27 abril, 2024
Franz Josef Huber, Arthur Nebe, Heinrich Himmler, Reinhard Heydrich y Heinrich Müller planeando la investigación del atentado contra Hitler en 1939. Foto del Archivo Federal Alemán

El 30 de enero de 1933, el presidente Hindenburg nombraba canciller del Reich a Adolf Hitler, líder del principal partido político alemán. Sin embargo, contra lo que se suele suponer, el Führer estaba aún muy lejos de ostentar el poder absoluto. En su gabinete de coalición solo había dos ministros nazis de un total de once: Wilhelm Frick, en Interior, y Hermann Göring, sin cartera. Los otros nueve provenían de distintas formaciones conservadoras, y estaban completamente seguros de poder manipular al político austríaco a su antojo. No iba a ser así. Los dos ministros de su partido, y en especial el orondo y campechano expiloto Göring, resultarían decisivos.

Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!

A Hermann Göring le gustaba ostentar, y qué mejor forma de hacerlo que la de acumular cargos y poder. No solo seguía siendo presidente del Reichstag, el Parlamento, sino que también había sido designado ministro del Interior de Prusia, el mayor y más poblado estado del Reich, cuyas numerosas fuerzas del orden quedaban así bajo sus órdenes directas. Una de sus primeras medidas en el cargo fue la de crear una fuerza auxiliar de policía con el pretexto de devolver la paz a las calles –ciertamente sacudidas por una feroz lucha política que se cobraba muertos a diario– y evitar un supuesto complot comunista. De sus 50.000 miembros, la mayor parte provenían de las SA y las SS. Su misión real no era otra que la de amedrentar a la oposición de izquierdas.

Casi un mes después se incendió el Reichstag. La autoría del siniestro nunca se ha dilucidado, aunque existe cierto consenso en considerarlo obra del holandés Marinus van der Lubbe, un antiguo comunista, anarquista por entonces. Rápidamente se hizo público el Decreto del Presidente del Reich para la defensa del Pueblo y del Estado, que suspendía la mayor parte de las garantías constitucionales. Ello permitió a esta “policía auxiliar” actuar con contundencia e internar a los enemigos del partido. Pese a todo, la estructura policial concebida por Göring aún no había culminado.

Nace la Gestapo

El 26 de abril de 1933, a partir de un departamento ya existente de la policía estatal prusiana, nació la Policía Secreta del Estado, inicialmente llamada Gestapo. Al frente del nuevo organismo figuraba Rudolf Diels, policía de carrera, mujeriego y pendenciero, que había ingresado en el cuerpo como experto en movimientos radicales. Era amigo de Göring, con el que acabó emparentado, pero también era un buen profesional.

Hermann goring creador gestapo policía secreta

Hermann Göring

La depuración promovida por Diels fue limitada. La mayoría de los miembros de la Gestapo procedían del resto de los cuerpos policiales, sin que sus antecedentes políticos, a menos que fueran notorios, se tuviesen muy en cuenta. No se trataba –no en esta primera época– de nacionalsocialistas fanáticos, sino más bien de profesionales que veían en su incorporación al nuevo servicio una oportunidad para medrar. Pero pronto resultó evidente que la pertenencia a alguna de las organizaciones del partido, sobre todo a las SS, facilitaba las cosas. Las nuevas hornadas de reclutas llegarían ya del entorno nacionalsocialista.

No obstante, la Gestapo no estaba sola. Unas semanas antes, el comandante de las SS, Heinrich Himmler, en su calidad de jefe de la policía de Múnich, logró hacerse con el control de la BayPoPo, la policía política de Baviera, y en los meses siguientes hizo lo mismo con las de otros estados alemanes. La carrera por el control absoluto del sistema policial alemán había comenzado.

La SD contaba con un completísimo y eficaz archivo mecánico con los datos personales de millones de alemanes.

Pieza clave en esta disputa fue la existencia de otra organización: la SD, el Servicio de Seguridad de las SS. En manos de Reinhard Heydrich, frío y efectivo lugarteniente de Himmler, su objetivo final era el de actuar como organismo de información único del partido nazi. Al no tratarse de un organismo estatal, sino de partido, carecía de capacidad ejecutiva. Una vez reunidas las pruebas sobre un delito, los miembros de la SD tenían que pasar el caso a la Gestapo, que se encargaba de detener al sospechoso. Esto alimentó una rivalidad entre ambos servicios nunca superada del todo. Pese a ello, con el paso de los años, sus límites se volvieron más difusos. Un buen número de jefes y números de la policía política ingresaron no solo en las SS, sino también en la SD. Se hacía a modo honorífico o a tiempo parcial, sin abandonar el puesto de trabajo en la Gestapo, pero semejante urdimbre entorpecía y limitaba los resultados generales. En todo caso, la SD contó con un as a su favor. Un completísimo y eficaz archivo mecánico con los datos personales de millones de alemanes, en el que figuraban las debilidades de muchos prohombres de Alemania.

En manos de Himmler

Una de las primeras víctimas del pulso entre Göring y Himmler por hacerse con la policía alemana iba a ser el propio Diels. Un expediente sobre supuestas deficiencias en su gestión provocó su destitución a finales de 1933. Le reemplazó Paul Hinkler, un antiguo miembro de las SA, con una larga trayectoria en el partido. Temiendo por su vida, Diels huyó a Checoslovaquia, pero la inestabilidad emocional y el agudo alcoholismo de su sucesor desembocaron en su restitución en el cargo.

Justo por entonces, disueltos ya el resto de partidos y los sindicatos, cuando los nazis estaban a punto de controlar todos los resortes del poder, surgieron en su seno voces discordantes que pedían una “segunda revolución”. Fue concretamente en las SA, y su pretensión al respecto era integrarse en las Fuerzas Armadas. Las muestras de descontento por parte del cuerpo de oficiales, que siempre habían despreciado a los SA por marrulleros, no se hicieron esperar.

Göring, Himmler y Heydrich tejieron una débil y circunstancial alianza para lograr que el Führer tomara una decisión más favorable a sus intereses.

El Ejército era la única institución capaz de frenar el meteórico ascenso de Hitler y los suyos. Contaba, además, con el respaldo de los medios financieros y del octogenario presidente Hindenburg, y no tardó en hacérselo saber al Führer. Hitler no podía permitirse tal desliz en ese momento. Tenía que poner orden en su propia casa, aunque ello comportara el descabezamiento de sus SA, a las que tanto debía, y la eliminación de su comandante, Ernst Röhm, un buen amigo y el único miembro de su entorno que ostentaba el privilegio de tutearle.

Ni Göring ni mucho menos Himmler y Heydrich eran ajenos a lo que se cocía, y no pararon de echar leña al fuego. Temían a Röhm, aquel rudo y violento aunque franco y directo soldado, y le consideraban un obstáculo para sus fines. La denuncia de su homosexualidad ante Hitler no había servido de nada, por lo que los tres jerarcas tejieron una débil y circunstancial alianza para lograr que el Führer tomara una decisión más favorable a sus intereses.

El precio que tuvo que pagar Göring a Himmler por su apoyo (sus SS estaban subordinadas a las SA de Röhm) iba a ser muy alto: el control de la Gestapo. Pero en aquellos días le daba igual, algo de lo que más de una vez habría de arrepentirse. Jugador nato, Göring estaba convencido de que tras la eliminación del jefe de las SA le sería concedida la jefatura de las Fuerzas Armadas. Esperó en vano. Tras la muerte de Hindenburg en 1934, fue el propio Hitler quien se arrogó tal distinción. Su premio de consolación fue el mando de la recién nacida Luftwaffe, la fuerza aérea.

Himmler delegó sus funciones de control de la Gestapo en Heydrich, el astuto y apuesto jefe de la SD. A Diels se le invitó a presentar la dimisión. La primera etapa de la vida de la Gestapo había concluido.

Llega la gran purga

El bautismo de fuego de la nueva policía política tuvo lugar durante la Noche de los Cuchillos Largos, que, además de costar la vida a Röhm y otros responsables de las SA, fue aprovechada por Göring, Himmler y el propio Hitler para eliminar a diversos personajes molestos, en un ir y venir de listas negras sin aparente final. El número de víctimas no se ha podido determinar con exactitud. Una gran parte de ellas habían sido detenidas por números de la policía política. Sin embargo, por lo general, sus miembros se abstuvieron de participar en las ejecuciones, que corrieron a cargo de piquetes de las SS.

Todas las policías políticas estatales del Reich quedaban encuadradas en el Cuartel General de la Gestapo en Berlín.

Heinrich Himmler había sido el gran vencedor de los sucesos de aquel caluroso junio de 1934.Ahora todas las policías políticas estatales del Reich quedaban encuadradas en el Cuartel General de la Gestapo en Berlín, situado en el pronto famoso y temido número 8 de la Prinz Albrechtstrasse. Ser citado en él equivalía prácticamente a una condena, pues con frecuencia solo se salía de sus paredes para acabar en prisión o en algún campo de concentración. A este amplio edificio se unieron otras construcciones próximas a medida que las múltiples funciones del cuerpo requirieron más y más espacio. Pero ¿cómo operaba la Gestapo?

El temor supera al número

Se ha difundido la imagen –y los alemanes de entonces así lo acabaron creyendo– de que había un agente de la Gestapo en cada esquina. Nada más lejos de la realidad. En sus momentos de máxima expansión, cuando controlaba la actividad de cientos de millones de europeos, la nómina de sus agentes no iba más allá de los treinta y dos mil. De ellos, apenas unos quince mil tenían funciones ejecutivas, mientras que el resto se dedicaba a tareas administrativas.

Con lo que sí contaba la Gestapo era con una amplia red de colaboradores. Tampoco puede exagerarse su número, pero nunca faltaron personas que, por miedo o por dinero, para esconder su anterior desafección al régimen, por convicción política o por venganza personal, no dudaron en delatar a sus vecinos, compañeros de trabajo e incluso familiares. Además, la Gestapo podía recabar durante sus pesquisas la obligada colaboración de las demás policías y organismos públicos y privados. Por esa razón, el común de los alemanes la creyó dotada de un poder absoluto. Llegaron a pensar que, tarde o temprano, todo lo que hacían o decían acabaría llegando a sus oídos.

Su mejor arma fue el terror que su nombre inspiraba y el clima de permanente sospecha que fue extendiéndose en la sociedad.

Esta era, sin duda, su mejor arma: el paralizante terror que su nombre inspiraba y el clima de permanente sospecha que fue extendiéndose en la sociedad, clima que la Gestapo se afanaba en cultivar. De ahí que recurriera a amplias y sonoras redadas, más para detener a personas significativas (con el fin de amedrentar a sus conciudadanos) que para capturar a un gran número de teóricos oponentes.

También se servía de la simple advertencia, que a menudo convertía al intimidado en sumiso colaborador. La alternativa era acabar en la Columbiahaus berlinesa para ser sometido a un interrogatorio, y las consecuencias de algo así resultaban imprevisibles, dada la dureza de los métodos empleados.

Las torturas a que eran sometidos los detenidos en estas instalaciones eran tantas como la imaginación de los agentes pudiera concebir. Desde la simple paliza hasta las descargas eléctricas en los genitales. Una de las preferidas era la “bañera”, consistente en sumergir la cabeza del preso en una artesa repleta de agua hasta acercarlo a la asfixia. El proceso se repetía tantas veces como se considerara necesario, y podía acabar con la muerte del torturado. No siempre se recurría a tormentos. Con frecuencia bastaba una ligera presión para que el detenido confesara, porque solía intuir, por los gritos que se oían, lo que podía ocurrirle.

Durante su trabajo los agentes solían vestir de paisano, y se identificaban con una placa metálica de forma ovalada. En el anverso figuraba un águila con la esvástica entre sus garras, y en el reverso la fórmula “Geheime Staatspolizei” y el número del agente. Su arma reglamentaria, que no excluía otras, era la pistola Walter PP de 9 mm Kurz (corto) de ocho balas, reputada como liviana y segura.

Los abrigos de cuero que asociamos a los hombres de la Gestapo se hallaban, en realidad, de moda por entonces.

Respecto a sus largos abrigos de cueroesos a los que tan acostumbrados nos tiene Hollywood, en realidad se hallaban de moda por aquel entonces, y también los portaban otros miembros del partido, el Ejército o la administración. Cuando un agente de la Gestapo vestía de tal modo solía ser precisamente para hacer notar su presencia, con intenciones disuasorias. Por lo demás, como todo servicio de información, en sus pesquisas necesitaba todo lo contrario: pasar inadvertido.

En 1936 se llevaron a cabo una serie de reformas policiales que, sumadas al nombramiento de Heinrich Müller como jefe de operaciones, conformarían definitivamente el futuro de la Gestapo. La organización actuaría a partir de entonces con absoluta impunidad, libre de cualquier veleidad legalista. Sin lastres de ningún tipo, su actividad trascendería el mero marco político para convertirla en guardiana y opresora de toda una sociedad.

Origen: El origen de la Gestapo

LEER  Pobre y humillado: la absurda muerte de Mengele, el «carnicero» más desquiciado del nazismo

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies

Este sitio web utiliza cookies. Al continuar utilizando este sitio, acepta nuestro uso de cookies.