Así se independizó de Portugal el emperador mujeriego cuyo corazón sigue embalsamado en formol
El 7 de septiembre de 1822, hace 200 años, las presiones políticas y económicas de las élites locales empujaron a Pedro I a emanciparse de Portugal
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La escena fue de película, y no de esas del domingo por la tarde. El 7 de septiembre de 1822, hace ahora dos siglos, un joven de cabello encrespado y bigotillo fino desenvainó su espada frente a un caudaloso río y pronunció una frase que resonó en la historia: «¡Por mi sangre, por mi honor, por mi Dios, juro promover la libertad. ¡Independencia o muerte!». El hasta entonces príncipe regente pasó así a convertirse en Pedro I, monarca y emperador de Brasil, y puso fin a un proceso de emancipación con Portugal único en el mundo. O ‘sui géneris’, como lo han denominado hasta ahora los historiadores: sin violencia, sin traumas y alejado –se afirma a veces con inquina– de los que estallaron en los territorios españoles de ultramar.
Eso nos han contado, pero la verdad es gris y va más allá de aquella estampa de cuento de hadas. Ni el río era una suerte de Nilo americano –más bien era un riachuelo–, ni la independencia fue tan pulcra. «El mayor mito es que fue una transición pacífica. Lo cierto es que se movilizaron miles de efectivos y se contabilizaron entre 3.000 y 5.000 víctimas», afirma José Manuel Santos Pérez, doctor en Historia y director del Centro de Estudios Brasileños de la Universidad de Salamanca. De la misma opinión es João Paulo G. Pimienta, también doctor y autor de ‘Y dejó de ser colonia: una independencia de Brasil’ y ‘Brasil y las independencias de Hispanoamérica’: «Fue una ruptura drástica en muchos sentidos, pero no a nivel económico y social. En estos casos fue continuista».
Ambos responden a ABC desde el otro lado del Atlántico. Normal, pues la región es sede de mil y un congresos que intentan explicar su episodio fundacional. El movimiento es similar en nuestro país vecino, donde se hace un gran esfuerzo por desvelar lo sucedido sin mitos ni tópicos. Miguel Monteiro, vicepresidente de la Academia Portuguesa da História (APH), corrobora que Portugal no guardó –ni guarda– rencor alguno hacia su antigua colonia: «Hubo resentimiento durante algunos años, pero la situación se normalizó lentamente cuando Pedro I cruzó el mar para luchar por los derechos de su hija, María da Gloria». Hasta tal punto reina la calma, que los lusos han cedido el corazón embalsamado del emperador para las celebraciones del bicentenario en el Palacio de Planalto, en Brasilia.
Vientos de cambio
A pesar de las divergencias, los tres coinciden en que la historia de la independencia arrancó al son de los tambores y los pífanos del ejército francés. En diciembre de 1807, con Napoleón Bonaparte a las puertas de la Península Ibérica, el príncipe regente João VI y su corte abandonaron Portugal y se refugiaron en Brasil, la más rica de sus colonias. «Se desplazó todo el aparato del ‘estado’, entre 10.000 y 15.000 personas», explica Santos. Ministros, altos funcionarios… Que la máxima estructura de poder se asentara en Río de Janeiro cambió, ‘de facto’, su estatus. Para Pimienta, aquello dejó ambas zonas en «una situación ambigua en la que la importancia tradicional de Portugal como centro del imperio se vio desplazada». Fue una transposición sin precedentes.
Siete años se extendió la incertidumbre, hasta que la ‘Grande Armée’ abandonó Portugal. Y ni así se calmaron las mareas. En 1815, el congreso de Viena decretó la restauración de las monarquías que Napoleón había derrocado. Poco le quedaba a João VI más que volver a su patria. Pero, para entonces, las élites luso-brasileñas ya habían interiorizado la metrópoli, comprado tierras y amasado fortunas. El resultado fue que se negaron a regresar al deprimido territorio peninsular. Según Santos, aquellas presiones, unidas a la idea de refundar el imperio desde un nuevo foco y a los incipientes movimientos independentistas, pusieron en problemas al regente. La solución fue la del juicio de Salomón: el alumbramiento del ‘Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve’.
La medida se hizo para equiparar ambos territorios y para evitar la marcha de João, ya rey tras la muerte de su maltrecha madre en 1816. «La corte decidió quedarse. Entre otras cosas, por miedo a las influencias republicanas e independentistas, pero también por intereses económicos», desvela Pimienta. El experto corrobora que aquella decisión fue el enésimo clavo en la tapa del ataúd. La equiparación política, la importancia de Brasil como locomotora económica y la negativa regia a regresar avivó las llamas de la emancipación y, a su vez, la desesperación de los monárquicos lusos afincados en la vieja Europa. La tensión se hizo palpable en agosto de 1820 y febrero de 1821 con el estallido de dos revoluciones que exigieron la vuelta del monarca a la península y su aceptación de una constitución similar a ‘la Pepa‘, la española de 1812.
Tras la revuelta de 1821, João claudicó y regresó a Portugal con parte de su corte. Aunque se sacó un ‘as’ de la manga. «Dejó al infante Pedro en Brasil como príncipe regente con la esperanza de seguir conectado con el territorio», asegura Monteiro. El vicepresidente de la APH cree que fue un movimiento político de nivel: uno que le puso por delante de Fernando VII. «En la guerra, la corte española había sido rehén de Napoleón y había perdido su flota, lo que fue muy grave para la cohesión de sus territorios americanos», sentencia. La realidad es que no le sirvió de nada. Según Santos, «cuando las nuevas cortes liberales lusas decretaron medidas recolonizadoras, y de vuelta al ‘statu quo’ anterior, las élites de Río de Janeiro y São Paulo empujaron a Pedro a proclamar la independencia».
Mitos exagerados
Y de los hechos palpables, a los mitos más exacerbados. Desde hace dos siglos, los historiadores afirman que Brasil se independizó sin disparar un fusil. Falacias. Después del Grito de Ypiranga frente a aquel riachuelo, Pedro I aplacó una serie de levantamientos en la Provincia Cisplatina, Bahía, Piauí, Maranhão y Pará. No fue hasta 1823 cuando el nuevo ejército imperial se afianzó. Pimienta invita a que nos quitemos, de una vez, la venda de los ojos y entendamos que un proceso tan complejo no podía ser monolítico: «Políticamente fue una ruptura importante porque hubo que crear nuevas instituciones y un estado. A cambio, a nivel económico y social hubo cierto continuismo por parte de las élites».
Otro de los mitos de la independencia es que la nueva entidad política que surgió de la proclamación fue un ente homogéneo y cohesionado. Santos está en contra de esta máxima: «Durante el proceso de independencia hubo varios proyectos de futuro para Brasil, incluso algunos republicanos, pero el que resultó triunfante fue el de las élites; un modelo centralista y esclavista que, durante los años posteriores, fue impuesto al resto del país por la fuerza». Este viaje se tradujo en la existencia de una violencia perenne que causó miles de muertes. «A su vez, la unidad territorial se cuestionó abiertamente hasta 1845, con movimientos regionales independentistas en cinco de las provincias que constituían el nuevo imperio», finaliza.
«Durante el proceso de independencia hubo varios proyectos de futuro para Brasil, incluso algunos republicanos, pero el que triunfó fue el de las élite»
José Manuel Santos Pérez
El propio Pedro I es un personaje mitificado. La historiadora María Pilar Queralt del Hierro, autora de ‘Reinas en la sombra. Amantes y cortesanas que cambiaron la historia’ confiesa a ABC que se ha pasado por alto su lado más oscuro: «Era culto, refinado, un gran músico y adoraba escribir. A cambio, era inquieto e inestable. Le perdió su afición a las mujeres, pues tuvo varias amantes. Además, y aunque es difícil saberlo, se cree que su esposa, María Leopoldina, falleció de un aborto espontáneo provocado por una paliza de su marido». La experta prefiere reivindicar el papel de esta primera dama. «La llaman la ‘Madre de la patria’ porque firmó la declaración de independencia en ausencia de su esposo e impulsó la creación del imperio», insiste.
El emperador tuvo además un final turbio que, en parte, quedó oculto gracias al romanticismo. Según Queralt, en 1831 abdicó después de que una revuelta pusiera en jaque su poder: «No fue querido. Tuvo muchas idas y venidas respecto de la independencia. Se desconocían sus verdaderas intenciones y su auténtica relación con su padre». Turbado, viajó a Europa y buscó apoyos para destronar a Miguel I de Portugal y alzar en el trono a su hija, María da Gloria. Lo consiguió y entró triunfante en Lisboa en 1834. Antes de su muerte, sucedida ese mismo año, pidió que le sacaran el corazón del cuerpo y que este fuese llevado a Oporto, a donde regresará tras los faustos del bicentenario. Su cuerpo fue trasladado a Brasil en 1972. Hoy, por tanto, Don Pedro continúa igual que vivió: a caballo entre dos naciones.
Origen: Así se independizó de Portugal el emperador mujeriego cuyo corazón sigue embalsamado en formol