado por Estados Unidos. La del 9 de agosto de 1945 fue la jornada más triste de todas. Tras la caída de la bomba atómica sobre Nagasaki, el Consejo se reunió con el mandamás nipón en una sala ubicada tras un estrecho corredor flanqueado por paredes de tres metros de espesor. Todo estaba perdido, pero el protocolo obligaba a los presentes a vestir chaqué y pantalón rayado. Elegantes hasta el final.
«El calor es sofocante; fuera, la noche de verano iluminada por la luna idealiza los jardines imperiales, disimulando sus heridas. Pero la guerra se pega a las narices con el olor acre y fétido del Tokio calcinado», escribe Cartier. Las noticias fueron desoladoras. La Unión Soviética había declarado la guerra a Japón en un tardío intento por cabalgar junto al jamelgo vencedor y habían invadido Manchuria. «Mil quinientos bombarderos norteamericanos actúan al norte de Honshua. Una segunda bomba atómica ha caído sobre Nagasaki. Una tercera –pero el informe es falso– debe caer sobre Tokio el 12 de agosto», desvela el periodista. El Consejo se dividió. Tres de los presentes insistieron en que era necesario luchar hasta dejarse la vida. El mismo número solicitó capitular.
¿Qué podían hacer? La situación era tan tensa como desesperada. Uno por uno, los presentes explicaron sus ideas. En voz baja, como dictaba la presencia del Emperador, y con la mirada hacia el suelo. «Un mosquito ha entrado en el refugio y zumba alrededor de las cabezas, pero un gesto para cazarlo significaría una incorrección inconcebible», añade Cartier. A nivel oficial el poder lo tenía el Gobierno. La decisión que tomaran sería ratificada por Hirohito, cual monarca constitucional, pero, al no llegar a un acuerdo, decidieron que fuera su majestad quien estableciera qué hacer. «La iniciativa no tiene precedentes, invierte los papeles y echa sobre las espaldas imperiales la responsabilidad», finaliza.
¿Ahorcado?
El buen Hirohito se quedó anonadado. «Hirohito no es un héroe. Es un hombre de laboratorio, desgarbado, que se viste y habla mal, tan miope que los cristales de sus gafas parecen lupas, que le agrandan los ojos de una manera extraña. Dios teórico, no ha sido más que un monarca constitucional a lo largo de toda su vida. Pero, ¿cómo desobedecerle?», escribió el periodista. De forma torpe, el Emperador se levantó de la poltrona y sentenció que solo cabía la rendición. Los gerifaltes japoneses informaron poco después a su embajador en Suiza de que aceptaban los términos de la declaración de Postdam «en la inteligencia de que dicha declaración no debe perjudicar las prerrogativas de Su Majestad como monarca soberano».
La capitulación no fue bien recibida por una parte de los japoneses. No en vano un grupo de exaltados intentó detener la grabación del mensaje en el que Hirohito anunciaba la rendición a sus súbditos. Convencidos de que solo cabía luchar hasta el último hombre, se colaron en el búnker y tuvieron que ser detenidos por miembros del gobierno. Así lo narró el periodista galo: «La víspera había corrido la sangre en el propio recinto del palacio imperial cuando los fanáticos de la lucha a ultranza habían intentado apoderarse del lugar y puede ser que de la persona del Emperador. Este se había encerrado en su residencia, parcialmente incendiada, con la convicción de que no escaparía de ser sometido a juicio». Tuvo suerte.
Tampoco le fue mejor con los soviéticos. A pesar de haber tardado en declararse hostil a los nipones de forma oficial, Iósif Stalin anhelaba ver colgado de la horca al Emperador como escarmiento. Y no fue el único. «Los rusos exigen que se inscriba a Hirohito en cabeza de la lista de criminales de guerra. Chang Kai-Chek le reclama con títulos mas serios e Inglaterra, todavía ultrajada por el desastre de Singapur, lo pide igualmente, así como Australia y Nueva Zelanda», añade el reportero. Numerosos grupos clamaban porque se le ejecutara. Y no por ser la cabeza visible del enemigo que más había resistido a los Aliados, sino como responsable último –que no directo– de matanzas, campos de concentración y experimentación en humanos.
Humilde gesto
En esas llegó a Japón Douglas MacArthur, Comandante del Pacífico Suroeste y Comandante Supremo de las Potencias Aliadas; en medio de una tensión que amenazaba con acabar con Hirohito en la horca. El rencor era tal que algunos oficiales como Courthney Whitney, jefe del Estado Mayor, le instaba a convocar al Emperador a su presencia para exigirle sumisión: «Convóquele. Humíllele. Oblíguele a mendigar su trono o, mejor todavía, líbrese de él y de toda su horda de parásitos. La Monarquía ha terminado en Japón». Pero el militar se negó en rotundo bajo una sencilla argumentación que dejó escrita en sus memorias: «Convocar al Emperador sería ultrajarle y hacer de él un mártir a los ojos de su pueblo. Prefiero esperar que venga por su propia iniciativa al evento».
Como esperaba, el Emperador solicitó una reunión con él. Lo que no sospechaba el estadounidense es que iba a ofrecerse a cargar con la culpa. «Hirohito se ofrece a noblemente al juicio del tribunal militar diciendo que acepta la responsabilidad de todas las decisiones políticas y militares tomadas por su pueblo en el curso de la guerra», afirma el periodista. MacArthur se quedó impresionado, como escribió tras la Segunda Guerra Mundial: «Era un Emperador por su nacimiento, pero en ese instante tuve ante mí al primer gentilhombre de Japón por pleno derecho». Al general aquel gesto le llegó al corazón. Hasta tal punto, que se presentó ante el presidente Truman y afirmó que defendería a aquel hombre con un millón de soldados si alguien intentaba colgarle. Funcionó, ya que borraron su nombre de la lista de enjuiciados.
Origen: ¿Ahorcar al emperador? Así evitó Hirohito que le ajusticiaran los aliados tras la IIGM