27 abril, 2024

Así ejecutó el pueblo francés a Robespierre tras quitarle la voz a disparos

La ejecución de Robespierre, con el protagonista sentado en un carro con un pañuelo sobre la boca. ABC
La ejecución de Robespierre, con el protagonista sentado en un carro con un pañuelo sobre la boca. ABC

‘La caída de Robespierre’ (Crítica) es una crónica en tiempo real de las 24 horas más frenéticas de la Revolución francesa

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Los últimos días del Gran Terror francés estuvieron cargados de paradojas. Maximilien Robespierre y los cabecillas de la Convención fueron detenidos y ejecutados el 28 de julio de 1794 en la misma plaza donde habían sido guillotinados los Reyes Borbones por la simple, pero poderosa, razón de impedir una nueva represión en París. Frente a la misma masa humana que había jaleado las ejecuciones de sus enemigos, el verdugo arrancó a Robespierre las vendas que tapaban una horrible herida en la mandíbula, huella de su intento de suicidarse antes de dejarse coger vivo, lo que dio lugar a un grito animal de dolor que solo pudo silenciar la caída de la hoja afilada. Sin voz quedó indefenso el hombre ‘incorruptible’.

‘La caída de Robespierre’ (Crítica) es una crónica en tiempo real de las 24 horas más frenéticas de la Revolución francesa donde su autor, el historiador británico Colin Jones, narra la sorprendente derrota de un hombre que tenía tantos enemigos como partidarios enamorados de un discurso seco pero claro. «Sé que me van a atacar la derecha, la izquierda, el centro, porque todo el mundo tiene su propia visión de Robespierre y ninguno estamos de acuerdo. Lo que yo pienso es que era alguien genuinamente comprometido con la reforma social. Una persona que tendía hacia la izquierda liberal, pero que no era excesivamente izquierdista. Creía que había lugar para hacer una sociedad mejor», explica.

La historia de la revolución comenzó como un sueño de una sociedad mejor y acabó como una pesadilla muy real. El llamado periodo del Terror empezó el 17 de septiembre de 1793 cuando la Convención francesa votó a favor de las medidas para reprimir las actividades contrarrevolucionarias y se prolongó hasta la ejecución de Robespierre. En estos diez meses se vivió un auténtico genocidio en algunas regiones que afectó a hombres, mujeres y niños… Pero incluso dentro de la represión y anarquía, con algunas regiones levantadas contra la Convención y los ejércitos extranjeros lamiendo las fronteras, existió un espacio de tiempo todavía más sangriento que los historiadores han denominado como Gran Terror, inaugurado en mayo de 1794 con una serie de leyes cada cual más represiva que la anterior.

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Colin hace un retrato lleno de relieves y contradicciones de este jurista de las causas más desfavorecidas que con la Revolución francesa se colocó a la cabeza del Comité de Seguridad Pública, una institución que hacía las veces de vigilante de los insurrectos, y más tarde se puso al frente de la Convención en su periodo más sangriento. No en vano, el profesor de la Universidad de Queen Mary de Londres descarta cualquier etiqueta que le conecte con los regímenes totalitarios del siglo XX y recuerda en su obra el delgado alambre sobre el que caminó París en esos días. «La revolución empezó de una manera muy positiva y se ganó el apoyo de la mayoría de la población francesa, pero luego, a lo largo de los siguientes años, evolucionó en una guerra civil tan sangrienta como lo son todas».

El princio del final

Entre 1793 y 1794, el Gobierno revolucionario respondió de manera extrema ante «el bombardeo por todas las potencias europeas del momento a nivel militar y naval y a las revueltas de campesinos y de muchas áreas urbanas del país». El objetivo del libro es contextualizar esa violencia en un periodo donde la sangre corría alegremente jaleada por el hambre y la furia: «El nivel de violencia del periodo del terror es muy comparable, y no mucho peor, que otras guerras civiles de la misma época y, por supuesto, muy inferiores a cualquier cosa que pasara en el siglo XX a la escala del holocausto o del terror de Stalin», señala el británico, que recuerda que ese mismo momento la trata de esclavos de África, el Caribe o Norteamérica estaba provocando cifras zantescas de muertos. La época, y no solo la Revolución, eran de una crudeza terrible.

La ideología de la Revolución Francesa solo añadió más exacerbación a las inevitables tensiones del sistema político francés. «El énfasis desde el principio sobre la cuestión de la unidad de la nación se tradujo en un grado muy alto de intolerancia hacia los disidentes», apunta. Robespierre encarnó esa intolerancia desde el principio haciendo las veces de informante contra los gobiernos corruptos y luego asociado al movimiento parisino radical de los sans culottes, que presionó a los jacobinos para conseguir unas reformas cada vez más extremas. Cuando el país empezó a desmoronarse por las tensiones internas y externas, el líder jacobino se convenció de que la única salida era abrazar la guillotina.

Nueve de Termidor (1864), de Valery Jacobi, conservado en la galería Tretiakov de Moscú. ABC

Esta decisión desencadenó el periodo del terror que ni siquiera amainó cuando la guerra exterior empezó a favorecer a Francia. «En la Asamblea Nacional surgieron voces pidiendo reducir la violencia y la intimidación aún continuando con las reformas sociales, pero Robespierre estaba convencido de que la Revolución debería continuar siendo cada vez más radical y debía intensificarse la violencia indiferentemente de las victorias militares», argumenta Colin sobre el momento exacto en el que este político tan popular perdió el contacto con los parisinos e inició su propio viaje a la guillotina.

Frente al temor a que iniciara una nueva remesa de denuncias, algunos diputados comenzaron a dar gritos el 27 de julio 1794 para impedir el discurso del jacobino en la Convención. Las risas y las burlas paralizaron al rígido Robespierre, que en un rápido golpe de mano fue acusado de dictador y detenido junto con otros dos miembros del Comité de Salvación. Aunque fueron liberados de la cárcel por la comuna de París, finalmente el grupo más fiel a Robespierre fue condenado a muerte y conducido a la plaza de la Revolución (hoy plaza de la Concordia), en lo que solo fue el principio del fin: «Mi libro difiere de la mayoría de los historiadores en el sentido de su muerte no marcó el final periodo del terror. Esa violencia continuó esencialmente porque quienes derrocaron a Robespierre fueron los diputados más izquierdistas de todos. No sería hasta más tarde cuando emergió la derecha con otra vía».

No es un tema baladí que su derrota a manos de la izquierda más radical solo fuera posible cuando perdió físicamente la voz a causa de un disparo durante el golpe de Estado que unos achacan a un fallido intento de suicio y otros a un atentado. «Robespierre era visto como alguien con unos principios muy elevados, el portavoz e ideólogo del terror cuya habilidad de ganarse a la gente nacía de su oratoria. Sus enemigos entendieron que la única manera de frenarle era frenando su habla. Primero lo silenciaron en la asamblea y luego lo dispararon en la boca», narra el autor de ‘La caída de Robespierre’ (Crítica).

Las palabras del revolucionario resultaban profundamente seductoras para los franceses del periodo y, en opinión de Colin, sus discursos antes del 1792 serían también hoy en día compartidas por la mayoría de personas democráticas. Sus principios se vertebraban en torno a cuestiones tan cabales como apoyar un régimen liberal, respetar la ley y el orden, la igualdad ante la ley… Solo al cabo de los años y los cadáveres hacinados, las ideas racionales fueron sustituidas por delirios violentos a través de un «lenguaje tremendamente incómodo» para los oídos actuales. «Tenía la idea de que matar a tus enemigos era una virtud, que hay que exterminar al contrario siempre que se pueda», considera el profesor.

Lo que no era, a pesar de su conexión con el pueblo, es un político populista como iba a serlo Napoleón Bonaparte en el verdadero armagedón de la Revolución. «Es verdad que Robespierre se veía a sí mismo como una especie de representación del pueblo y afirmaba que quien estaba contra él lo estaba contra el pueblo, pero era diferente a Napoleón, una figura más cercana a lo que entendemos como populismo hoy. De hecho, era bastante reticente a fomentar o explotar su propia popularidad», precisa Colin.

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La leyenda negra contra su figura le presenta como un hombre con una concepción mesiánica de sí mismo, creador y profeta de una nueva religión que venía a sustituir a los credos tradicionales. Colin, sin embargo, matiza en su obra en qué consistió el culto a la Diosa Razón y el papel de líder de Robespierre en una religión que no pasó de performance: «Sus enemigos decían que había inventado un culto al Ser Supremo para ser su pontífice, pero, cuando lo ves desde su punto de vista, resulta obvio que él sabía que la religión era un motivo de discordia para conectar con la Francia rural y prefirió apostar por un culto donde los católicos y los deístas tuvieran cabida antes que insistir en un ataque sin más contra el cristianismo. Lo que hizo fue buscar la manera de unificar a Francia».

Origen: Así ejecutó el pueblo francés a Robespierre tras quitarle la voz a disparos

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