Cuando Cádiz fue devastada por Inglaterra: la mitad de la ‘Tacita de plata’ reducida a cenizas por la envidia
En el verano de 1596, los ingleses saquearon e incendiaron la ciudad, con tanta inquina que apenas quedan hoy vestigios arquitectónicos de aquellos años
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«Lo que hay de nuevo acá es la lastimosa pérdida de Cádiz […]. Los ingleses no han dejado templo ni casa que no hayan sido saqueados y profanados», escribía Pedro Gutiérrez Flórez en una carta desgarradora en la que contaba con todo detalle la conquista y el saqueo de la ciudad en 1596. El verdugo fue Inglaterra, que durante esos años se obsesionó con las costas andaluzas en sucesivos ataques. «En el asalto y saqueo los ingleses redujeron a cenizas trescientas casas, la catedral y otros templos», recordaba en 1879 la revista ‘El Viajero Ilustrado Hispano-Americano’.
El citado Gutierrez Flórez, presidente de la Casa de Contratación de Indias, no solo fue un testigo de la catástrofe, sino que también fue capturado y hecho prisionero por los ingleses. Muchos detalles de lo que aconteció los cuenta en su ‘Historia del saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596’, que escribió poco después del suceso. La obra, sin embargo, fue vetada por las críticas vertidas contra la organización de la defensa de la ciudad y no vio la luz hasta 1866.
Aunque estamos hablando de una de las muchas embestidas de los ingleses a la ‘Tacita de plata’ entre finales del siglo XVI y principios del XVII, está sin duda fue la peor de todas. «Los ingleses han hecho más de cinco millones de daños, tanto en el saco [tesoro] de la ciudad como en la armada que estaba aprestada para [ir] a las Indias. Dicen que traen 180 navíos grandes y pequeños y en ellos vienen veinte mil hombres de pelea», puede leerse en páginas posteriores. La devastación fue tal que apenas quedan hoy vestigios en la ciudad de aquella época, en un ataque desproporcionado en el que participaron 25.000 marinos e infantes ingleses bien pertrechados y preparados contra una población que llegaba apenas a los 6.000 vecinos.
El 13 de junio de 1596, la Armada inglesa mandada por Charles Howard de Effingham zarpó desde de Plymouth hacía las costas gaditanas siguiendo las órdenes de la Reina Isabel I. Iban 150 naves, de las cuales 17 pertenecían a la Royal Navy y 40 estaban bien artilladas. El resto eran urcas, pataches y embarcaciones comerciales de menos de 200 toneladas, apoyadas por 80 lanchas más pequeñas para reconocer el terreno y desembarcar a los hombres.
La llegada de los ingleses
Estaban divididas en cuatro escuadras, mandadas por Thomas Howard, Francis Vere, Walter Raleigh y el propio Effingham. El contingente que más daño causó fueron las fuerzas terrestres bajo el mando de Robert Devereux, el conde de Essex, formado por 6.300 soldados pagados, mil voluntarios ingleses y 6.700 marinos, a los que se unieron otras veinte naves holandesas con mil marineros y mil soldados veteranos más. En total, 170 naves, 10.000 marinos, 15.000 infantes y provisiones para tres meses en un desembarco que algunos historiadores han comparado exageradamente con el de Normandía.
Cádiz era entonces uno de los principales puertos de España, en donde había esos días, además de tres fragatas con caudales de Puerto Rico, 18 galeras, 16 naos y cuatro galeones que formaban parte de la escolta de la Flota de Indias a punto de zarpar para América. Todas ellas se pusieron en guardia en cuanto se percataron de la presencia de la flota anglo-holandesa el 30 de junio. Aunque una tormenta frenó su avance momentáneamente, no impidió que se iniciara un intenso fuego de artillería, quedando solo los galeones en esa primera defensa de la costa, que los convirtió en las primeras víctimas.
Dos de los galeones fueron capturados y los otros dos encallaron en la bahía. Sus capitanes no dudaron en prenderles fuego ante la posibilidad de que fueran capturados por el enemigo. Al amanecer del día siguiente, los ingleses ya tenían el camino libre para entrar en la ciudad y cometer sus tropelías. Hubo un intento desesperado de frenarlos, cuando el duque de Medina Sidonia envió refuerzos desde Vejer, Jerez, Arcos, Puerto Real, Chiclana y la misma Medina-Sidonia, pero la mayoría de ellos eran soldados muy jóvenes, sin experiencia en combate y mal armados. Nada pudieron hacer contra los 600 hombres del conde de Essex que desembarcaron a las dos de la tarde, en una primera oleada, ni contra los 2.000 que se sumaron después.
Hubo otras escaramuzas y los españoles infringieron alguna pequeña derrota a los ingleses, como la que se produjo en el puente Zuazo, en San Fernando, que por unos instantes no pudieron cruzar. Sin embargo, la falta de organización y coordinación fue evidente y los valerosos gaditanos, en clara desventaja. nada pudieron hacer. En una carta enviada al presidente de la Casa de Contratación y recogida en la obra, se mascaba la tragedia: «Toda la noche han ardido las naos de la flota [española], mientras las que ya estaban perdidas se guarecieron en la bahía. El enemigo está ya dentro de la ciudad. Antes de ayer por la noche se publicó un bando en el que [los ingleses] anunciaron que daban de plazo el día de hoy para que les reconociesen y que minarían el castillo si no les entregaban el dinero. Con esta aflicción andan los de Cádiz».
El saqueo
Una vez consumada la tragedia, los invasores se dedicaron al saqueo sin ninguna piedad, en uno de los peores episodios vividos por Cádiz en toda su historia. «Desnudaban a las mujeres para ver si tenían algo escondido, y si los vestidos eran buenos, se los quitaban, dejándolas en camisa. Hubo casos, incluso, en que las dejaron en cueros. Lo mismo hicieron con los hombres, los cuales sufrían con paciencia para no perder sus vidas. Era tanta la riqueza que encontraban, que los ingleses no tenían manos suficientes para sacarla y llevarla a embarcar», podía leerse en la historia de Pedro Gutiérrez Flórez.
Las tropas anglo-holandesas se cebaron con los templos, especialmente los de Santiago y San Francisco, así como los conventos. También fueron objeto del vandalismo inglés los almacenes del puerto, repletos como estaban de las mercancías llegadas de América. Para evitar que fuese también capturada, el duque de Medina Sidonia ordenó destruir la flota española refugiada en Puerto Real. Se incendiaron 32 naves, incluyendo las galeras de la armada y las naos de la Flota de Indias.
El 3 de julio, las autoridades civiles y eclesiásticas de Cádiz pactaron con los saqueadores la salida de los habitantes a cambio de 120.000 ducados y la liberación de 51 prisioneros ingleses capturados en campañas anteriores. Los gaditanos salieron de la ciudad hacia el puente Zuazo sin poder llevar nada más que lo puesto. Para asegurarse de que les entregarían el dinero, el presidente de la Casa de Contratación, el corregidor y otros importantes cargos religiosos se quedaron como rehenes.
La idea inicial de Inglaterra era quedarse con Cádiz, puesto que era perfecta una base de operaciones por su ubicación. El conde de Essex se ofreció, incluso, a quedarse con 500 soldados, pero un grupo de oficiales ingleses importantes se opusieron a la idea, puesto que la consideraban arriesgada y contraria a las supuestas órdenes que había recibido de la Reina Isabel, por lo que se desestimó finalmente. En la retirada el 14 de julio, sin embargo, a los ingleses no se les ocurrió otra cosa que incendiar la ciudad y huir con 70 rehenes.
La devastación
Cádiz quedó completamente devastada y sumida en la miseria. Además de las iglesias y los hospitales, cerca de 300 casas fueron reducidas a cenizas. Eso significaba casi la mitad de la ciudad. Las pérdidas económicas producidas por la expedición del conde de Essex se calcularon en cinco millones de ducados, lo que contribuyó a la quiebra de la Real Hacienda española ese año. Los rehenes no fueron liberados hasta siete años después, tras la muerte de la Reina de Inglaterra. En 1694, ambos países acordaron una tregua que ponía fin a la guerra que mantenían desde hacía décadas.
En concreto desde que Isabel I ascendió al trono en 1558. En un principio, su política exterior se caracterizó por su cautelosa relación con España, pero luego cambió debido a la envidia que sentía por los éxitos de los Reyes Católicos y sus sucesores en América. En concreto, desde que fue despachada la primera Flota de Indias en abril de 1564 y todas las potencias europeas intentaron robarle a los españoles los tesoros que la estaban convirtiendo en la potencia más rica del planeta. Plata, oro, gemas, cacao, especias, azúcar, tabaco… No existía recompensa más atractiva Inglaterra, que usó a sus corsarios para hacerse con ella.
«Antes ocupábamos el fin del mundo y ahora estamos en el medio, con una mudanza de fortuna como nunca se ha visto antes, que traerá a nuestras casas una gran prosperidad», advirtió el humanista cordobés Hernán Pérez de Oliva unos años antes. Esa misma prosperidad fue la que intentaron socavar los piratas de Isabel I, a los que amparaba mediante un pacto secreto con el objetivo de debilitar a su eterno enemigo… Y Cádiz fue la peor de sus víctimas.