El gran error de Churchill al no dejar que un español evitara que los nazis mataran a 43.000 ingleses
El refugio antiaéreo que construyó Ramón Perera salvó la vida a decenas de miles de barceloneses durante la Guerra Civil, pero que el Parlamento británico decidió no utilizarlo cuando Hitler ordenó bombardear Londres entre 1940 y 1941, una decisión catastrófica que le acarreó muchas críticas al primer ministro británico
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Para contar bien esta sorprendente historia de la Segunda Guerra Mundial, que pudo haber salvado la vida a una buena parte de los más de 40.000 civiles que murieron en Londres durante los bombardeos nazis, debemos remontarnos a la Guerra Civil española. En concreto, al mes de marzo de 1937, cuando Barcelona se convirtió en uno de los principales objetivo de la aviación de Mussolini, aliado de Franco durante el conflicto.
Eran los días de la importante batalla de Guadalajara y de la crisis del Gobierno de Largo Caballero. Las autoridades franquistas prohibían en su territorio las películas estadounidenses protagonizadas por actores simpatizantes con la República y, en Valencia, se hacían patentes las divisiones en el Partido Comunista.
Los nacionales emitían sus primeros billetes en Burgos y Franco firmaba en secreto un acuerdo con Hitler para luchar contra el comunismo. Y eran los días de la creación de la Junta de Defensa Pasiva de Cataluña, sobre todo en lo que a nuestro protagonista se refiere, Ramón Perera, un ingeniero de profesión había nacido en Barcelona, el 12 de marzo de 1907, e hijo de una familia pequeño-burguesa que no pasaba estrecheces económicas, precisamente.
El principal objetivo de esta entidad dependiente de la Generalitat fue, en un principio, la de proveer a esta ciudad de los refugios antiaéreos ante la amenaza de bombardeos por parte de los franquistas y sus aliados extranjeros. El encargado de diseñarlos y construirlos fue Perera, afiliado al Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC) y que ocupaba el discreto puesto de secretario de la Sección de Planes y Obras en dicha junta.
Refugios nacidos «por casualidad»
«Nos dimos cuenta de que cuando le cae el cargo, él se entrega de forma brutal y empieza a recorrer toda Cataluña con un Skoda y una máquina de fotos, para inspeccionar obras y analizar los efectos de las bombas sobre el terreno para mejorar las defensas», contaban a EFE los periodistas Montse Armengou y Ricard Belis, con motivo de la publicación de su libro «Ramón Perera, l’home dels refugis» (Rosa dels Vents, 2008).
Según el historiador Jesús Hernández en « Eso no estaba en mi libro de la Segunda Guerra Mundial» (Edición ilustrada, 2018), en Barcelona se construyeron 1.400 refugios y en en el conjunto de Cataluña, otros 2.100, siguiendo las especificaciones de Ramón Perera. Aunque Armengou y Belis sostenían en su obra que las nuevas técnicas que empleó para su construcción «nacieron un poco por casualidad, en el puerto de la Ciudad Condal, viendo la potencia del hormigón y haciendo pruebas con pedazos de hierro». Y deducían de todo ello que el ingeniero «era un hombre que se crecía con las dificultades», que tenía un gran compromiso personal y que era «muy avanzado a su tiempo, con teorías que fueron lecciones durante muchos años».
Sea como fuere, su diseño fue un auténtico milagro para los republicanos durante la Guerra Civil en toda la región noreste de España. La prueba es que, entre todos aquellos que pudieron resguardarse en uno de estos refugios, no se produjo ni un solo muerto por las bombas. Sus profundas observaciones sobre el terreno a la hora de diseñarlos le dieron una serie de características que les hicieron muy eficaces. «Por ejemplo, todos ellos debían tener dos accesos, por si uno de ellos quedaban bloqueado por los escombros. Además, la entrada tenía que ser en forma de L para que la metralla no pudiera entrar en el interior. La mayoría estaban dotados de servicios básicos, como alumbrado eléctrico, pozos de ventilación, bancos para sentarse, letrinas o botiquines. Además, Perera consiguió que fuesen refugios baratos y fáciles de construir», cuenta Jesús Hernández.
Refugios nacidos «por casualidad»
Fue aquí donde entraron en juego los británicos, puesto que un grupo de sus ingenieros cruzaron el Canal de la Mancha y viajaron hasta Barcelona, a principios de 1939, solo para comprobar de primera mano aquellos refugios antiaéreos que habían salvado la vida a decenas de miles de de civiles. La ideas de aquel desconocido ingeniero catalán les habían llamado tanto la atención que se las llevaron prestadas de vuelta a su país.
Gran Bretaña llevaba ya tres años trabajando en la protección de su población ante un posible bombardeo, pero cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, en el número 10 de Downing Street estaban convencidos de que Hitler se quedaría contento tras la conquista de Polonia. Obviamente, se equivocaron. La Alemania nazi no parecía dispuesta a firmar ningún acuerdo con los Aliados hasta no hacerse con el continente entero, como quedaría demostrado pocos meses después con la invasión de Noruega y Dinamarca, Bélgica, Luxemburgo y Holanda.
Tan solo un mes después de que los germanos comenzaran a invadir Francia, Winston Churchill, que llevaba también un mes en el cargo de primer ministro, comenzó a mirar con preocupación al otro lado del Canal de la Mancha. Estaban convencido de que Gran Bretaña sería el siguiente país que intentarían conquistar. Y así ocurrió, porque 1.500 bombarderos y más de mil cazas nazis atacaron las zonas portuarias del sur del país el 10 de junio de 1940.
Primer bombardeo nazi
La Royal Air Force (RAF) se defendió con dignidad a pesar de su inferioridad numérica, pero el 24 de agosto, otro escuadrón alemán desorientado dejó caer por error una serie de bombas sobre una zona habitada del sur de Londres. Esta acción fortuita cambió el curso de la guerra y afectó a millones de personas, puesto que el Gobierno inglés respondió con el bombardeo de Berlín y Hitler dio la réplica con la orden de arrasar Londres.
Este último ataque se saldó con trescientos londinenses muertos y más de mil heridos. La ofensiva aérea nazi se prolongó hasta el 21 de mayo de 1941 y le costó la vida a entre 40.000 y 43.000 ingleses. Una cantidad de vidas enorme que el Gobierno británico podría haber evitado fácilmente si hubiera aceptado la ayuda que les ofreció Ramón Perera con sus efectivos refugios. Sin embargo, tanto Churchill como el parlamento decidieron usar el suyo propio, llamado Anderson, en honor a su ministro de Defensa Civil.
Se trataba de una estructura desmontable, cuyo cuerpo principal constaba de seis planchas de hierro galvanizado y ondulado que formaban las paredes laterales y el techo. Si se contaba también la puerta, estaba compuesto de 14 piezas. A diferencia del de Perera, que era un habitáculo colectivo en el que cabía un grupo amplio de personas y era muy fácil de construir, además de mucho más barato, el refugio Anderson medía solo dos metros de largo, 1,40 de ancho y 1,80 de alto, debía enterrarse en el jardín de las casas con una capa mínima de 40 centímetros de tierra y tenía capacidad para menos de seis personas apretadas y de pie.
3,5 millones de refugios Anderson
Ramón Perera había huido a Francia con los planos de su refugio cuando el Ejército franquista entró en Barcelona. De ahí llegó a Londres con la ayuda de los servicios secretos británicos. Las personas que le asistieron, pensaron que de iniciarse los bombardeos nazis —faltaban unas semanas para que empezaran— podrían contar con la genial obra del ingeniero español. Pero la desilusión cuando comprobaron que el Gobierno prefirió el refugio Anderson, que se comenzó a distribuir inmediatamente entre la población: «Era gratis para los que ganaban 250 libras al año —explica Hernández en su libro—. Los que superaban esos ingresos debían comprarlos a un precio de siete libras. Se construyeron aproximadamente unos 3,5 millones de unidades».
Perera advirtió al Gobierno inglés de que era un error confiar la protección de sus civiles a aquellas estructuras desmontables y con un espacio tan pequeño. Nuestro protagonista intentó convencerles de que los refugios debían ser colectivos. Y, además, les planteó una duda muy razonable: ¿qué ocurría con la gente que no tenía jardín en sus casas para enterrarlo? Y aún así, las autoridades inglesas no dieron su brazo a torcer.
Las razones fueron de lo más peregrinas. Desde que los habitáculos de Perera era tan confortables y estables que los «cobardes y holgazanes» londinenses podrían preferir quedarse en su interior antes que ir a trabajar, en el caso de que los bombardeos parasen, hasta que los refugios de Anderson iban más con el carácter individualista y conservador de los británicos. Armengou y Ricard Belis destacaron que las experiencias de Perera, alabadas por varios ingenieros británicos, podrían haberse aplicado en Inglaterra perfectamente, pero que, «por una cuestión de clasicismo, sistemáticamente no se quisieron escuchar las lecciones de Barcelona». La decisión era, efectivamente, inamovible y pronto empezaron a comprobar que también había sido un error.
Perera, en el parlamento británico
Durante el invierno quedó demostrado que eran fríos y húmedos, en un país tan lluvioso como Gran Bretaña. Pero lo más grave fue que no servían para su cometido, ya que eran eficaces contra la metralla, pero no contra el impacto de una bomba. Los barrios más pobres, en los que la gente no contaba con jardín fueron los más castigados por la aviación nazi. Cuando los muertos superaron los 40.000, un informe confidencial del Gobierno reconoció que rechazar los refugios de Ramón Perera había sido una decisión catastrófica.
Churchill trató de enmendar su error un poco tarde en un discurso en la Cámara de los Comunes, pero este fue incluso retirado del diario de sesiones. Perera pudo dar alguna conferencia en Londres acerca de su experiencia en la Guerra Civil, pero todo fue en vano. Ni siquiera le permitieron publicar un libro en el que iba a explicar las consecuencias que habría tenido para la población de haberse utilizado. Eso no impidió que las críticas contra el primer ministro por su decisión fueran en aumento, aunque la cabeza de turco acabara siendo el ingeniero John Anderson.
El octubre de 1940, Churchill hizo dimitir al ingeniero inglés de su cargo como responsable de la defensa civil para mitigar los ataques contra su persona y comenzó a organizar la construcción de los refugios colectivos dentro del metro. Sin embargo, ni tan siquiera entonces se contó con la ayuda de un experto como Perera. «Ingenieros británicos ligados a sindicatos y a partidos de izquierda se movilizaron para exigir al Gobierno que rectificase antes de que fuera demasiado tarde», subraya el libro de Hernández que recoge este episodio. Y aunque el Gobierno intentaba poner en marcha algunas tímidas políticas para lavar su imagen ante las protestas crecientes de la población, las estadísticas seguían reflejando la desprotección a la que esta estaba condenada.
La aviación de Hitler continuó bombardeando Londres y solo un 4% de los londinenses acudieron al metro y a otros refugios improvisados. El 9% recurrió a otros refugios de superficie no muy estables y el 27% a los refugios Anderson. El resto de la población permanecía en sus casas rezando. Ramón Perera, por su parte, cayó en el olvido y su diseño tampoco volvió a ser utilizado, por desgracia, durante la Segunda Guerra Mundial. Al finalizar esta siguió trabajando como ingeniero, esta vez en la industria bélica. Murió en la capital londinense en 1984, sin regresar jamás a España.