Así fue la Noche Triste, la única batalla que ganaron los mexicas a Hernán Cortés
La primera y única derrota del conquistador extremeño se pareció más a una retirada táctica que a una cruenta batalla entre pobladores indígenas y conquistadores europeos
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!
A veces, en el esqueleto de la memoria quedan las huellas de sucesos impactantes que son difíciles de olvidar. Cuando la Corona de Castilla comenzaba su particular proyecto para hacerse con el continente americano, todos los obstáculos iban siendo superados como los mojones de señalización a un ritmo vertiginoso. Victoria tras victoria, Hernán Cortés dejaba un rastro de triunfos sensacionales con su particular habilidad consagrada en la figura del guerrero – diplomático. Los adversarios de los terribles mexicas le seguían como si del flautista de Hamelín se tratara, pues sus habilidades en el terreno militar lo convertían en un líder carismático e indiscutible.
Puestos a pensar con la perspectiva del tiempo, Cortés hizo un auténtica guerra relámpago similar a la Blitzkrieg en los prolegómenos de II Guerra Mundial. Enormes mastines por docenas en primera línea, ballesteros y arcabuceros entremezclados entre ellos, caballería en un continente que en el que el cuadrúpedo más grande que habían visto eran los chuchos domésticos, y así, con la abrumadora superioridad de la tecnología, con una osada e impecable dirección, acompañados por el desconcertante factor sorpresa y la afortunada ‘join venture’ con sus aliados los Tlascaltecas” y puntualmente con los Totonacas y Txitximecas, se impusieron en todas las batallas antes de llegar a la maravillosa capital lacustre Technotitlan, una de las capitales del mundo en ese momento.
Pero la primera protoespaña, en aquellos pagos, no había conocido derrotas ante la ingente masa de guerreros y la meliflua práctica de su guerra florida que tenía un toque surrealista por la práctica de la misma. Los españoles de aquel entonces estaban encantados por la dedicación de aquella estrategia tan adúltera en un enfrentamiento que requería más profundidad de pensamiento que la reduccionista idea de sonarse los mocos con un Kleenex.
Hace cerca de 500 años, la naciente España pasó por las Horcas Caudinas su experiencia más amarga.
En la madrugada del 30 de junio de 1520, cuando la canícula veraniega amenazaba con abrir las puertas del infierno, el líder de la expedición peninsular enfrentaría el momento más terrible para su victorioso ejército que era una molienda de palos certificada ante el enorme ejercito Mexica. Poco más de un millar de castellanos y varios miles de indígenas tlascaltecas y una variopinta cohorte de tribus que estaban hasta la coronilla de loes Aztecas- Mexicas, sufrieron una derrota histórica en medio de un tsunami de victorias imparables.
¿Qué ocurrió?
¿Qué fue lo que ocurrió para que algo que iba como la seda se convirtiera en un desastre? Para empezar, hay que entender algo muy elemental.
En aquella enorme maraña de verdades y mentiras que los sesgos de confirmación de las partes implicadas han asumido como historia irrefutable, hay que decir que en el Méjico de aquel tiempo había una guerra civil permanente. Los Mexicas (más modernamente llamados aztecas) estaban a la greña con todo el vecindario a todas horas y sin parar. Sus atrocidades no eran tela de juicio, eran sus costumbres, y calificarlas con los baremos de hoy es un desfase en un análisis objetivo. Cada uno, cuando es una potencia militar hace lo que le da la gana.
Bernal Díaz del Castillo en sus crónicas relata de forma descarnada los acontecimientos acaecidos y su mera lectura pone los pelos de punta.
El rey mexica, Moctezuma II vivía prisionero de los peninsulares desde el mes de mayo de 1520; Cortés a la sazón se había ausentado para gestionar otro conflicto y su segundo de abordo, un excelente capitán aunque muy pendenciero –Pedro de Alvarado– montó un sarao por su cuenta contraviniendo las explicitas órdenes del extremeño y dio el pasaporte a varios centenares de nobles locales argumentando que estaban tramando algo feo. Fuera verdad o no (el escenario ciertamente estaba bastante calentito), Alvarado cometió un error que por su imprudencia, sus hombres pagarían con un alto precio.
Fuera o no justificada en el contexto de una guerra, la Matanza del Templo Mayor, abrió la veda para una carnicería de proporciones dantescas. La caza del hombre se convertiría en la mayor derrota acontecida a las tropas de Hernán Cortés suponiéndole la pérdida de más de la mitad de sus hombres y de varios miles de tropas auxiliares de los fieles Tlascaltecas.
Muerto el rey Moctezuma II a causa de una certera pedrada durante su confinamiento o arresto, el nuevo líder sería Cuitláhuac, que ordenó que a la masacre de los nobles había que responder con otra masacre mayor. Los Mexicas metieron la directa y como eran miles y miles los que se apuntaban a aquel terrorífico San Martín, se armó una melé de proporciones apocalípticas.
Los que vamos a llamar españoles o protoespañoles, no tuvieron otra que refugiarse en un conjunto de templos construidos en una minúscula península de fácil defensa pero que a su vez, era una trampa en sí misma. Y así, ante la perspectiva de una muerte segura, el asedio comenzó.
El principio del fin
Tras ocho días sitiados, el agotamiento por los incesantes ataques de los habitantes de la lacustre y maravillosa ciudad de Technotitlan; no dejaría más elección a aquellos desgraciados, que hambrientos y cansados decidieron a vida o muerte darse a la fuga como fuera. La madrugada del día 30 de junio del año del señor de 1520, sería el principio del final de aquel potente ejército que incontestable, había venido arrasando como un bulldozer todo lo que se le ponía por delante hasta ese momento.
El antiguo Tenochtitlan sobre el que tras la consolidación de su conquista se edificaría progresivamente lo que hoy es México D.F, era por aquel entonces una isla principal rodeada de una pequeña miríada de islas menores. Las salidas a tierra se hacían a través de unas calzadas soportadas en forma estructura de palafito y en ocasiones, parte de las mismas eran en las zonas menos profundas rellenadas con escombro, tierra y piedras. El resto, era una vasta red de canales de fácil control para los nativos.
A la vista de la crítica situación, Cortés ordenó construir un puente–balsa portátil de madera entrelazada de fibra de cáñamo, clavetería y todo lo que permitiera darle garantías de uso y seguridad. La elaborada construcción fue una obra de ingeniería cum laude.
Era una madrugada muy temprana del 30 de junio del año 1520, cuando sigilosamente los cerca de 1.300 españoles y sus auxiliares tlascaltecas, muchos de ellos con heridas severas, bastante diezmados y con hambre atrasada, fatigados y en medio de una enorme tensión que se palpaba, iniciaron la retirada. Entonces, se abrieron las fauces del infierno y comenzó la gran carnicería.
Un vocerío de los emboscados mexicas sorprendió a Cortés, Alvarado y los otros capitanes se verían sin posibilidades de crear respuestas tácticas de cierta calidad. Todo eran aullidos, cuerpo a cuerpo, improvisación. Los nativos llovían como si de langostas se tratara y salían de todos los rincones posibles como una auténtica horda. Según cuenta el historiador inglés Hugh Thomas en su Conquista de México, el choque arrojó pese a su inmensa asimetría de fuerzas un balance de muertos muy superior por parte de los mexicas. Españoles y tlascaltecas formaron una muralla humana con dos centenares de efectivos que se sacrificaron para dar tiempo al resto a huir. Ese fue el momento clave de la batalla entre fuerzas absolutamente desiguales. Mirar hacia atrás y ver a tus compañeros inmolarse para que el resto pudiera vivir es algo que no se puede calificar solamente como heroísmo; tiene que haber otro adjetivo más contundente.
La ira del populacho estaba desatada y se apuñalaba una y mil veces a los caídos hasta dejarlos hechos pulpa
La huida hacia Tacuba -en la orilla que estaba enfrente de la deriva de la tropa en fuga- fue infernal por el acoso de los indígenas con sus canoas. Eran una máquina de hacer picadillo. Se moría a sabiendas de que se iba a morir de forma inapelable y con la conciencia de que así iba a ser, los guerreros entraban en un trance místico donde la sangre que recorría sus castigados cuerpos era a la par que una salida honrosa a una situación irreversible, un elemento purificador a esa entrega antes del último aliento.
En aquel infierno, mientras las caracolas de los mexicas tocaban en tono grave su mensaje de muerte; gritos, alaridos por doquier, llantos y peticiones de perdón no funcionaban, la ira del populacho estaba desatada y se apuñalaba una y mil veces a los caídos hasta dejarlos hechos pulpa.
Bernal Díaz del Castillo relató de forma legendaria la matanza de la noche triste; merece leer el largo extracto de la crónica que hace alusión a este respecto. Cuando ya en la orilla de Tacuba los llegados comenzaron con la contabilidad de los caídos, el horror de las bajas se hacía inasumible.
En el imaginario popular, queda la huella de un Hernán Cortés alicaído y derrumbado ante la catástrofe aplicada por los mexicas a sus tropas. Un gran árbol de ahuehuete primorosamente guardado tras una valla metálica y una placa, alimentado con flores constantemente por el pueblo mejicano exento de rencor y como homenaje a aquella cruel batalla, rememora a los caídos de ambos bandos. Cortés era mucho más que un diez en uno, sobre todo, tenía una vena emocional que lo volvía lacrimógeno de tanto en tanto; podría ser un caudillo, pero era un caudillo humano.
Es bastante lamentable que la ignorancia haya concebido a los españoles como los generadores de un dolor muy manipulado por los intereses políticos según soplaran las encuestas. No hay que olvidar que los españoles –castellanos y extremeños en su mayoría–, si obviamos a los pilotos vascos, cántabros y gallegos, no sumaban más de un 5% del total de fuerzas que combatieron a los mexicas- aztecas en aquel tiempo.
No hay duda de que el pueblo mejicano es un pueblo hermano que ha ayudado a España en momentos críticos de su existencia, pero de ahí a decir que éramos unos invasores que trajeron todos los males del mundo, hay un abismo. La razón de la explicación está en una suma de coincidencias. Pero eso, solo lo saben los historiadores mejicanos y españoles así como los grandes hispanistas. En mi opinión, fue una guerra civil en toda regla, sin buenos ni malos, una triste guerra civil. Cortés solo aprovechó las ventajas dinámicas.
Desde estas líneas y en estas fechas tan señaladas ante una derrota sin paliativos a las tropas españolas infligidas por los ancestros mexicas, un abrazo eterno al pueblo de Méjico.
Algunos meses después vendría Otumba con un ejército resucitado que se reivindicaría a sí mismo, todo un ejercicio de estilo e imaginación con un Cortés a pleno rendimiento, una auténtica sentencia…
Origen: Así fue la Noche Triste, la única batalla que ganaron los mexicas a Hernán Cortés