De Juana de Arco a Doña Urraca: las mujeres medievales que revolucionaron su tiempo
La arqueología, las nuevas tecnologías y una visión libre de tópicos redescubre una imagen repleta de matices sobre la mujer feudal con más protagonismo y poder
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La Edad Media se convirtió en un fetiche para las sufragistas de principios del siglo XX. No porque admiraran a mujeres pasmadas y frágiles atrapadas en sus torreones esperando a apuestos caballeros que las rescataran, sino porque vieron emblemas de libertad en damas de hierro como Juana de Arco o Leonor de Aquitania, que desafiaron las normas de su tiempo. Las veneraban, se disfrazaban de ellas, recuperaron sus lemas y hasta pusieron sus rostros en carteles pidiendo el voto femenino.
Nada más lejos de la actitud del feminismo actual (sí es que se puede hablar de un solo movimiento) hacia la Edad Media. La visión sobre el periodo feudal no admite más lectura para algunos que la de una época oscura poblada por mujeres oprimidas, sacerdotes misóginos y hombres terribles. Una simplificación ideológica del pasado que no permite ver lo que las sufragistas apenas empezaron a comprender. «Las mujeres perdieron su lugar dentro de las narraciones, pero estuvieron muy presentes en la Edad Media. Encontrándolas podemos repoblar el pasado con gente como nosotras. No podemos ser lo que no podemos ver. Y todas esas voces ocultas e individuos perdidos pueden empezar a resurgir si volvemos a las pruebas», señala la historiadora británica Janina Ramirez, que acaba de publicar ‘Fémina’ (Ático de los libros).
Dentro del proceso de desmitificación de la Edad Media cristiana, que no fue ni más violenta ni más sucia que otras, una corriente historiográfica está dibujando en los últimos años una imagen totalmente revolucionaria sobre el papel de las mujeres gracias a los avances en tecnología, arqueología y con una mirada sin tantos prejuicios. «En el mundo en el que vivimos, con esas ideologías tan fuertes, es difícil matizar y entender, pero hay una historia por descubrir. Yo siempre les digo a mis alumnos que se vayan hasta el siglo IX, cuando Carlomagno ya insistió hasta la saciedad en que sus hijas recibieran una buena formación. No eran ceros a la izquierda», destaca María Jesús Fuente, catedrática emérita de Historia Medieval de la Universidad Carlos III, que lleva años ocupada en la grata tarea de rescatar mujeres olvidadas del pasado.
Una deuda pendiente
Sin que quepa duda de la misoginia rampante de muchos hombres, hubo mujeres que elevaron su voz e impusieron su autoridad, como en el caso de la reina polaca Jadwiga; la mayor sabia del medievo, Hildegarda de Bingen o guerreras vikingas como Birka, que analizando su tumba se descubrió a una fémina de armas tomar donde se pensaba que había un implacable caudillo de la guerra enterrado. «Hay que evitar generalizar con las mujeres. Cuando se trataba de personajes con poder o dinero, a los misóginos no les quedaba más remedio que callar delante de ellas», considera Fuente sobre personajes tachados de parlanchinas, mentirosas y lujuriosas por atreverse a ir más allá de sus roles tradicionales.
«Son mujeres asombrosas que no aparecen en ningún sitio porque todavía nadie las ha rescatado»
Gran parte del esfuerzo de esta catedrática, autora de la obra ‘La luz de mis ojos: Ser madre en la Edad Media’ (Taurus) está en encontrar nombres más allá de las archiconocidas figuras francesas e inglesas. Mujeres españolas como Leonor de Guzmán, que sería la madre de la dinastía Trastámara, la reina Doña Urraca I o la abadesa Inés Enríquez de Castilla fueron decisivas en los grandes acontecimientos de España.
«Estamos haciendo una tarea muy necesaria que en Francia se ha hecho antes. Ahora justo quiero ponerme con una biografía de una mujer olvidada, la hermana de Alfonso XI de Castilla, que fue reina consorte de la Corona aragonesa durante años. Son mujeres asombrosas que no aparecen en ningún sitio porque todavía nadie las ha rescatado», afirma Fuente. El diccionario biográfico de la Real Academia solo cuenta con 482 entradas de españolas medievales de entre más de 50.000 personajes. «Un porcentaje único sobre el total no tiene sentido, pues se calcula sobre un rango cronológico amplísimo», defiende Jaime Olmedo, director técnico del diccionario, para quien lo importante es ir viendo el porcentaje siglo a siglo y cómo esa presencia femina «va en aumento».
Esta nueva visión va más allá de la realeza y pone también el foco en las mujeres corrientes, que podían acumular tierras, fundar monasterios, enriquecerse con el comercio y ejercer influencia incluso en el campo de batalla. «Solemos olvidar la microhistoria, donde las mujeres, muchas de ellas anónimas, han tenido voz, poder y valor social para la subsistencia de su comunidad. La visión simplista ha sido encasillarlas como personas metidas en casa, con la pata quebrada, sometidas o subyugadas al hombre y silenciosas, cuando los testimonios documentales que nos han llegado nos hablan de ellas tomando decisiones importantes y haciéndose oír», narra Consuelo Sanz de Bremond Lloret, una investigadora que está ultimando un libro novedoso sobre el periodo. Esta contrahistoria habla de mujeres usando anticonceptivos, técnicas de aborto muy primitivas y de unas autoridades incluso comprensivas con las mujeres pobres que mataban a sus hijos porque no podían mantenerlos.
Más allá de la corte
Cuando los caballeros partían a la guerra o a medrar en la corte, permanecían ellas, las dueñas de los castillos, las viudas de los monarcas y las madres que se deslomaban en los campos. «La mujer tuvo autoridad en el seno familiar y podía ejercer la mayoría de los oficios, pudiendo incluso dirigir un negocio o comercio. Algunas tuvieron el poder jurídico propio de un señorío feudal, administrando tierras, rentas y personas. Y en política, aunque no podía acceder a los cargos oficiales, sí podía participar activamente en las juntas», asegura Sanz de Bremond Lloret.
La culpa de esta imagen tan distorsionada la tienen sobre todo los prejuicios religiosos, que no dejan ver el bosque. Si bien las musulmanas no tenían la obligación de ir a las mezquitas, las cristianas sí acudían a los oficios y ejercían responsabilidad en lugares claves. «Los monasterios fueron las universidades, hospitales, centros de arte, industriales y editoriales de la Edad Media. En estos espacios, las mujeres podían incluso superar a sus homólogos masculinos, y aquí se beneficiaban del apoyo de las comunidades, al tiempo que permanecían seguras y no veían peligrar sus vidas con el parto», recuerda Janina Ramirez. Quienes pensaban que los conventos, que al principio eran mixtos, eran una manera de amordazar al género femenino no podían estar más equivocados. Allí mandaban ellas.
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Cientos de estos centros, sin embargo, cerraron con la llegada de la Edad Moderna y la Reforma protestante. A los monjes se les dio la opción de seguir practicando la religión en la nueva fe, pero se clausuraron todos los conventos bajo la premisa de que, según Calvino, «el lugar de la mujer está en el hogar». «La situación de la mujer aplastada puede ser real a partir del siglo XVIII o XIX, cuando estuvo muchísimo más sometida y relegada a una condición de mera figurante en una vida dominada por el hombre. Pero, a lo largo del resto de la historia, es mentira. Tenían poder en las culturas precristianas de la cornisa cantábrica y lo tuvieron por una cuestión de lógica durante toda la Reconquista en las regiones de frontera que eran de Castilla y León», apunta la novelista y columnista Isabel San Sebastián, cuya obra literaria está centrada en mujeres medievales fuera de los arquetipos. «El ámbito doméstico fue lo único que les quedó, y la devolución de los derechos a la mujer fue aumentando a lo largo de los siglos posteriores», apostilla Ramirez.
Origen: De Juana de Arco a Doña Urraca: las mujeres medievales que revolucionaron su tiempo