Duelo de francotiradores en la Segunda Guerra Mundial: la «destructora» rusa contra el nazi más letal
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!El 23 de enero de 1942, Lyudmila Pavlichenko venció a Helmut Bommel en las cercanías de Sesbastopol. El enfrentamiento, uno más entre otros tantos, fue engrandecido por una propaganda soviética ávida de heroínas
La propaganda fue una de las armas más efectivas y peligrosas de la Segunda Guerra Mundial. El mismo Joseph Goebbels, ministro de esta especial durante el Tercer Reich, solía afirmar que una mentira repetida mil veces se podía transformar en realidad. Sabía bien lo que decía; no en vano, los nazis se convirtieron en auténticos maestros de la comunicación de masas. Pero lo que se suele pasar por alto es la importancia que tuvo en el bando Aliado y, especialmente, en la URSS. El mismo país donde, según la constitución, había libertad de prensa siempre que «coincidiese con los intereses de los trabajadores». En ella Iósif Stalin organizó, cual director de orquesta, a los reporteros a su antojo durante la contienda bajo una premisa concreta: hallar soldados que sirvieran de ejemplo a sus compatriotas.
La URSS se convirtió, así, en una máquina de ensamblar héroes; y muchos de ellos artificiales. Sin embargo, de entre todos los combatientes escogidos para ser alzados hasta el Olimpo soviético durante la Segunda Guerra Mundial hubo unos que causaron verdadera sensación entre las tropas: los tiradores de élite. Según la historiadora e investigadora Lyuba Vinogradova (autora de«Ángeles vengadores: las francotiradoras soviéticas en la Segunda Guerra Mundial», Pasado y Presente, 2017) la razón resulta evidente: causaban pavor entre los militares alemanes y eran un grupo de élite «del que presumir» por su gran efectividad. Así fue como combatientes de la talla del mítico Vasili Záitsev forjaron su fama. Gracias a sus gestas y a un pequeño empujoncito de la propaganda de Stalin.
El suyo fue el caso más conocido, sí, pero hubo otros tantos que han sido olvidados por no haber sido llevados a la gran pantalla. El más sangrante, quizá, fue el de Lyudmila Pavlichenko. Joven, estudiante de historia y letal (recibió pronto su diploma de «Destructuroa»), se convirtió en una auténtica estrella en la URSS tras haber acabado (presuntamente) con 309 enemigos durante la Segunda Guerra Mundial. Su pasado, no obstante, se mueve entre algunos claros y muchos oscuros. Valga como ejemplo que sus memorias albergan sangrantes errores de datación y que, durante su gira por medio mundo, se negó a hacer demostraciones de tiro. Aunque, más allá de las presuntas exageraciones que sobrevuelan sus vivencias, lo que es innegable es que atrajo todos los focos sobre sí después de haber despachado a un francotirador enemigo en 1942, durante el asedio de Sebastopol.
Su historia guarda muchas similitudes con la del mismo Záitsev. Ambos empezaron su carrera como fusileros y, tras demostrar su valor y sus capacidades en combate, se ganaron un puesto como francotiradores. Los dos dirigieron pelotones de soldados de élite que causaron terror entre las tropas enemigas. Y, por último, tanto uno como otra fueron encumbrados tras mantener un duelo a muerte contra un enemigo que había provocado un sin fin de bajas entre los soviéticos. ¿Mera casualidad o una ficción bien orquestada? Todo apunta a lo segundo. Al fin y al cabo, a día de hoy (75 años después de que terminara la Segunda Guerra Mundial) todavía se duda de la identidad del enemigo de Vasili. Algo parecido sucede con Lyudmila, quien llegó a criticar en sus memorias los exagerados artículos que la prensa oficial había elaborado sobre aquel enfrentamiento.
Empieza la Segunda Guerra Mundial
En todo caso, lo que parece innegable es que el duelo -exagerado o no- sí llegó a darse. Aunque entender las repercusiones que tuvo requiere que retrocedamos en el tiempo hasta el verano de 1941, la misma época en la que Adolf Hitler rompió el pacto que mantenía con Stalin y atacó (previo avance de su Luftwaffe) la Unión Soviética en la Operación Barbarroja. Por entonces, la nacida como Lyudmila Mikhailovna en 1916 era toda una jovencita que estudiaba historia en la Kiev State University y ya había demostrado sus buena puntería en la asociación deportiva cuasi militar Osoaviajim. Ese año accedió al ejército, como ella misma explicó en sus memorias (editadas en español bajo el título de «Liudmila Pavlinchenko. La francotiradora de Stalin», Crítica, 2019), cuando el alto mando ruso todavía no había llamado a las mujeres a la lucha.
Su historia, ya en estos primeros instantes, parece poco creíble para Vinogradoba (quien duda en su obra de la forma en la que arribó al Ejército Rojo). La versión más oficial, sin embargo, afirma que los instructores le permitieron vestir el uniforme gracias a su buena puntería. Parece que sus dotes la llevaron pronto hasta un fusil de precisión. «Me gradué con matrícula de honor en la escuela de francotiradores de la Osoaviajim en Kiev», explicó Lyudmila en una ocasión a su superior cuando este se quedó asombrado por su puntería. Eso afirmó ella en sus memorias, aunque apenas dedica unos pocos capítulos al inicio de la obra para explicar el tema.
En donde no escatima palabras es en el asedio de Odessa, una contienda en la que las fuerzas de Rumanía (por entonces del lado del Tercer Reich) cercaron durante más de dos meses la mencionada región. Allí, siempre según sus memorias y la prensa de la época, consiguió sus primeras bajas como tiradora y se ganó los galones de sargento primero. Sus números la avalaban, pues logró acabar con 187 enemigos en apenas diez semanas, aunque a costa de dos conmociones cerebrales y una herida menor. En esa región fue también donde perfeccionó su técnica y supo que, para hacerse respetar como mujer, debía demostrar su carácter. «Os advierto de que la sargento es una persona seria y poco amiga de las payasadas. Al mínimo malentendido, acabaréis con un cuchillo en el pie», solía afirmar uno de sus capitanes.
Tras la caída de Odessa, el Ejército Marítimo Independiente -en el que se encontraba encuadrada Pavlichenko- fue trasladado hasta Sebastopol, donde la francotiradora lideró durante meses un pelotón de tiradores de élite que se convirtió (siempre según sus memorias) en la pesadilla de los alemanes. Su objetivo, así como el de sus camaradas, era el de resistir el asedio de las odiadas tropas del Tercer Reich. Y digo ‘odiadas’ porque la rusa dedicó varias líneas en sus memorias para expresar su aversión hacia el enemigo. «No puede haber perdón para los invasores por sus actos salvajes, por el asesinato absurdo de habitantes pacíficos. Su destino era arder en el infierno. Había que darles caza y aniquilarlos por todos los medios». Así fueron pasando las jornadas hasta que recibió una petición de ayuda.
Preparativos del enfrentamiento
Fue en enero de 1942 cuando Lyudmila recibió la llamada de dos superiores, el mayor Matusievich y el coronel Alekséi Stepanovich. Las noticias no fueron halagüeñas: un francotirador alemán había provocado cinco bajas, todas ellas de un certero disparo en la cabeza, en el sector de la hondonada de Kamishli (a las afueras de Sebastopol). Aunque desconocían el emplazamiento desde el que hacía fuego, todo parecía indicar que su escondrijo se hallaba en los restos del puente de metal y madera que unía dos colinas sobre un arroyo. Una estructura que había sido dinamitada poco antes de que empezara el asedio. «Desde él se denominaba la zona. Un lado ofrecía una excelente panorámica de las posiciones de primera línea y la retaguardia de nuestras fuerzas […] desde el lado sur se divisaban las posiciones alemanas», escribió la sargento.
En pleno invierno, con temperaturas que bajo cero, le ordenaron abandonar sus habituales misiones de vigilancia para acabar con él. «Dicen que eres la mejor francotiradora de la División Chapáyev Lyudmila. He visto tu fotografía en el cuadro de honor de la división», la tentó el coronel. La francotiradora sabía que sería una tarea difícil. «La suya es una posición muy ventajosa, sobre todo si encuentra un lugar en uno de los tramos que quedan en pie y se oculta entre los restos metálicos. Es posible dar en el blanco desde una distancia de 600 y 800 metros», añadió. Sabedora de que sería un enfrentamiento largo y peligroso, escogió como su vigía al sargento Fiódor Sedi, uno de sus alumnos más aventajados. Así comenzó una cacería para la que nuestra protagonista eligió como arma el clásico fusil Mosin-Nagant, en lugar del SVT-40 (capaz de disparar varias veces sin ser amartillado, pero menos fiable).
En palabras de Pavlichenko, en enero de 1942 ya era habitual encontrar a francotiradores alemanes en el frente. La razón era sencilla: la guerra de posiciones convertía su aportación en determinante, pues eran capaces de acabar con los soviéticos. Antes no habían podido participar en el enfrentamiento debido a los rápidos avances de las operaciones y de sus compañeros. «No nos molestamos en especular acerca quién podía ser mi adversario. Mi marido me rogó que fuera con cuidado y que estuviera alerta. […] Solamente sabíamos el lugar donde podía estar el escondite del alemán, y no con demasiada exactitud. No teníamos la menor idea de cuántas posiciones más habría preparado previamente», afirma la sargento en su obra.
A finales de ese mismo mes, la pareja de francotiradores abandonó por última vez la seguridad de la retaguardia y, en automóvil, viajó hasta las cercanías del puente de Kamishli. Allí les esperaba el mismo Potapov, oficial al mando de la unidad que protegía el paso y que estaba atemorizada por aquel fantasma alemán. El coronel solicitó a Pavlinchenko un informe de cómo iba a acabar con él. Esperaba seguridad, pero lo cierto es que nuestra protagonista desconocía si el germano volvería a posicionarse en el puente o si, por el contrario, preferiría acomodarse en otro lugar para sorprender a sus contrarios.
-«¿Tú elegirías esa misma posición?».
-«Probablemente lo haría, es un punto muy bueno. El sueño de cualquier francotirador».
-«En ese caso, ¿cómo abatirás al enemigo?».
-Al viejo estilo ruso: con astucia, insistencia y paciencia.
Poco después, la pareja de francotiradores fue escoltada, al abrigo de la oscuridad, hasta una posición seleccionada por ellos para acabar con el alemán. Allí, a hurtadillas, Sedi y Pavlichenko construyeron (con la ayuda de varios zapadores soviéticos) dos trincheras protegidas por el bosque. La primera, de 80 centímetros de profundidad y 10 metros de longitud, frente a las líneas defensivas nazis. La segunda (conectada a su hermana a través de un corredor), era «amplia y profunda» y estaba protegida por una «estructura metálica plegable» cubierta con «ramas y nieve». La obra de arte se completó con un señuelo ideal para engatusar a los menos precavidos: un maniquí ataviado con uniforme del Ejército Rojo al que colgaron un fusil en la espalda y unos binoculares en la mano. La idea era sencilla: que el teutón hiciese fuego tarde o temprano sobre él y desvelase así su posición.
Duelo en el puente
La cacería comenzó ese mismo día. Bajo un frío gélido, Pavlichenko decidió que harían guardias por turnos hasta descubrir al germano. Lo hizo sin demasiada convicción, pues no imaginaba a un supuesto maestro de francotiradores volviendo a la misma posición otra vez. «Me rondaba la idea de que nuestras fuerzas hubieran acabado con él en algún lugar del bosque después de emprender el camino hasta allí en busca de una nueva presa», escribió. Sedi, por su parte, sí era partidario de que aparecería. Así pasaron nada menos que dos jornadas. «Me estaba quedando en cuclillas con el hombro apoyado en la pared de la trinchera […]. De pronto, el sargento me tocó el hombro con el dedo y señaló el puente», afirmó. Era la señal. A toda velocidad, sacó los binoculares de su zurrón y vio como la silueta de un sujeto armado se dirigía hacia los restos metálicos del puente. Todavía era de madrugada, pero todo parecía indicar que la mañana siguiente sería la definitiva.
El 23 de enero amaneció silencioso. Casi como si «la guerra hubiera dado un paso a un lado». O como si toda Sebastopol esperara, con paciencia, el desenlace de aquel duelo. La función estaba en marcha. En primer lugar, Sedi salió de la seguridad de la trinchera y colocó el maniquí en tierra de nadie. Debía dar la impresión de que era un francotirador que oteaba el horizonte en busca de su presa. Cuando estuvo a salvo, un silbido alertó a Pavlichenko de que había finalizado su tarea. Ella respondió, más para alertar al nazi que como confirmación. «¿Picaría el alemán con un viejo truco que ya se había usado en la Primera Guerra Mundial?», añadía la sargento. Lo hizo… Minutos después, desde el puente se escuchó un disparo «apagado», «como si hubieran golpeado un tablón de madera con una vara metálica». Un leve brillo delató la posición del autor del tiro: una madriguera rodeada de vigas de metal.
«¡Por fin te tengo, nazi cabrón, después de tanto tiempo sentada un frío de muerte! Por el visor de la mira telescópica vi su cabeza. El fritz tiró del cerrojo de su fusil, recogió el casquillo usado, se lo metió en el bolsillo y miró fuera de su escondite», escribió la soviética. Era su momento. Antes de disparar, recordó el mandamiento de su maestro: «Nunca creas que tu disparo será el último y no seas demasiado curiosa!». Acto seguido contuvo la respiración y, tras apuntar, disparó el gatillo. La bala cortó el viento. Si fallaba, tendría que enfrentarse a la puntería de su enemigo. Por suerte, el germano se desplomó. Y tras él lo hizo su fusil: un Mosin-Nagant con mira telescópica que había arrebatado a un tirador ruso en otro duelo. Aquello hizo saber a nuestra protagonista que no era el primer enfrentamiento de aquel sujeto.
Aunque sabía que estaba muerto, Pavlichenko acudió hasta el lugar donde se hallaba el cadáver para registrar su uniforme. Así se percató de que contaba con varias condecoraciones (entre ellas, la Cruz de Hierro) y que había acabado con decenas de compañeros antes. En palabra de la soviética, lo descubrió gracias a que el germano llevaba, como ella, su particular cuenta de bajas en una pequeña libreta. El total era de 215 soldados y oficiales abatidos en Francia y Dunquerke. Por entonces, Liudmila contaba 227, solo diez más. Era un combatiente de élite. En el cuaderno halló también su identidad. «Helmut Bommel, 121er Regimiento de Infantería, 50ª División de Infantería de Brandemburgo, Oberfeldwebel». «Es un pez gordo», se limitó a confirmar nuestra protagonista a su camarada.
El duelo, explicado de esta guisa por Pavlichenko, fue utilizado por la propaganda soviética como bandera. Desde el alto mando se enviaron decenas de periodistas para escuchar de boca de la francotiradora cómo había sucedido. En realidad, la sargento primera había protagonizado otros tantos actos heroicos más destacables que aquel, pero fue este el que la catapultó a la fama. Con todo, ella misma se quejó en sus memorias de que el suceso fue exagerado por los medios de comunicación. De Bommel se dijeron mil mentiras. Que era «gordo como un sapo», que había acabado «con 500 soviéticos» y que había disparado varias veces a Lyudmila hasta que ella pudiera cazarle. Todo falacias que, por desgracia, siguen rondando todavía por la red. El más repetido a día de hoy es el artículo escrito para el periódico «La madre patria»:
«Y pasaron el día y la noche sin moverse. Por la mañana, al salir el sol, Liuda vio, oculto detrás de un tronco de árbol falso, un francotirador avanzando a empellones apenas perceptibles. Cada vez estaba más cerca. Entonces ella fue a por él, sosteniendo el fusil con el cañón apuntando y el ojo puesto en la mira telescópica. Un simple segundo parecía una eternidad. De repente, Liuda vio a través de la mirilla unos ojos apagados, un pelo amarillo y una mandíbula pesada. El francotirador enemigo también la observaba, sus miradas se cruzaron. Una mueca deformó el tenso rostro del alemán: ¡se había dado cuenta de que su oponente era una mujer! La vida se iba a decidir en un instante; ella amartilló el fusil. Por un misericordioso segundo de diferencia, Liuda se adelantó al enemigo».