«Carlos IV no era el pelele bobalicón y cornudo que pintaron sus detractores»
El historiador y novelista recuerda en su primera obra de ficción, «La conjura de los libros» (Almuzara), la compleja red de intereses e influencias que despertó en España la Revolución francesa
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Uno de los vicios más comunes a la hora de aventurarse en el pasado español es imaginar el país como una anomalía, un recipiente estanco sin relación con las influencias y acontecimientos del extranjero. Tal vez a causa de la arrogancia propia de quien por su pasado imperial ocupó el corazón del planeta o de una falta de miras que se alarga desde hace siglos, los españoles han terminado por olvidarse de que la mayoría de países europeos han seguido trayectorias parecidas a las suyas y se han enfrentado a los mismos retos a lo largo de la Edad Moderna. Con más o menor fortuna, pero sin que haya países infalibles ni naciones sempiternamente atrasadas. Ni la Ilustración ni los
ecos de la Revolución francesa pasaron de largo por la península.
El historiador y novelista Carlos Aitor Yuste (Madrid, 1974) recuerda en su primera obra de ficción, «La conjura de los libros» (Almuzara), la compleja red de intereses e influencias que despertó en España la Revolución francesa, un acontecimiento que hizo temblar los cimientos del continente. A través de los ojos del teniente Luis de los Ríos Zarzosa, comandante de uno de los puestos fronterizos, una serie de asesinatos, intrigas y traiciones se deslizan por «La conjura de los libros» de la mano de personajes fundamentales de la historia españa, entre ellos el Rey Carlos IV, la Reina María Luisa, los condes de Aranda o Floridablanca, Manuel de Godoy y o la condesa de Montijo
–¿Hubo un riesgo auténtico de contagio de las ideas revolucionarias en España?
–En mi opinión «las ideas revolucionarias» no fueron algo privativo de Francia, sino que estaban extendidas ya por toda Europa. Y no solo entre los que hoy día identificaríamos con los revolucionarios existía un anhelo de cambio, pues en los tiempos del Despotismo ilustrado, el deseo de poner freno al absolutismo de aquellos monarcas no bullía únicamente en las cabezas de los parlamentarios encerrados en el salón del juego de pelota de Versalles. A lo largo de toda Europa muchos nobles, como Aranda, y altos cargos eclesiásticos, creían que los reyes debían volver a contar con sus antiguas Cortes para evitar que su poder sin control condujese a sus reinos a la quiebra. En realidad esa era una de las funciones de las viejas Cortes: si el rey quería fondos para sus empresas antes debía escuchar a sus reinados, por explicarlo en pocas palabras. El problema es que en las últimas décadas, sobre todo en Francia, ese control había sido olímpicamente ignorado por los monarcas.
El matiz por tanto sería si a partir de 1789 existió en España el riesgo de contagio, no ya de las ideas, sino de los motines y desmanes que trajo consigo la Revolución francesa tanto en París como en el campo: ataques a consejos, nobles, iglesia e incluso a la figura del rey. Y no parece aventurado afirmar que no, que no hubo tal riesgo, a juzgar por la ola de entusiasmo que generó en sus primeros momentos de 1793 la guerra de la Convención. Pero eso es fácil decirlo en 2020: cualquiera corría el riesgo en 1789. De hecho Carlos IV, que también había convocado a sus Cortes, las clausuró de forma precipitada según Giménez López.
–Floridablanca aplicó un cordón sanitario y dio un giro autoritario muy poco acorde con su fama reformista, ¿por qué?
–Porque tenía miedo al contagio de los desmanes y altercados que la Revolución estaba causando en Francia pero no contaba con mejores medios que impedir la entrada de propaganda y, por su puesto, de propagandistas. Él era sinceramente reformista, pero eso no significa que buscase un régimen diferente, sino tan solo una mayor eficacia administrativa. Que no es poco. Y desde luego no podía ni contemplar la idea de que el monarca se viese atado a una constitución y, menos aún, que se produjeran altercados y ataques contra la nobleza o el clero. Pero por otra parte Francia era el principal y más poderoso aliado de España. Y no olvidemos que la familia real francesa como la española o la napolitana estaban estrechamente emparentados. Floridablanca había de ser muy delicado, porque en Francia se pasó del Antiguo Régimen de 1789 a una monarquía constitucional que duró hasta mediados de 1792, y en ese lapso de tiempo no se podían tampoco tomar medidas más radicales sin correr el riesgo de enfadar a un monarca amigo o, lo que es peor, a las nuevas autoridades poniendo así en riesgo su trono y quién sabe si su vida.
–El hecho de que existieran nexos entre los revolucionarios franceses y pensadores españoles pone en cuestión la idea de España como descampado intelectual.
–España nunca ha sido un descampado intelectual. Lo que sí ha sido, y es aún hoy día, es un fecundo sembradero de complejos. Basta con leer las obras y correspondencia de Aranda, Campomanes, Floridablanca, Jovellanos, Cabarrús o Feijoo para desmentir esa idea. La generación de ilustrados de finales del XVIII y su obra fueron objeto del reconocimiento de sus contemporáneos. No, no fueron simples imitadores o afortunados copistas. Dicho esto, naturalmente en España la inmensa mayoría de la población era analfabeta y el Santo Oficio ejercía un férreo control, pero nadie despreciaría la obra de los geniales intelectuales rusos de finales del XIX porque hubiese una gran porcentaje de analfabetos y una policía secreta no menos tenaz en su época como así fue.
–Incluso hay quien critica un afrancesamiento excesivo en las élites intelectuales del país.
–A lo largo del siglo XVIII hubo un afrancesamiento excesivo tanto en Europa como en las Américas, como dos siglos antes había sido la cultura hispana o tres la italiana la que habían cautivado a los ilustrados de sus épocas. Pero en mi opinión conviene tener presente que de Francia no solo llegaban ideas revolucionarias, y no digamos ya republicanas: las bases del tradicionalismo también beben de la obra de notables autores franceses. Dicho esto, no es menos cierto que la admiración por la ingente cultura francesa de la época provocaba un sentimiento paralelo de inferioridad y de desprecio por lo propio.
Esto lo podemos observar con detalle en la pintura española del siglo XVIII, que tras la inmensa genialidad y originalidad acumulada en el XVII pasó a ser extremadamente deudora de los gustos y normas académicos franceses, que sin ser ‘negativos’ sí tuvieron la consecuencia negativa de hacer perder a nuestros pintores su personalidad y estilos diferenciados. Y quien dice pintura dice arquitectura, gastronomía o cualquier otra faceta creativa. En todo caso nada que no hubiese pasado antes con los gustos italianos o después con los anglosajones. ¿Hoy día no somos acaso víctimas de un proceso similar?
–¿Por qué crees que en España no hubo al final nada parecido a la Revolución francesa? ¿Había menos hartazgo?
–En parte, y solo en parte, en España el sambenito de la mala gestión se lo colgaron en exclusiva a Manuel de Godoy, que fue por tanto quien soportó todo el peso del hartazgo popular, que era mucho después de años de malas cosechas, proyectos fallidos y guerras frustrantes y frustradas. ¡Y aún era solo 1808! En Francia ese papel le tocó soportarlo a la reina Maria Antonieta, y eso erosionó mucho la figura del monarca. Pero tanto en España como en Francia, al rey se le seguía viendo por la inmensa mayoría de la población como un símbolo al que se prestaba un juramento de lealtad. No en vano los cabildos americanos se levantaron al grito de ‘Viva Fernando VII’ al inicio del que sería su proceso emancipador. E igualmente solo partiendo de esta base se puede entender que aún a finales del siglo XIX el tradicionalismo fuera una corriente ampliamente apoyada por numerosos sectores en ambas naciones. Ya sé que suena raro decirlo en nuestros días, en los que creemos que todos nuestros bisabuelos se levantaron una buena mañana liberales, pero así fue.
Otro factor que influyó mucho en España fue que, mientras en Francia al rey caído en desgracia se le opuso una serie de nuevas instituciones republicanas, en España el descontento hacia Godoy lo catalizó en su favor Fernando VII. ¡Como para no, si la inmensa mayoría de las campañas contra Godoy partieron de sus secuaces! La monarquía por tanto no corrió el mismo riesgo. Aunque no olvidemos que en Francia, después de Napoleón, será el hermano de Luis XVI, Luis XVIII, el que retome el trono, y no cualquier otro de otra dinastía.
–María Luisa, Carlos IV y Godoy cargan encima con la mayor leyenda negra de todos nuestros reyes. ¿Era el trío escandaloso y mediocre que se nos suele presentar?
–Mis investigaciones están en deuda con la obra de dos autores que me abrieron los ojos hace ya años: Emilio La Parra y Enrique Rúspoli. Gracias a ellos, sus estudios y los documentos en los que se apoyaron, descubrí que ni Godoy era el corrupto y venal favorito de los reyes ni Maria Luisa la casquívana atojadiza que tenía en el joven guardia extremeño a uno de sus muchos amantes. Y por descontado, que Carlos IV no era el pelele bobalicón y cornudo que nos pintaron sus detractores. Desde luego tuvieron sus defectos, sus errores y su colofón vergonzoso en Bayona, pero también sus momentos de inspiración, como las reformas que llevaron a cabo -juntos, pues formaban un equipo, o como ellos mismos decían de forma un tanto irreverente, una ‘Trinidad en la tierra’-, o el envío de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna, tan en boca de todos estos días. Lo más triste de esa imagen tan negativa es que la aventaron los secuaces de su hijo Fernando. Lógicamente con el beneplácito de éste, capaz de manchar la imagen de sus padres por siglos con tal de erosionar su legitimidad.
–Fernando VII también tiene su propia leyenda, ¿crees que él también puede ser objeto de una revisión más favorable?
–Fernando tuvo una gran virtud y un gran defecto. Su virtud es que era un hombre inteligente, pero su defecto es que fue un ser completamente inmoral. No fue por tanto el personaje abobado que algunos quieren ver, pero sí un monarca taimado y sin escrúpulos capaz de traicionar a todos menos a él mismo. Y eso que contó por esposas con mujeres tan bondadosas como María Isabel de Braganza, una gran reina a la que debemos mucho más que el Museo del Prado, que no es decir poco, pese a lo cuál sigue siendo una gran desconocida. Y es que así es nuestra historia: un gigantesco fresco repleto de grandes desconocidos entre cuyas grietas se puede colar mil y una novelas.
–¿Cómo era el ejército del que era teniente Luis de los Ríos Zarzosa (protagonista de la novela)?
–El Ejército, como la Armada, contaba con algunos mandos sencillamente excelentes, hombres ilustrados, científicos, y una tropa y marinería competente, pero también padecía una falta de medios económicos brutal que les impedía mantener un número de de efectivos considerable. Y aún así, tenemos en estas fechas grandes expediciones y notables acciones bélicas en la independencia de los Estados Unidos o contra los berberiscos. En todo caso, en este aspecto en concreto he jugado con una notable baza a mi favor: los consejos y apuntes que me daba mi amigo el general Carlos Aparicio, historiador también y gran conocedor de la historia militar, o llegado el caso, del experto al que debía acudir si era un tema que él no dominaba.
Origen: «Carlos IV no era el pelele bobalicón y cornudo que pintaron sus detractores»