Canibalismo en las cruzadas: la tragedia que obligó a los cristianos a comer musulmanes
En «La Primera Cruzada. Una nueva historia», el profesor de Historia medieval Thomas Asbridge se zambulle en la campaña militar que llevó a la conquista de Jerusalén
Hay algo que los largometrajes no han logrado transmitir. Al menos todavía. El hedor de los cadáveres que, ya serenos y huecos de vida, yacen inertes sobre el campo de batalla. En el siglo XI, durante la Primera Cruzada, la guerra no olía a gasoil y a pólvora. Apestaba a sudor y exudaba el calor del desierto. Eran otros tiempos. Los de luchar por una Tierra Santa alejada del cobijo del viejo continente y los de asumir penurias inimaginables en defensa del cristianismo. Y si creen que exagero, basta con recordar el hambre y la desesperación que debieron pasar los defensores de la ciudad de Maárat para verse obligados a comer carne humana.
El episodio, tan real como tristemente olvidado, es uno de los muchos que recoge el profesor de Historia medieval Thomas Asbridge en su flamante «La Primera Cruzada. Una nueva historia»
(Ático de los libros, 2021). Una obra que, a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas, se zambulle de lleno en la campaña que inauguró unas contiendas (las cruzadas) que se extendieron durante dos siglos a través de los ojos de cientos y cientos de cronistas. Fue una de las pocas que, sobre el papel, resultaron exitosas y finalizaron con la toma de Jerusalén. Aunque, en la práctica, provocó una infinidad de conflictos internos y muertes.
Primera Cruzada
La Primera Cruzada se gestó en un momento de tirantez extrema en la Iglesia. Según explica a ABC Carlos Núñez del Pino –licenciado en Historia y autor de artículos de divulgación en revistas como Descubrir la Historia, Historia Hoy o Muy Historia– su arquitecto fue Urbano II. «Accedió al trono papal en 1088, una época de enorme tensión y crisis en la institución, muy debilitada por su enfrentamiento con el Sacro Imperio Germánico. Tal era la situación, que el nuevo papa tardó seis años en poder controlar su palacio, ocupado por el Antipapa Guiberto. Urbano, francés de origen, era un auténtico animal político y tenía muy claro su objetivo: recuperar la influencia política», desvela.
La oportunidad de recuperar el poder se le presentó en el 1095, cuando el emperador bizantino Alejo Comneno solicitó ayuda para detener a un ejército selyúcida que llamaba a sus puertas ávido de tierras y riquezas. Urbano II, un verdadero mago de la política, instó entonces a los cristianos a viajar miles de kilómetros hasta Tierra Santa. «Supo instrumentalizar esta solicitud para sus intereses. En un contexto de legitimización de la corona papal utilizó la idea de Cruzada para erigirse como principal defensor de la fe. No solo podría vender la idea de la ayuda hacia los cristinos orientales en peligro, sino que dirigiría la belicosidad de los príncipes europeos hacia tierras lejanas», añade Del Pino.
Cual estrella del rock, Urbano II protagonizó decenas de bolos por tierras galas primero, y Europa entera después, en los que llamó a pobres y ricos a dejar la calidez de sus hogares, bordarse la cruz –símbolo de aquel movimiento militar– y defender el cristianismo. Y vaya que le salió bien. «Durante el verano de ese año, Urbano realizó una gira por Francia para visitar Cluny, donde había sido prior, y a los grandes nobles. El objetivo era conseguir el apoyo de la élite del reino antes de lanzar su idea en Clermont. Estaba todo calculado para evitar cualquier error». Su máxima, convertida a la postre en una suerte de lema de la Primera Cruzada, resonó en palacios y en las casas más humildes: «Deus vult» («Dios lo quiere»).
Lo que el altísimo no anhelaba, con total seguridad, eran las diferencias internas que brotaron en el seno de los ejércitos arribados a Tierra Santa. La enfermedad fue la llegada de demasiados líderes militares, y no había un remedio claro para ella. Lo único que ayudó a paliarla fueron las victorias contra los musulmanes, el sueño por hacerse con la ciudad prometida –Jerusalén– y la conquista de enclaves determinantes como Antioquía (tomada en el verano del 1098). Y, a veces, ni eso. Así lo confirma Asbridge en su obra, donde especifica que fue precisamente en esta urbe donde tres personajes de calado dieron un paso al frente para alzarse, de una vez, como líderes de la Primera Cruzada: Bohemundo de Tarento, Godofredo de Bouillón y Raimundo de Tolosa.
Triste preludio
Bohemundo, príncipe de Tarento, era la opción más lógica. Veterano, había demostrado en un millar de ocasiones su valía en combate. No en vano recibió en junio el cargo temporal de comandante de la Cruzada. Sin embargo, era de mentalidad cautelosa y no abogaba por avanzar hacia Jerusalén hasta que las posesiones ya conquistadas estuvieran bien defendidas. Su némesis fue Raimundo de Tolosa, convencido de que la conquista de la Ciudad Santa era clave para la moral de las tropas y portador de una reliquia capaz de unir a toda la cristiandad: la lanza con la que –de forma presunta– habían atravesado a Cristo en la Cruz. Ambos protagonizaron una serie de tiranteces para hacerse, poco a poco, con más poder que su contrario.
Desde luego no fue sencilla la conciliación. Tras la conquista de Antioquía, cada uno de los contendientes se obcecó en hacerse con más territorio que su par para postularse como líder de la cruzada. En medio de aquel clima enrarecido, y allá por finales de noviembre del 1098, Raimundo puso sus ojos en Maárat an Numán, uno de los asentamientos más destacados del oeste de Siria tanto a nivel estratégico como económico. Sus huestes arribaron a las puertas de la pequeña fortaleza el 28 y, apenas unas jornadas después, hicieron lo propio las de Raimundo, obsesionado por participar en la conquista y que no le adelantaran un movimiento en su particular partida de ajedrez. La urbe, definida por los cronistas como «rica y muy poblada», se enfrentó así a los cristianos.
El largo asedio, cuyos pormenores darían para un artículo igual de extenso, puso de manifiesto lo precarias que eran las líneas de abastecimiento de los cristianos. El camino directo con Antioquía no tardó en verse bloqueado de forma intermitente y las tropas de Bohemundo y Raimundo sufrieron en su piel la escasez de vituallas y agua. Así lo corrobora Asbridge al señalar, en su nueva obra, que «los mismos cruzados se quedaron rápido sin provisiones» y que se vieron obligados a acortar los tiempos que barajaban en principio para evitar un descalabro aún mayor. «Con el invierno cerca de alcanzar su punto álgido, las líneas de abastecimiento pronto empezaron a mostrar señales de tensión. Al cabo de una semana, el suministro se redujo».
Raimundo de Aguilers, testigo de los hechos, hizo referencia a la preocupante escasez de alimentos:
«Me apena informar que en la hambruna resultante era posible ver a más de diez mil hombres dispersos por el campo como ganado, rascando y rebuscando con el propósito de encontrar algún grano de trigo o de cebada, una judía o cualquier hortaliza».
La escasez de alimentos trajo consigo una disminución radical de la disciplina y, con el paso de las jornadas, hasta el monje Pedro Bartolomé –mano derecha de Raimundo– cargó contra el ejército cruzado por perpetrar faltas como «el asesinato, el saqueo, el robo y el adulterio». Todos ellos, pecados que obligó a purgar con la ofrenda de oraciones, el pago de limosnas y muchos «preparativos espirituales» más. Por suerte para los líderes, la fortaleza de Maárat an Numán cayó a mediados de diciembre tras lanzar contra ella desde una gigantesca torre de asedio hasta, en palabras de los cronistas de la época, «piedras, proyectiles de fuego, colmenas de abejas, cal y fuego».
Canibalismo
Aquella hambruna fue un triste preludio de lo que todavía estaba por llegar. Tras unas navidades en total inactividad, Asbridge afirma que la escasez volvió a tomar la ciudad de Maárat. «La mayoría de ellos, desde los caballeros hasta los campesinos más pobres, estaban cada vez más descontentos. Una vez agotado el exiguo botín obtenido durante el saqueo de la ciudad, el hambre volvió a amenazarlos». Pronto se extendió a toda velocidad entre la hueste la idea de que la única forma de sobrevivir era marchar hacia la ansiada Jerusalén. La rebelión se palpaba en el ambiente y ninguno de los dos líderes estaba exento de ella. Pero a uno y al otro, al otro y al uno, les resultó imposible aparcar sus diferencias en favor de un objetivo común.
Sus problemas internos terminaron por condenar Maárat. Para empezar, ambos abandonaron la ciudad a su suerte tras reiniciar sus disputas por el control de Antioquía, mucho más determinante. Si las líneas de aprovisionamiento eran ya débiles, aquello les dio la puntilla. La ciudad quedó desprovista de vituallas y, en breve, se inició una hambruna. La mayor de todas las vividas hasta entonces. «Las líneas de abastecimiento que sostenían a los soldados eran tenues, pero, con la llegada del nuevo año, colapsaron. Los pobres, que ya habían padecido hambre en Navidad, se descubrieron de repente privados por completo de sustento. Todo indicaba que se revivirían los horrores de la inanición, que ya había causado estragos entre los francos un año atrás, durante el asedio de Antioquía», añade el experto en su obra.
Narran las crónicas que la desesperación de los soldados cristianos afincados en Maárat fue absoluta. El hambre provocó que los cruzados más desamparados «despedazaran los cadáveres de los musulmanes, pues en las entrañas de estos se solían encontrar monedas de oro». Y eso solo fue el principio. Poco tiempo después, otros recurrieron a medidas más desesperadas. De esta forma lo explicó el cronista Raimundo de Aguilers:
«Aquí nuestros hombres sufrieron una hambruna excesiva. Me estremezco al contar que muchos de ellos, atormentados hasta el extremo por la locura que les causaba la falta de alimentos, decidieron cortar trozos de carne de las nalgas de los sarracenos que yacían por allí, trozos que luego cocinaban y comían, y devoraban como salvajes sin esperar siquiera que la carne se acabara de asar».
Asbridge recoge otros tantos testimonios que se refieren a que «la escasez de comida se tornó tan grave que algunos cristianos se comieron con gusto los cadáveres podridos de los sarracenos que tres semanas antes habían arrojado a los pantanos».
El autor define lo acontecido en Maárat como «una de las atrocidades más infames cometidas por los ejércitos de la Primera Cruzada». Ya en la Edad Media, el canibalismo era una práctica vista con verdadera repulsión por los cristianos, algo que no sucedía, por ejemplo, con los saqueos orquestados contra el enemigo. Por ello, los cronistas dieron buena cuenta de ella en sus escritos. Asbridge también afirma que aquellas historias «tuvieron algún efecto a corto plazo». El principal fue que las noticias llegaron hasta las urbes cercanas y los musulmanes se forjaron la imagen de los caballeros cristianos como demonios con cuernos y rabo. Seres sedientos de sangre ante los que era imposible ofrecer resistencia. Al parecer, esa leyenda negra les hizo firmar treguas con sus enemigos antes incluso de que atacaran.
Origen: Canibalismo en las cruzadas: la tragedia que obligó a los cristianos a comer musulmanes