Así robó y vendió Napoleón las joyas de España para financiar sus guerras
El Gran Corso pidió a su cuñado Joaquín Murat, enviado a tomar Madrid, que despachara y desmontara camino a Francia todo objeto valioso que hallara en los palacios para sufragar los gastos de la ocupación
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La Reina María Luisa de Parma vivió sus últimos años de vida exiliada en Roma junto a su marido Carlos IV, que renunció hasta tres veces a la Corona española y acabó deambulando entre Francia e Italia. En esa pequeña corte de exiliados, espías y cortesanos caídos en desgracia, la melancolía se instaló como un huésped más. No conforme con la humillación, Napoleón Bonaparte y luego Fernando VII se pasaron años reclamando a María Luisa que devolviera las joyas supuestamente robadas a España.
Se le exigía a la Reina Borbón que devolviera las «alhajas de la corona», es decir, los diamantes vinculados al Patrimonio Real que no debían haber abandonado España por pertenecer al Estado. La italiana defendería hasta su último aliento que las únicas que llevó consigo eran de su estricta propiedad y que atrás había quedado La Peregrina o El Estanque, ambas joyas obtenidas en tiempos de Felipe II y que incluso habían sobrevivido al incendio en el Alcázar de la Nochebuena de 1734.
La Peregrina es una perla de tamaño y forma inusual que fue descubierta por un esclavo africano, en Panamá, hacia 1515, y apodada con mil nombres debido a su belleza: «La sola», «La margarita»… La joya fue ofrecida décadas después al Rey Felipe II por el alguacil mayor de Panamá, Diego de Tebes, quien la había llevado a Sevilla. Según un documento de la época, pesaba 58,5 quilates y tenía forma de lágrima. Margarita de Austria, Isabel de Borbón y María Luisa de Parma posaron con ella en distintos retratos, aunque con un montaje diferente adaptado a la moda.
El Estanque es el nombre que recibía un brillante de cien quilates también obtenido por el Rey Prudente, que lo compró en Amberes por un precio de 80.000 escudos de oro a un flamenco llamado Carlo Affetato. Fue tallado en España y ofrecido a Isabel de Valois, su tercera esposa, con motivo de su boda. El orfebre leonés Juan de Arfe llegó a decir que se trataba de un diamante perfecto, labrado de tal manera que toda su área era cuadrada, con cuatro lados perfectos e iguales en ángulo recto, dando lugar a ángulos completos y enteros y a esquinas muy agudas.
La treta de Napoleón
Mientras Carlos IV guardaba silencio y Fernando VII azuzaba la acusación de ladrona contra su madre, durante años se dio por cierto que, efectivamente, María Luisa había robado las joyas, y que gracias a ellas había podido pagar ciertos lujos en Roma. Quien salió más beneficiado con esta campaña de desprestigio, aparte de Fernando, siempre gustoso de lanzar bulos contra Godoy y su madre, fue Napoleón, que aprovechó la confusión para tapar su responsabilidad en lo que fue un auténtico saqueo de España.
El Gran Corso pidió a su cuñado Joaquín Murat, enviado a tomar Madrid, que despachara y desmontara camino a Francia todo objeto valioso que hallara en los palacios para sufragar los gastos de la ocupación. El historiador Izquierdo Hernández afirma que los franceses se apropiaron solo en el Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial con brillantes y joyas por un valor estimado de cuatro millones de francos del siglo XIX. La esposa de Murat, Carolina Bonaparte (1782-1839) habría abandonado España en dirección a París con un tesoro millonario.
José I ordenó, entre sus primeras medidas, a su mayordomía mayor que hiciera entrega al ministro de Hacienda, conde de Cabarrús, de las joyas de la Corona Española para su tasación. En un inventario guardado en los Archivos Nacionales Franceses, figura una relación de todas aquellas joyas que dan un precio total de 22 millones de reales. Según este mismo documento, el propio ministro Cabarrús entregó las joyas al ayuda de Cámara de José Bonaparte, Cristóbal Chinvelli, quien las hizo llegar a Julia Clary, consorte del Rey, en París. El Estanque fue sacado del Palacio Real y enviado, con una tasación de 1.500.000 reales, hacia Francia, mientras que La Peregrina pasó directamente a manos de los Bonaparte.
Aquel expolio significó la desaparición de las joyas vinculadas y pertenecientes a la Corona española, siendo, desde aquel momento, el resto de joyas bienes exclusivos y privados las joyas que posean los Reyes de España. Algunas joyas como El Estanque, pudieron regresar a casa tras la guerra. Fernando VII se lo regaló, engastado en la empuñadura de una espada, a Francisco I de Nápoles con motivo de su matrimonio con María Cristina de Borbón, que a la postre sería su cuarta esposa.
A otras piezas se las perdió el rastro o, desde luego, se alejaron de España. Cuando el hermano de Napoleón se separó y se marchó a Estados Unidos con una amante, llevó consigo la Peregrina. Se cree que la joya terminó a su muerte en manos de Napoleón III, quien a su vez la vendió al marqués de Abercorn, cuya esposa la lució al menos una vez un baile en el Palacio de las Tullerías. Tras muchos vericuetos acabó en manos del actor Richard Burton, que la adquirió a mediados del siglo XX y se la regaló a su amada Elizabeth Taylor.
Aún hoy hay quien defiende en España que aquella perla de Taylor no es la auténtica y que, en efecto, los Borbones nunca llegaron a desprenderse de ella.
El mariscal Soult, fuera de control
Aparte del expolio de las alhajas, las tropas napoleónicas realizaron un saqueo completo del patrimonio artístico español. Tras la batalla de Vitoria, el Duque de Wellington interceptó el equipaje de José I cuando trataba de huir de España. En el coche se encontraron no solo documentos de Estado, algunas cartas de amor y un orinal de plata, sino también más de doscientas pinturas sobre lienzo, desclavadas de sus bastidores y enrolladas, junto con dibujos y grabados.
El equipaje de Bonaparte solo fue la punta del iceberg de un proceso de expolio institucional que comenzó en 1808 con el falso pretexto de reunir las obras en un museo en Madrid para su buena conservación, pero que posteriormente se convirtió en un proyecto para nutrir el Louvre en Francia. Cincuenta pinturas seleccionadas expresamente para Napoleón llegaron a París en julio de 1814 tras un viaje de más de un años. Previamente Vivant Denon había enviado ya doscientas cincuenta obras seleccionadas. Solo seis obras fueron expuestas, pues el resto se consideraron de segunda fila por los responsables del Louvre, que no creían en la existencia de una escuela española como tal.
Calcula la Fundación Carlos Ballesta López en su trabajo «El Expolio del Patrimonio Español durante la guerra de Independencia» que se sustrajeron casi 2.000 cuadros en Madrid, que sumados a los casi 1.000 de Sevilla, hacen casi 3.000 solo en las dos ciudades españolas. Entre estas obras un gran parte fueron de autores flamencos e italianos, como Rubens, Rafael, Tiziano, o Corregio, muy apreciados en Francia, pero también pintores españoles como Velázquez, Murillo, Zurbarán o Ribera.
La situación llegó a ser tan escandalosa y caótica que el 12 de septiembre de 1809, José I prohibió la extracción de metales preciosos y ordenó la confiscación de todo lo que se hubiera ocultado y, mediante otro decreto posterior, prohibió la salida de obras de arte del país. Así y todo, estas prohibiciones no afectaban a los gobernadores militares de las distintas provincias, que gozaban de un nivel total de independencia respecto a Madrid y aprovecharon el terreno virgen que era España para lucrarse con el expolio.
El mariscal Soult, general en jefe del ejército de Andalucía, se destacó como el más brillante trilero a la hora de obtener obras de arte por medio de la extorsión. Conforme extendía su poder militar ofrecía a los religiosos de los monasterios andaluces su ayuda y protección, eufemismo para que le vendieran a precios ridículos las obras de arte que más le interesaban. El mariscal mantuvo un flujo constante de envíos hacia Francia hasta casi el final de la ocupación, en 1813. Una gran parte de los cuadros eran de Murillo, un pintor que, a diferencia del resto de españoles, gozaba de cierto prestigio en el extranjero.
Origen: Así robó y vendió Napoleón las joyas de España para financiar sus guerras