El monumental templo mexica dedicado al dios de la guerra que dejó a Hernán Cortés sin palabras
El arqueólogo mexicano Eduardo Matos Moctezuma, premio Princesa de Asturias de Ciencias Social, fue el fundador del Proyecto Templo Mayor para recuperar sus restos arqueológicos
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El Templo Mayor, llamado por los indígenas ‘huey teocalli’, era el centro de la vida política, económica y religiosa de la ciudad de Tenochtitlán. Cincuenta edificios de gran altura vertebraban esta ciudad con miles de casas, jardines flotantes, innumerables puentes y tres amplias avenidas que se conectaban con los canales a través de ingenios desconocidos en el resto del continente. Un día cualquiera más de 20.000 canoas circulaban por esta ciudad rodeada por las aguas saladas del lago Texcoco, lo cual da cuenta del avanzado conocimiento mexica en cuestiones de ingeniería hidráulica.
El corazón de la ciudad estaba cosido por el Templo Mayor, que albergaba, entre otras edificaciones, el templo doble dedicado a los dioses Tláloc y Huitzilopochtli, la llamada Casa de las Águilas, el Templo de Ehécatl, el Tzompantli, el Juego de Pelota y el Calmecac.
En este recinto confluían las tres calzadas principales hacia los puntos cardinales: la de Ixtapalapa, que iba al Sur; la de Tacuba que iba al Oeste y la de Tepeyac que dirigía al Norte. Hoy, los restos arqueológicos de este monumento están gestionados por el Proyecto Templo Mayor, que fue fundado por el arqueólogo mexicano Eduardo Matos Moctezuma, nuevo premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
El corazón del imperio
El origen del recinto se encuentra en un primitivo templo levantado para engrandecer a su dios patrono, Hutzilopochtli, dios de la guerra y la muerte. Este humilde altar hecho con paja y madera evolucionó al cabo de los años en una majestuosa pirámide que alcanzó una altura aproximada de 45 metros. Aquella gran construcción, orientada hacia poniente, se asentaba sobre una plataforma que representaba el nivel terrestre, mientras que la parte superior del templo hacía las veces del nivel celestial, que solo podían pisar los sacerdotes y las víctimas de los sacrificios. En la cima de la pirámide se alzaban, junto al templo de Huitzilopochtli, otro dedicado a Tlaloc, divinidad acuática que representaba la vida y el sustento. La confrontación de ambas divinidades, la vida y la muerte, daba buena muestra de la visión extrema que tenían del mundo los mexicas.
El Templo Mayor fue durante dos siglos el centro simbólico de la gran red tributaria del Imperio mexica, un lugar en donde se reunían las ofrendas sagradas y depósitos funerarios; un lugar para rezar a las deidades de la guerra y la lluvia y, sobre todo, un símbolo de los logros de los aztecas ante sus enemigos. Allí se realizaban desde las fiestas religiosas hasta la entronización de los tlatoanis y los funerales de los viejos gobernantes.
La construcción de este templo requirió el trabajo de miles de obreros, gran parte de ellos procedentes de otras poblaciones dominadas por los aztecas, quienes les exigían trabajar en las obras del estado como parte del tributo que debían pagar. El Templo Mayor era una demostración del poder de los soberanos aztecas sobre los pueblos circundantes y donde se inmolaban los tributos.
Frente al templo de Tlaloc dedicado a la vida, había un Chac-mool policromado, una figura reclinada esculpida en piedra sobre la que se colocaban los corazones de las personas sacrificadas, después de que éstas fueran ejecutadas sobre una piedra dispuesta frente al templo de Huitzilopochtli. Los sacrificios humanos masivos eran un mecanismo clave en el sistema mexica. Cada año entre 20.000 y 30.000 personas, capturados entre las tribus vecinas, eran inmoladas en estas ceremonias. Cientos de tribus celebraron con júbilo la desaparición de aquella máquina de matar haciendo que, como advierte la historiadora australiana Inga Clendinnen, lamentar la caída del Imperio azteca es como sentir pesar por la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial.
Los españoles quedaron asombrados con esta Venecia americana y especialmente con la majestuosidad del Templo Mayor. El propio Hernán Cortés, en su ‘Segunda Carta de Relación’, destacaba un templo sobre todos los demás porque «hay uno que es el principal, que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de él». El cronista Diego Durán recordaría cómo el Templo Mayor tenía un patio propio, con una cerca de serpientes labradas en piedra y, en su cumbre, «unas almenas muy galanas labradas a manera de caracoles […], que era cosa deleitosa verlos y hermoseaba la ciudad».
Sobrevivir al paso de los siglos
El conquistador español inició tras la caída de la capital mexica una labor más silenciosa pero más espectacular que las operaciones militares. Tuvo que articular política e institucionalmente un nuevo reino, a la postre de una de las mayores potencias del mundo, fundar ciudades, construir puentes, caminos, minas y dar encaje a la realidad mestiza que iba a caracterizar la Nueva España. Elevar a Tenochtitlán como ‘Cabeza del Nuevo Mundo’ fue el primer paso del ambicioso proyecto.
Cortés siguió la «Organización urbana ovandina» para trazar el plano de la nueva ciudad, conservando restos del Templo Mayor, según el trazado clásico del castrum romano, con calles en línea recta, manzanas rectangulares y una plaza mayor o de armas (el viejo foro) destinada a ser el centro de la vida urbana. La gran plaza donde se ubicaban la residencia real y el templo mayor se eligió como centro donde se construirían los centros de poder españoles. Todo esto fue fruto de una decisión muy meditada: construir algo nuevo, usando algo viejo.
El nuevo plano de la ciudad aprovechó la importancia del Templo Mayor para estructurar la urbe, si bien la mayoría de las construcciones indígenas quedaron sepultadas bajo las edificaciones españolas, máxima representación del Barroco en América. Las fuentes confirman que en 1524 todavía estaba en pie gran parte de este recinto, pero la nueva ciudad se hizo con materiales de edificios preexistentes y la aparición de la nueva civilización se hizo a costa de las ruinas de las anterior.
Desde entonces, algunos de los restos del Templo Mayor han ido apareciendo en excavaciones esporádicas. En 1790 se encontró una gran estatua de la diosa Coatlicue y un enorme monolito, la Piedra del Sol o Calendario Azteca. En 1914, un arqueólogo halló vestigios que relacionó con el Templo Mayor, aunque aquellas obras no tuvieron continuidad. El proyecto definitivo llegaría en 1978, cuando, en el transcurso de unas obras de cableado subterráneo, los trabajadores de la compañía de la luz descubrieron un nuevo monolito dedicado a la diosa de la Luna Coyolxauhqui, lo que dió un gran impulso para excavar todos los restos del Templo Mayor. El entonces presidente del país, José López Portillo, lanzó su famosa frase «exprópiense las casas. Derríbense. Y descúbrase, para el día y la noche, el Templo Mayor de los aztecas».
Sin embargo, para mostrar el templo fue necesario destrozar varias construcciones virreinales con siglos de existencia en una clara vulneración de los principios de la Unesco, que piden respetar tanto el pasado de una civilización como de otra. El proyecto logró ubicar una quinta parte de los 78 edificios que probablemente albergaba el recinto sagrado y mantener en los últimos cuarenta años una exquisita conversación de estos. En 1987, la Unesco declaró el sitio Patrimonio de la Humanidad al tiempo que se abría el Museo del Templo Mayor como guardián de esos valiosos bienes.
Una de las piezas mejor conservadas hoy es el relieve de la Diosa Coyolxauhqui, localizada al pie de la escalinata que conducía al templo de Huitzilopochtli. La representación hace referencia al mito mexica sobre el nacimiento de su dios titular Huitzilopochtli en el Cerro Coatepec. Concretamente, según el relato, el embarazo de la diosa Madre Coatlicue enfureció tanto a su hija Coyolxauhqui y a sus cuatrocientos hijos, los Centzonhuitznahua, que decidieron matarla. En ese momento nació Huitzilopochtli, quien defendiendo a su madre, decapitó a su hermana y despeñó su cuerpo desde lo alto del cerro en un gran festín de sangre.
Origen: El monumental templo mexica dedicado al dios de la guerra que dejó a Hernán Cortés sin palabras