El colosal saqueo visigodo que fulminó al Imperio Romano y llevó a las legiones al canibalismo
Después de cerrar el cerco sobre la Ciudad Eterna, se sucedieron tres días y tres noches de pesadilla en los que las tropas de Alarico I (el Viejo) sembraron el terror y robaron los tesoros de los emperadores
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Los cronistas quedaron estremecidos ante aquella visión. «Todo el orbe fue liquidado en una ciudad», escribió un filósofo contemporáneo. Muchos se preguntaron el porqué la providencia había permitido aquella barbarie; la respuesta fue que era un castigo justo por la falta de moralidad. El colosal saqueo que padeció Roma por parte de las tropas de Alarico durante el año 410 D.C. ha quedado grabado como uno de los más estremecedores de la historia. Y no solo por bárbaro, sino porque permitió a los visigodos hacerse con uno de los tesoros más grandes de la antigüedad. Sin embargo, se suele obviar que, antes de que los asaltantes atravesasen las puertas de la Ciudad Eterna, se produjo un asedio que obligó a las legiones y a los ciudadanos a comer carne humana.
A las puertas
Alarico I apenas sumaba 25 primaveras cuando hizo la promesa más importante de su corta vida al dios fluvial; ese que, según los visigodos, se escondía en el Danubio. En el 395 D.C., cuando fue elegido rey de su pueblo, se comprometió a no quitarse la armadura hasta que conquistara la Ciudad Eterna. O lo que quedara de ella, pues, ese mismo año, el monolítico Imperio romano se había dividido en dos y daba bocanadas de aire por sobrevivir. El que fuera general de los auxiliares godos estuvo cerca de conseguir su objetivo en tres ocasiones. Aunque en todas ellas fue detenido por las legiones; la que había sido la mejor infantería de su tiempo.
En su caso, a la cuarta fue la vencida. Tras la muerte del último gran general de Roma, Estilicón, Alarico marchó de nuevo sobre Italia y se personó en las afueras de Roma el 410 D.C. Esta vez, nadie le pudo hacer frente. El viejo imperio le ofreció poder y hasta elegir a un emperador títere. No le valió. Tampoco las cinco mil libras de oro, las treinta mil de plata, las tres mil de pimienta y las cuatro mil túnicas de seda que le entregaron con un lazo. El godo solicitó algún mando –la Galia, Britania o Hispania– para empezar a pensarse el trato, pero el emperador Honorio no aceptó y el ‘rex’ continuó con un asedio que, según San Jerónimo, causó estragos en la ‘urbs’:
«Ya saqueados una vez, fueron saqueados sus ciudadanos de nuevo con peligro de no perder solamente su subsistencia, sino también sus vidas. Mi voz se ahoga en sollozos mientras estoy dictando esta carta. Fue conquistada la Capital que conquistó al mundo entero, mejor dicho, cayó por hambre antes de caer por la espada, y los vencedores sólo encontraron pocos para tomarlos prisioneros. La extrema necesidad empujó a los hambrientos a buscar inefables alimentos: los hombres se devoraron sus propias carnes, y las madres no perdonaron a los lactantes en sus pechos, y recibieron en su cuerpo lo que su cuerpo antes había dado a luz».
Saqueo: mitos y falacias
Las fuentes coinciden en que los godos accedieron al corazón de Roma en la noche del 23 de agosto del 410 D.C. de la mano de un traidor; triste deja vú de lo que había acontecido siglos antes en las Termópilas con Efialtes de Tesalia. El personaje les abrió de par en par la ‘Porta Salaria‘, una de las muchas de la capital. La identidad del culpable, milenio y medio después, es todavía un misterio. «Más tarde, los rumores fantasiosos encontraron sujetos culpables. Según una versión, se trataba de esclavos godos, introducidos en el lugar; según otros, la instigadora del complot fue una noble romana, Anicia Proba Faltonia», explicó San Jerónimo en varias cartas escritas en el siglo V.
Después, las tropas de Alarico desataron la locura sobre la Ciudad Eterna. La sinfonía de robos, destrucción, incendios y barbarie se extendió durante tres jornadas enteras. Aunque algunos expertos como el historiador Florencio F. Hubenak –autor del dossier ‘El saqueo de Roma del 410 y sus implicaciones político-religiosas’– recalcan que, con casi total seguridad, el saqueo continuó en las jornadas siguientes por parte de los esclavos que habían huido de Roma y se habían alistado en las filas de los asaltantes. Las versiones de lo que sucedió se cuentan por decenas. Aunque, entre las más destacadas, se hallan las del ya mencionado San Jerónimo o San Agustín.
El historiador y filósofo Paulo Orosio, contemporáneo de los hechos, escribió que el fuego se extendió por toda la ciudad y devoró los edificios más destacados. En sus palabras, el desastre fue estremecedor, pero no mayor que el que había provocado Nerón. «¡Oh, qué gran maldad! ¡El mundo está por perecer, pero en nosotros no terminan los pecados! La Ciudad ilustre y la cabeza del Imperio Romano se ha consumido en un incendio. No hay país donde no vivan desterrados algunos romanos. Iglesias sagradas en otro tiempo han caído, abrasadas y convertidas en cenizas y pavesas: ¡y con todo eso seguimos avarientos y codiciosos! Vivimos, como si no hubiese mañana, como si hubiésemos de vivir en este mundo para siempre», añadió San Jerónimo.
El historiador Sócrates de Constantinopla (siglo V) dejó sobre blanco que los visigodos se apoderaron de todas las riquezas que había en los templos; tanto artísticas como en metálico. Aunque no mostraron piedad por otras tantas piezas de valor incalculable y dejaron que se quemaran en el interior de los edificios. El escritor Agustín de Hipona, también contemporáneo, insistió en la extensa lista de mujeres que fueron violadas por los visigodos y recalcó que las tropas de Alarico perpetraron mil tormentos diferentes contra la ciudadanía. Con todo, resulta difícil discernir qué fue fábula provocada por el ‘shock’ de ver caer a la capital, y qué fue realidad tangible.
Esto es lo que nos han contado desde hace milenios, pero parece que nunca es tan fiero el león; o, al menos, no tan bárbaro. El historiador José Soto Chica es partidario de que resulta imposible negar el saqueo, pero insiste en que Alarico puso límites a sus hombres. «Aunque se produjeron asesinatos, violaciones y se hicieron cautivos, en general, se mantuvo cierto orden y no hubo matanzas en masa», explica en ‘Visigodos, hijos de un dios furioso‘ (Desperta Ferro). Además, antes de pasar la ‘Porta Salaria’ dio orden a sus tropas de que no causaran daño alguno a las basílicas de los apóstoles Pedro y Pablo. Estas fueron convertidas en un lugar de asedio inviolable.
Para el historiador Sozomeno, «la única causa que impidió la entera demolición de Roma» fue el respeto de Alarico a los lugares de culto cristianos. La salvación, afirma, vino de la mano de la religión de los visigodos, que habían abrazado en masa el cristianismo. Pero hasta esta máxima tiene sus claros y sus oscuros. Soto Chica, una vez más, mete el dedo en el bubón y destruye los mitos a base de datos: «En realidad, muchos, quizá la mayoría de los seguidores de Alarico, debían de ser paganos». Lo eran los seguidores de Radagaiso –que formaban la mitad del pueblo del rey– y muchos de los hunos, alanos y demás bárbaros que se habían unido a él a lo largo de su avance sobre la Ciudad Eterna.
Gigantesco botín
El botín saqueado fue inmenso. Los carros y las alforjas de las monturas quedaron repletas de riquezas. «Buena parte de lo que se custodiaba desde hacía siglos en el ‘forum pacis’ de Vespasiano y en los santuarios capitolonos fue a parar a manos del monarca y a integrar el tesoro real visigodo», desvela Soto Chica. Y, como premio supremo, Alarico se hizo con reliquias milenarias. Lo confirmó el historiador Procopio de Cesarea en su ‘Libro de las guerras V’: «Alarico el Anciano, en tiempos anteriores, tomó como botín […] los tesoros del rey de los hebreos. La mayoría estaban adornados con esmeraldas». La más llamativa fue la Mesa del Rey Salomón, la cual, a su vez, habían robado las legiones romanas de Jerusalén.
Lo que se desconoce es por qué Alarico no se llevó la menorá: el candelabro de siete brazos de un talento –unos 34 kilogramos– de peso que, según la tradición, Yahvé mandó hacer a Moisés en «oro fino y macizo». Fue uno de los pocos objetos de culto que respetó. La reliquia, de hecho, se mantuvo en Roma hasta que, en el 455, los vándalos de Genserico se lo llevaron a Cartago. El mismo Procopio recordó en sus textos que todas las ciudades que lo habían albergado habían caído en desgracia: Jerusalén, Babilonia, Roma y Cartago.
Las joyas y piezas artísticas llevadas desde Jerusalén a Roma por Tito en el 70 D.C., sumadas a otras tantas que ya se escondían en la capital del Imperio, habían convertido su tesoro en uno de los más grandes de la antigüedad. Y, por ende, hicieron de Alarico uno de los monarcas más ricos de su era. El historiador Daniel Gómez Aragonés explica, en declaraciones a ABC, que el visigodo se transformó en el tesoro más importante de todas las monarquías que surgieron en Europa tras la caída del Imperio Romano de Occidente. No lo igualaban ni suevos, ni vándalos, ni francos, ni anglos, ni sajones, ni longobardos.
«Ninguno tenía un tesoro de esas dimensiones. Había comenzado a formarse desde los períodos de las primeras migraciones de este pueblo. Lo había engrandecido el saqueo de Roma por parte de Alarico, que robó aquello que, a su vez, habían robado los romanos en Jerusalén. También había una reliquia de la Vera Cruz que el Papa Gregorio Magno había entregado a Recaredo tras su conversión e, incluso, la mesa del rey Salomón. Y, además del valor económico, tenía también un valor ancestral», explicaba el autor de ‘Toledo. Biografía de la ciudad sagrada’ (La Esfera) para el reportaje de ABC ‘Las cinco causas por las que los musulmanes arrasaron España tras la misteriosa muerte de Don Rodrigo‘..
Origen: El colosal saqueo visigodo que fulminó al Imperio Romano y llevó a las legiones al canibalismo