19 abril, 2024

El embalsamador corrupto que hizo que el cadáver de un papa explotara en su ataúd

El Papa mirando un pájaro, que sostiene en la mano. ABC
El Papa mirando un pájaro, que sostiene en la mano. ABC

Galeazzi-Lisi quiso vender las fotos de Pío XII fallecido y, mediante un extraño proceso de embalsamado, hizo que su cuerpo estallara en el féretro

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El 6 de octubre de 1958 arrancó la breve agonía de Pío XII, un Papa al que su turbia participación en la Segunda Guerra Mundial le rodeó de Leyenda Negra. Desde que se despertó, el Sumo Pontífice empezó a sentirse mal. Los mareos se multiplicaron y, al final, decidió quedarse en la cama y esperar a la llegada de los médicos vaticanos. El carrusel de doctores arrancó minutos después: tres de ellos se personaron raudos, y a ellos se sumó, al poco, el cirujano experto en medicina regenerativa Paul Niehans. Eran, sobre el papel, lo mejor de lo mejor; lo ideal para el máximo representante de Dios en la Tierra.

Pero no sirvió de nada. Apenas unas horas después, su salud se deterioró todavía más. Ya solo era cuestión de tiempo, así que los más allegados de Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli se conjuraron para acompañarle durante sus últimos momentos antes de ascender al cielo. En la habitación de su residencia en Castel Gandolfo, Italia, estaban tres monjas de su máxima confianza, su secretario personal –el jesuita Robert Leiber– y Monseñor Tardini. La situación era tan pésima que este último le dio la Extremaunción a lo largo del día 7. El Papa, con todo, no perdió la lucidez, y hasta recuperó por un momento las fuerzas y quiso levantarse para trabajar. Poco le duró.

Traidor

En mitad de aquellos momentos oscuros, los más tristes para la Iglesia Católica, un hombre al que el Papa había considerado en otros tiempos de su entera confianza pergeñaba sus propias maquinaciones. Gafas grandes, bigote poblado, pelo peinado hacia atrás… Riccardo Galeazzi-Lisi, ‘Archiatra Pontificio’ –forma ceremonial de denominar al médico de cámara del Sumo Pontífice desde la época del Imperio romano–, asió una cámara de fotos, la escondió bajo la chaqueta y accedió al interior de la habitación en la que Pío XII agonizaba. Carente de escrúpulos, y sin mediar palabra con los presentes, hizo varias instantáneas al hombre que le había promocionado desde 1939, cuando no era más que un galeno de medio pelo.

Lo suyo no fue un arrebato, sino la constatación de una codicia exacerbada; de esas que casi da ganas de vomitar. A Galeazzi-Lisi, revistas como ‘París Match‘ y varias editoriales italianas le habían prometido nada menos que 3.200 dólares a cambio de las instantáneas, amén de unos 20.000 más por narrar sus intimidades con el muerto. La veintena de tomas fueron hechas a escondidas; en ellas se ve al Papa de perfil, tumbado en la cama, casi sin vida, con los ojos cerrados y una cánula de oxígeno en la boca. ‘Clac, clac, clac’. Después, se marchó de la sala tan rápido como había llegado para no levantar sospechas. Atrás dejó al que, durante décadas, había sido su máximo valedor en el Vaticano.

Lo de Galeazzi-Lisi ni tuvo ni tiene nombre. Este oftalmólogo ascendió hasta la poltrona médica por la gracia de Pío XII cuando la Segunda Guerra Mundial sacudía Europa e Italia. Y eso que nunca fue un ejemplo de caridad cristiana ni de rectitud moral. Se sabe que contaba con una extensa lista de deudas de juego y que, durante la última etapa de su vida, el mismo Papa dejó de dirigirle la palabra al percatarse de que había aireado muchos de sus secretos personales a la prensa. Aunque se negó a desterrarle de la ciudad santa. «No deseo darle notoriedad ni avergonzar a nadie… Si quiere permanecer en el Vaticano, que lo haga, pero de tal modo que yo no le vea», afirmó.

Vaticano, 1958. El Papa Pío XII. Su última fotografía en color, tomada camino de Castel Gandolfo ABC

El ‘Archiatra Pontificio’ fue como un fantasma a partir de entonces, pero uno muy molesto. Además de sacar las fotografías del cadáver, se sabe que llegó a un acuerdo con el periodista de una conocida agencia de noticias para informarle, en primicia, de la muerte de Pío XII. El acuerdo era sencillo: engrosar su cuenta corriente a cambio de que, cuando el Papa hubiera expirado, el médico levantara una de las ventanas de la residencia como señal. Con lo que no contó el avaricioso galeno fue con las altas temperaturas que golpeaban Roma aquellos días. El 8 de octubre, alguien alzó los cristales y el error provocó el caos. Varios medios se adelantaron e informaron antes de tiempo: «Il papà è morto».

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Pero al Papa todavía le quedaban algunas horas. Tal y como afirma N. Castro en ‘La salud de los papas: medicina, complots y fe’, pasó una última noche larguísima y terrible. Ya no cabían milagros. Pío XII, el hombre que había salvado a cientos de judíos de las garras del nazismo, pero había callado también ante el Holocausto, expiró su último aliento a las 3:50 del jueves 9 de octubre de 1958. El encargado de corroborar su muerte fue el doctor Antonio Gasbarrini. A nivel oficial, dejó este mundo aquejado de un «trastorno circulatorio». Y parece que acertó, pues ya había sido tratado de este mal en varias ocasiones.

Misteriosa explosión

Todavía le quedaba una última jugarreta al doctor. Tras la muerte de Pío XII, los ritos vaticanos siguieron el proceso normal. Entre ellos se hallaba el embalsamamiento; en la práctica, la apertura del cadáver y la extracción de los órganos del Sumo Pontífice para evitar la putrefacción. Todavía hoy, solo existe una forma de que el Papa escape a esta práctica: que especifique a lo largo de su vida que no está dispuesto a consentirla. Y, según esgrimió Galeazzi-Lisi ante la familia, su paciente había reiterado en varias ocasiones su aversión al proceso. Convencido de ello, el galeno se presentó ante el cardenal Tisserant, la suprema autoridad de la Iglesia por la falta de Camarlengo, y le ofreció una curiosa alternativa.

Galeazzi-Lisi afirmó que conocía un proceso elaborado por uno de sus colegas –un tal Oreste Nuzzi– que no requería la extracción de los órganos vitales del fallecido. A su vez, y tal y como explicó ABC en sus páginas de la época, arguyó que la llamada «ósmosis aromática» era una práctica similar a la que se había llevado a cabo con el cuerpo de Jesucristo tras su muerte y que evitaba, además, la rigidez típica del embalsamado egipcio. Su máxima era que no era necesario más que introducir el cadáver en una mezcla de aceites y hierbas aromáticas para, a continuación, envolverlo en plástico durante un día entero. Aquello impediría que la putrefacción le venciese.

Riccardo Galeazzi-Lisi ABC

La madre Pascualina Lenhert, entre las más cercanas a Pío XII, se negó en principio a ello, pero, al final, las autoridades del Vaticano pasaron por el aro. El resultado fue un desastre con mayúsculas. Después del proceso, en la cara del fallecido salieron una ingente cantidad de arrugas. No fue lo único: el cabello se le encaneció, una extraña sustancia negra salió por los orificios de su cara y el vientre se le hinchó por la acumulación de gases. Lo peor fue la peste que empezó a emanar el cuerpo. Según explica José María Zavala en ‘Papas, tras los muros del Vaticano’, el «hedor era insoportable» y los guardias «apenas podían contener las arcadas». Hubo que redoblar las guardias para evitar el desastre.

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Aunque lo peor llegó durante el traslado del cuerpo hasta la basílica de San Pedro. La solución que aportó el médico para evitar la peste fue introducir a Pío XII en un féretro y envolver este en celofán. Pero aquello no evitó que, a lo largo del trayecto, la cavidad torácica del Papa explotara con un sonoro estruendo. Al parecer, debido al cóctel formado por el calor que regaba el Vaticano y los gases emanados por el cuerpo. Así lo explica Martín Caraega en ‘Pontifex Maximus’: «Cuando la carroza funeraria hizo un alto en la Basílica Laterana para el primer rito funerario, un desconcertante ruido como de un pequeño petardo se escuchó dentro del ataúd y provocó que se abriera».

A su llegada a la Iglesia, la pareja de médicos se vio obligada a reconstruir al fallecido, embalsamarlo de nuevo y ponerle una máscara de cera para que los presentes no vieran que su piel se había vuelto negra. Y eso, por no hablar del perenne hedor.

Si Galeazzi-Lisi ya estaba en el punto de mira, aquello le dio la puntilla definitiva. La Santa Sede dejó caer toda su furia contra él. Para empezar, contrataron a un detective para confirmar que las fotografías que se estaban subastando a la prensa habían sido hechas por él. Y, tras corroborarlo, acudieron en su busca. «Se le conminó a entregar la película y, tras una denuncia, fue expulsado del Colegio de Médicos de Italia», explica Eric Fratinni en ‘Secretos vaticanos’. Para colmo, el papa Juan XXIII ordenó su destierro y el de todos sus descendientes. En la práctica, le prohibieron pisar el suelo de la ciudad. Al final, acabó sus días ejerciendo en la frontera francoitaliana.

Origen: El embalsamador corrupto que hizo que el cadáver de un papa explotara en su ataúd

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