Canibalismo y locura: así fue realmente el naufragio de la Medusa que sobrecogió a Europa
El episodio que se contaba en ‘La sociedad de la nieve’ tuvo un antecedente en el mar a principios del siglo XIX, aunque este fue mucho más dantesco que el contado por José Antonio Bayona
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«La fragata Medusa naufragó el 2 de julio en el banco de Arguin, a 20 leguas del Cabo Blanco, entre las islas Canarias y Cabo Verde. Seis de sus lanchas y botes salvaron a una gran parte de la tripulación y los pasajeros, pero de los 150 hombres que lo intentaron en una balsa, perecieron 135». Cuando el ‘Diario Balear’ dio esta noticia el 26 de octubre de 1816, hacía tres meses que se había producido la tragedia. Era solo una pequeña reseña escondida que no se acercaba ni de lejos a las verdaderas dimensiones de aquella tragedia que el Gobierno francés intentó ocultar.
Tan grave fue lo ocurrido que marcó un antes y un después en la historia marítima gala y dio fama mundial al pintor romántico Théodore Gericault, cuyo cuadro sobre el incidente –pintado en 1819 con la ayuda de varios cadáveres diseccionados extraídos de la morgue– es visitado por millones de personas al año en el Museo del Louvre. Turistas ávidos por descubrir en la obra las dantescas escenas de hambre, deshidratación, abandono, asesinatos, locura y canibalismo que se dieron en alta mar y que superaron con creces a la ficción.
El gobernador francés designado para administrar Senegal una vez devuelta era el coronel Julien-Désiré Schmaltz, que viajaba entre los pasajeros junto a su esposa, Reine Schmaltz. También iba el personal administrativo necesario para la nueva misión y un batallón de infantería de marina, es decir, lo normal para una misión de este tipo. Eligieron la Medusa por tratarse de una fragata de lujo, con una gran historia a sus espaldas, digna representar a la nación en una ceremonia tan importante. De hecho, es fácil encontrar noticias sobre sus aventuras en la prensa española del siglo XVIII.
Una orden irresponsable
Las instrucciones eran sencillas en lo que concierne a su llegada a Cabo Blanco, donde sabían que debían tomar precauciones por los conocidos peligros de navegación que había en esa zona situada en la frontera actual entre Mauritania y el Sáhara Occidental. Sin embargo, cuando salió de Tenerife, el capitán Duroy dio la irresponsable orden de navegar a todo trapo. La famosa fragata aceleró tan rápido que pronto dejó atrás a los barcos que la acompañaban, en un movimiento de estúpida arrogancia. La corbeta Écho se percató de que estaba perdiendo de vista a la Medusa y comenzó a hacerle señales luminosas para que aminorara la marcha, pero esta hizo caso omiso.
El alférez Maudet sondeó la profundidad, pues sabía que estaban entrando en un banco de arena perfectamente señalado en las cartas de navegación. Cuando se percató de que solo había 11 metros hasta el fondo del mar, entró en pánico e intentó poner remedio, pero justo en ese momento escuchó al capitán Duroy gritar: «¡Todo a estribor!». Aquella orden fue su perdición, pues la Medusa encalló en el banco de Arguin. Fue una negligencia absoluta y nadie dudó de que nada de aquello tendría que haber ocurrido, porque el mar estaba en calma y la visibilidad era perfecta.
Conscientes del peligro, comenzaron a aligerar la nave para intentar que el casco del barco emergiera lo suficiente como para realizar las maniobras pertinentes de primeros auxilios. Había que salir de esa zona como fuera y cuanto antes, pero resultó imposible porque las olas crecieron de repente y empujaron al barco hacia el interior del banco de arena. Plegaron las velas lo más rápido posible para que el casco dejara de ser golpeado por la marea, pero el agua empezó a inundar la cubierta y a romper los remaches de hierro. La Medusa se quedó sin timón y la esperanza de salvarla se desvaneció en pocos minutos.
Abandonar el barco
Duroy tomó entonces la decisión de que había que abandonar el barco. Sin embargo, no dio la orden porque sabía que no cabía toda la tripulación en las balsas auxiliares. Debía elegir a los afortunados a los que iba a salvar, entre ellos, él mismo. En secreto, el capitán ideó un plan mientras el barco se hundía y se subió a uno de los botes a toda velocidad. Sus oficiales de confianza ocuparon la falúa, la chalupa y el otro bote, mientras que el gobernador de Senegal y su esposa, el batel. A continuación, las mujeres, los niños, algunos soldados y parte de los marineros se repartieron como pudieron entre las cinco embarcaciones.
Fuera de los botes quedaron 150 personas, para quienes la única posibilidad de abandonar la nave fue una balsa construida de manera improvisada y apresurada por el segundo oficial de la fragata, Jean-Baptiste Espiaux, que usó tablones desprendidos de la nave, planchas de madera rotas, los mástiles y un manojo de cuerdas. A pesar de su fragilidad, allí se subieron todos, incluida una mujer a la que habían echado del primer grupo. El capitán les prometió que no les abandonaría y que las cinco pequeñas barcas serían remolcadas hasta tierra mediante sogas. Pronto descubrirían que era mentira. Cuando apenas llevaban una hora a la deriva, Duroy comprobó que era imposible avanzar con aquella carga y no dudó ni un minuto en cortar los cabos y alejarse de allí.
La escena fue recordada por el segundo cirujano de la Medusa, Jean Babtiste Henri Savigny, en una entrevista que le hizo el diario ‘The Instructor’ veinte años después: «Desde el momento en que me convencí de que habíamos sido abandonados, sucumbió mi ánimo bajo las horribles imágenes de hambre y sed, trabajo y miseria, desesperación y muerte, hasta el punto de que no pude articular una palabra por un tiempo. La resignación al fin sosegó mis facultades mentales y vuelto en mí procuré consolar a los desgraciados compañeros que, como yo, habían estado enmudecidos».
«No nos lo creíamos»
Los 150 desgraciados no podían creerse que los responsables de que el barco hubiera naufragado les hubieran dejado allí. «No nos lo creímos hasta que dejamos de ver los botes del capitán en la lejanía. Entonces caímos en una profunda desesperación», continuó el médico. El periodista relataba también lo acontecido de la siguiente manera: «Algunas personas de carácter más firme se unieron a Savigny en sus esfuerzos por tranquilizar a las mentes de los más infelices. En parte las sosegaron con la esperanza de que, pocos días más tarde, tendrían la oportunidad de vengarse».
Pocas horas después el mar comenzó a empeorar, lo que sumió a los desdichados en una depresión. La enorme plancha formada por aquellos maderos apenas podía aguantar su peso. Antes de que se pusiera el sol, dos jóvenes y un panadero se suicidaron lanzándose al mar. Los 147 náufragos restantes disponían de una sola caja de galletas que se acabó antes de que se acabara el primer día. Lo mismo ocurrió con la reserva de agua dulce. Únicamente quedaban dos o tres barricas de vino.
«Cuando llegó la noche –continuaba Savigny–, el cielo se cubrió de nubes, se desencadenaron los vientos y el mar enfureció, esparciendo terror con sus olas embravecidas. Los pobres náufragos, arrojados de un lado a otro y suspendidos de un hilo entre la vida y la muerte, lloraron su desgracia, pero continuaron luchando contra el irresistible elemento que parecía que se los iba a tragar. A menudo se oía el grito desesperado de algún marino que, exhausto de fuerzas y sin esperanza de vivir, se arrojaba al abismo de la muerte. En el mismo instante, como si se hubieran puesto de acuerdo, tres de ellos exclamaron ‘vámonos’ y se lanzaron sobre las olas para desaparecer al instante. En esa primera noche fallecieron doce personas de esa forma».
Canibalismo
Cuando ya llevaban una semana a la deriva y un tercio de los náufragos ya había muerto, avistaron el Argus en el horizonte, pero el buque no se percató de su presencia. Los supervivientes seguían solos, enfermos y presos de la locura, cayendo como moscas por la falta de comida y bebida. Otras crónicas cuentan que, en las siguientes jornadas, estaban tan perturbados que comenzaron los enfrentamientos entre ellos, empujándose al mar o apuñalándose. Era la lucha por la supervivencia en su máxima expresión. Solo sobrevivirían los más fuertes… en el caso de que sobreviviera alguno, ya que solo quedaban con vida 28 de ellos.
Los pasajeros de la balsa acabaron completando la ración de vino con agua salada y orina, aunque lo peor estaba por venir. Sin saber qué hacer aparecieron los primeros casos de canibalismo con los desdichados que iban muriendo. Aquel fue un recurso en el que no pensaron hasta el último momento, el único que ahora les quedaba para intentar salir con vida de aquella pesadilla. La narración del cirujano era más sobrecogedora:
«Algunos comenzaron a cortar tajadas de carne de los cuerpos que cubrían la balsa y los devoraron crudos con indescriptible ansia. Los oficiales y pasajeros a los que yo me unía en sentimientos, no podíamos superar la repugnancia que nos inspiraba la vista de un alimento tan horrible, por lo que nuestro recurso fue comernos los cinturones de nuestras espadas, las cartucheras y unas cuantas piezas de cuero que teníamos. Sin embargo, eso no aliviaba la angustia de nuestra abstinencia […]. Finalmente cedimos a la necesidad, que es más fuerte que cualquier humanidad. Veíamos aquella horrible comida como el único y deplorable medio de prolongar nuestra existencia».
Oro y plata
Una vez a salvo, el capitán Duroy envió al bergantín Argus hasta el lugar del naufragio, pero no con la idea de rescatar a los tripulantes de la balsa, ya que suponía estarían todos muertos, sino a recuperar tres barriles que contenían monedas de oro y plata, así como los cañones que estaban en la cubierta. Al amanecer del decimotercer día, los quince supervivientes de la Medusa divisaron los mástiles de un buque a lo lejos. Pronto les invadió el miedo a no ser vistos una vez más y colocaron un barril vacío al que ataron un montón de trapos de diferentes colores para que ondearan con el viento.
Cuando la tripulación del Argus se percató de su presencia, se acercaron. La escena que descubrieron era dantesca. En el viaje hasta San Luis, murieron cinco de los náufragos que habían conseguido salir con vida hasta ese momento. Durante una temporada, el Gobierno francés intentó esconder la tragedia, pero en los días siguientes a su rescate, Savigny tuvo la imprudencia de presentar un informe del escándalo al ministro de la Marina, François Joseph de Gratet, que fue destituido cuando alguien lo filtró a la prensa.
Por su parte, el cartógrafo Alexandre Corréard, hospitalizado durante cuarenta días en Dakar tras ser rescatado, fue repatriado gracias a un barco inglés. Aquello fue interpretado como una nueva negligencia por parte de las autoridades galas, pues debían haberse responsabilizado de que los quince supervivientes de la Medusa hubieran regresado a casa. Dolido, él y su amigo Savigny plasmaron el drama por escrito, lo enviaron a una imprenta y mandaron uno de los ejemplares del libro al diario ‘Mercure de France’, que el 22 de noviembre de 1817 publicó una reseña. Aquello desató la furia de la opinión pública, sobre todo al leer el testimonio dado por Duroy, que aseguró que «todos los que se quedaron en la nave, lo hicieron para dedicarse al pillaje de la misma».
El gobierno de Luis XVIII, primer monarca de la restauración borbónica en Francia, confiscó la edición de la obra, lo que regaló una publicidad imprevista a los dos autores. El drama de la Medusa ya estaba en boca de todos. Tuvo tanto éxito en el país que, incluso, un año después se publicó una versión inglesa que dio a conocer la historia en el resto de Europa. Fue en ese momento cuando Théodore Gericault, de 27 años, descubrió el naufragio y decidió que sería el tema del que se ocuparía en su próximo cuadro para alcanzar la ansiada fama mundial en el mundo del arte.
Origen: Canibalismo y locura: así fue realmente el naufragio de la Medusa que sobrecogió a Europa