El secreto mejor guardado de los golpistas españoles: ¿quién era el «gran traidor» del 23-F?
El 18 de febrero de 1982 comenzó el juicio contra los militares que urdieron la toma del Congreso
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«¡Quieto todo el mundo! ¡Al suelo!». Con estos gritos y empuñando una pistola Star BM en la mano derecha. De esta guisa entró el teniente coronel Antonio Tejero (su graduación la acreditaban las dos estrellas de ocho puntas que llevaba en la manga de la chaqueta) en el Congreso de los Diputados el 23 de febrero de 1981. Fue a las 6 y 23 minutos de la tarde, cuando el diputado Manuel Núñez Encabo había sido llamado a la votación. Y es que, aquel día se estaba celebrando el debate de investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente tras la dimisión de un Adolfo Suárez (UCD) ya acorralado políticamente. El Guardia Civil no llegó solo. Iba acompañado de una cuarentena de compañeros dispuestos, según parecía, a ejecutar el «cambio de timón» que algunos sectores ocultos de España pedían desde hacía meses.
Cuando pisó la cámara, el histriónico sujeto de bigote característico no podía siquiera imaginarse que su destino era ser condenado a 30 años de prisión por «rebelión militar». Sentencia que llegó tras más de 15 meses de un proceso judicial que comenzó el 18 de febrero de 1982 y una apelación. Por el contrario, aquella jornada todo era jolgorio para él. Así lo demuestra el que, antes de irrumpir en el Hemiciclo, el teniente coronel se paseara por los pasillos del edificio exultante y lanzando «vivas» a Jaime Milans del Bosch (su compinche en Valencia). Ese 23-F era el día de cambiar el rumbo de España mediante lo que -según creía el propio Tejero- sería un gigantesco operativo apoyado por una «autoridad militar competente». Un gran traidor o «elefante blanco» secreto cuya identidad, a día de hoy, sigue causando controversia (a pesar de que se atribuye a Alfonso Armada y Comyn).
Un golpe a voces
Dicen los expertos que, por aquel entonces, el «ruido de sables» de España (descontento castrense, que afirmaríamos hoy) era más ensordecedor que el que hacían los Tercios al enfrentarse a sus enemigos. No era para menos, pues en nuestras fronteras morían de media al mes más de una decena de militares por los atentados de ETA y se vivía, además, una fuerte crisis económica y política. Suárez tampoco ayudó a rebajar la tensión firmando la legalización del Partido Comunista en 1977, una línea que -entre bambalinas- había prometido no cruzar a los sectores más reaccionarios de las altas esferas. «La legalización del PCE fue uno de los acontecimiento más relevantes, tensos y decisivos de la Transición. […] Las reacciones más virulentas vinieron de la derecha y de la cúpula militar», explica Juan Andrade en su obra «El PCE y el PSOE en (la) Transición».
Por todo ello, y por otras tantas cosas, el líder de Unión de Centro Democrático fue tajante cuando anunció su dimisión el 29 de enero de 1981. «No es una decisión fácil. Pero hay encrucijadas tanto en nuestra propia vida personal como en la historia de los pueblos, en los que uno debe preguntarse serena y objetivamente si presta un mejor servicio a la colectividad permaneciendo en su puesto o renunciando a él», dijo en su discurso de despedida.
Suárez, que de tonto no tenía un pelo, sabía que pintaban bastos. De hecho, por entonces ya había dicho en «petit comité» que no le extrañaría que el país sufriese un nuevo golpe de Estado. «No descarto que lo haya. Y si lo hay, Armada habrá sido su inductor», proclamaba. ¿Quién era esta persona a la que señalaba con el dedo? El político se refería al entonces segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército: Alfonso Armada. Uno de los hombres con más contactos en Palacio debido a que había trabajado como secretario del monarca.
Los temores de Suárez se cumplieron así el 23 de febrero cuando, de dos autobuses alquilados, bajaron una cuarentena de Guardias Civiles al mando de Tejero. El mismo sujeto que, apenas un año antes, había sido condenado por urdir otro complot contra la democracia en la llamada « Operación Galaxia».
A las seis de la tarde, así pues, el teniente coronel se subió al estrado del Hemiciclo del Congreso de los Diputados ante el asombro de unos, y la resignación de otros. Como un resorte, el vicepresidente Manuel Gutiérrez Mellado (general y militar de profesión) se levantó entonces de su asiento para llamar al orden al invasor. Indignado, se encaró con Tejero. Hicieron falta varios golpistas (y no menos disparos al aire) para hacerle cejar en su empeño. Al final, fue Suárez el consiguió conver a este heroíco personaje de que volviese a sentarse.
Los siguientes minutos los pasaron sus señorías -casi todas, salvo excepciones- de cara al suelo. Las armas son las armas. El trasiego de uniformados se generalizó en la sala, y su obsesión por el silencio informativo quedó patente. Al fin y al cabo, se hizo famosa la frase que uno de los Guardias Civiles espetó a los reporteros presentes: «No intentes tocar la cámara, que te mato». A pesar de todo, la valentía de los periodistas permitió que, a posteriori, todo el mundo escuchara las palabras del capitán Jesús Muñecas Aguilar, subordinado de Tejero: «Buenas tardes, No va a ocurrir nada, pero vamos a esperar un momento a que venga la autoridad militar competente para disponer… lo que tenga que ser y lo que él mismo… diga a todos nosotros. O sea que estense tranquilos. No sé si será cuestión de un cuarto de hora, veinte minutos, media hora.. me imagino que no más». Esa «autoridad militar», no obstante, jamás se personó ante los diputados.
Poco después, a eso de las siete de la tarde, el golpe de Estado siguió su curso. Aproximadamente a esa hora Jaime Milans del Bosch (un militar adorador del viejo régimen y capitán general de la III Región Militar) sacó, como se suele decir, los tanques a las calles de Valencia. Oficialmente, su excusa era la falta de gobierno. Extraoficialmente, esperaba que un golpe de fuerza como aquel hiciera que el resto de territorios se unieran a él y a Tejero y se alzasen contra la democracia.
Sus movimientos fueron, además, acompañados de dos bandos (edictos públicos) en los que declaraba que se hacía con el poder en espera de las órdenes del Rey. Con él vino una gigantesca retahíla de medidas dictatoriales como el toque de queda. «Se prohíbe el contacto con las Unidades Armadas por parte de la población civil. Dichas Unidades repelerán sin intimidación ni previo aviso todas las agresiones que puedan sufrir con la máxima energía», decía uno de los muchos puntos de aquel texto. Acababa de comenzar un cruel juego de naipes en el que los representantes de las diferentes Regiones Militares debían declararse (o no) leales al Gobierno… ¿Se produciría un alzamiento?
Mientras los muchísimos militares y policías leales al gobierno rodeaban el Congreso al mando de José Luis Aramburu Topete (director general de la Guardia Civil), Juan Carlos I inició una extensa ronda de llamadas a todas las Regiones Militares dejando claro su total apoyo a la democracia y tratando de evitar una posible sublevación general favorecida por el desconcierto. En esa ruleta de contactos también entró Milán del Bosch, quien no hizo caso en primer momento a sus órdenes. La tensión iba en aumento.
Y desde la Zarzuela solo podían pensar en la División Acorazada Brunete, la principal fuerza mecanizada ubicada en Madrid. Si esta unidad movilizaba sus carros de combate, sería más que difícil parar el envite. No les faltaba razón a los asesores del monarca, pues Ricardo Pardo Zancada (entonces comandante destinado en la II Sección del Estado Mayor de dicha división) era partidario del golpe, y estaba intentando convencer a su superior ( José Juste) de sacar a pasear los blindados por el centro de la capital.
Armada ¿el «elefante blanco»?
¿Quién era esa autoridad militar competente? Extraoficialmente se cree que Alfonso Armada, un militar que presuntamente intentaba, desde hacía meses, posicionarse como futuro líder de un «gobierno de concentración». Es decir, de un conglomerado formado por militares y civiles tras un posible golpe de Estado. La versión más extendida sobre quién fue el verdadero arquitecto del 23-F dice que este oficial tejió una intrincada tela de araña que le permitiera tomar el poder del país por la «puerta de atrás». Y todo ello, traicionando de paso a Juan Carlos I, con quien había trabajado durante casi dos décadas.
Su primer paso habría sido fomentar las ansias del impulsivo Tejero (y del no menos nostálgico del régimen anterior Milans del Bosch) por dar un «golpe de timón» quitándose de en medio a los políticos.
¿Cómo les convenció de que era posible cambiar el rumbo del país mediante la fuerza? Al parecer, confirmándoles que su gran amigo, el Rey, estaba de su lado y que ambos dirigirían juntos la ofensiva del 23 de febrero desde Palacio. Una teoría que quedó totalmente destrozada cuando el general José Juste (el oficial al mando de la Brunete al que intentaba convencer Zancada) llamó a la Zarzuela para preguntar por él: « ¿Armada? Ni está, ni se le espera», le explicaron.
Les faltó decir, también, que había pedido ver a Juan Carlos I en reiteradas ocasiones ese día y que este le había mandado a paseo no dejándole estar a su lado (pues cada vez sospechaba más de que era uno de los artífices de todo aquel jaleo). Dicha respuesta valió que los carros no salieran a las calles de Madrid y dieran el golpe de gracia a la democracia.
Esta misma versión afirma también que Armada, herido por no poder seguir adelante con el plan, se presentó en la puerta del Congreso por voluntad propia, y sin el beneplácito del monarca, para (oficialmente) «negociar» con Tejero su abandono del Hemiciclo. A eso de las 23:50 accedió al edificio junto a Aramburu Topete,que salió en solitario de allí media hora después. En el interior, el supuesto artífice del golpe habría propuesto a Tejero formar un gobierno de concentración militar y civil dirigido por él mismo, tal y como ansiaba desde hacía tiempo. Sin embargo, la respuesta del teniente coronel habría sido negativa, pues no andaba deseoso de compartir el poder con los «paisanos» comunistas contra los que tanto había combatido.
Así fue como el sueño de Armada de tomar la poltrona habría sido destruido. Su plan de quedar al frente de España pareciendo un héroe (ayudando al país cuando su poder democrático se hallaba preso) se habría esfumado. Con todo, esta es una teoría que el general siempre negó antes de fallecer en 2013, después de cumplir a medias su condena. El secreto de lo que verdaderamente sucedió murió -en parte- con él.
Con todo, también se barajaron otros nombres como el del propio Jaime Milans del Bosch o el general F ernando de Santiago y Díaz de Mendívil, un destacado de Suárez que escribió un artículo poco antes del 23-F llamando -presuntamente- al alzamiento. Incluso se llegó a nombrar a algunos civiles que podrían haber pisado la sala aquella fatídica jornada (algo que no tendría mucho sentido debido a que Muñecas afirmó que sería una «autoridad militar»).
Un largo juicio
Independientemente de quien fuera aquel «elefante blanco», todo terminó aproximadamente a la una de aquella mañana. Fue entonces cuando Juan Carlos I, vestido con su uniforme de capitán general de los ejércitos, dirigió un discurso histórico a los españoles. «Ante la situación creada por los sucesos desarrollados en el Palacio del Congreso y para evitar cualquier posible confusión, confirmo que he ordenado a las Autoridades Civiles y a la Junta de Jefes de Estado Mayor que tomen todas las medidas necesarias para mantener el orden constitucional dentro de la legalidad vigente».
Un mensaje a Milans del Bosch provocó que los tanques volvieran a sus garajes, lo que significó el golpe definitivo para Tejero. Este, no tuvo más remedio que abandonar el secuestro de los diputados y firmar la rendición el 24 de febrero sobre el capó de un coche. A cambio de retirarse, eso sí, el ya cansado teniente coronel logró la promesa del Gobierno de que todo aquel Guardia Civil presente en el Hemiciclo cuya graduación fuera teniente o menor, no sufriese represalias judiciales.
Aquel fue el final de la toma del Congreso, pero el comienzo de los juicios contra los implicados, entre los que estaba Armada (quien fue detenido varios días después). El proceso se inició el 18 de febrero de 1982, un año después, y se desarrolló principalmente en Madrid. Como dijo ABC en un artículo publicado el 4 de junio de ese mismo año, «la vista de la causa 2/81 por el delito de rebelión militar ha sido la más larga del Derecho penal castrense, tres meses y cinco días».
Tampoco fue sencilla, pues en ese tiempo los jueces (pertenecientes alConsejo Supremo de Justicia Militar) tuvieron que leer más de 1.500 folios a petición de los 28 abogados de los 33 procesados. «Fueron citados un total de 69 testigos para prestar declaración en el juicio», añadía este diario, desde donde también se determinó que la causa había quedado plasmada en nada menos que 22.000 hojas.
El proceso comenzó el 19 de febrero de 1982 en las instalaciones del Servicio Geográfico del Ejército. Las primeras jornadas del juicio (que fue seguido masivamente por los medios de comunicación españoles) fue bastante potente a nivel mediático, pues incluyó un cara a cara entre Milans del Bosch y Armada.
El 23 de febrero se produjo un intendente que marcó el devenir del proyecto y demostró el estilo bronco de defensa que iban a mantener los acusados. Así lo narró ABC: «El primer aniversario de la intentona, se produjo el primer incidente al negarse los 33 procesados a comparecer en la Sala a causa de la publicación de “Diario 16” de un reportaje sobre la actuación del capitán Álvarez-Arenas en el Congreso de los Diputados». A la vista de que sería imposible seguir, el presidente del Tribunal quitó la acreditación al director del periódico. Después le fue entregada de nuevo a cambio de que no cubriera el proceso ni él, ni el reportero que había firmado aquella información.
Las siguientes semanas se desarrollaron entre los interrogatorios de los diferentes golpistas con aparente normalidad. Tan solo hubo un hecho que reseñar, acaecido el 1 de abril cuando prestaron declaración los tenientes de la Guardia Civil Santiago Vecino y Vicente Carricondo, así como el único civil imputado: Juan García Carrés. «Su comparecencia, en palabras del propio presidente del Tribunal, se convirtió en un acto político de apología golpista», explicó ABC. No le sirvió de nada la soflama. El 27 de abril el fiscal (Claver Torrente) presentó su informe definitivo, en el que calificó los hechos sucedidos como «rebelión militar» y «levantamiento armado contra el orden constitucional». Solo era cuestión de tiempo que los jueces dictaran sentencia, aunque por el camino uno de ellos (el general Álvarez Rodríguez) tuvo que ser sustituido debido al estrés.
La vista oral de la causa terminó el 17 de mayo, día en que se formó (como no podía ser de otra forma) un jaleo de un calibre similar al que habían acogido las paredes del Congreso un año antes. En dicha sesión, el presidente tuvo que expulsar de sala a Tejero «por sus manifestaciones contra mandos militares, así como a numerosas personas del público que aplaudieron y jalearon sus palabras». Por si esto fuera poco, todavía faltaba la intervención de Milans del Bosch quien -desafiante y sabedor de que poco podía alegar en su defensa- le puso naso y estalló. Concretamente, dijo que, si tuviera oportunidad de participar en el golpe de nuevo, lo volvería a hacer sin duda.
Primeras sentencias
Las esperadas sentencias se hicieron públicas el 4 de junio de 1981, y no dejaron satisfecho a nadie. La razón fue que, a pesar del golpe de Estado, el tribunal no impuso la pena máxima a los acusados. Así analizó el ABC aquellas decisiones: «¿Qué pedía el fiscal? 287 años y medio en total para los 33 procesados ¿Qué han impuesto los jueces? 122 años y medio. La rebaja de pena ha sido considerable: 175 años de clemencia». Con todo, desde la mayoría de los diarios se invitó a aceptar la decisión pues, al fin y al cabo, tanto el suceso como el proceso habían sido sumamente tensos y no era sencillo impartir justicia.
«Es hora de que todos arrinconemos prejuicios, partidismos y resentimientos en aras del bien común y del respeto a la Justicia. El golpe de Estado del 23-F fue un indigno atentado contra la soberanía nacional, y un atentado que vimos todos y cuyos culpables se sancionan hoy. Y hay que celebrar que sea la Ley quien cierre esta triste página de nuestra historia», explicaba este diario.
Los partidos políticos no fueron tan tolerantes. Víctor Carrascal, secretario primero del Congreso, dijo estar en contra de las sentencias poco después. Otro tanto hicieron Luis Apostúa (diputado de UCD, quien señaló que «La sentencia me parece penosa») y el no menos polémico secretario general de UGT, Nicolás Redondo.
Finalmente, el presidente del gobierno, Leopoldo Calvo-Sotelo,anunció que recurriría las sentencias ante el Tribunal Supremo. «Confío en que el examen profundo de las sentencias, que yo mismo emprendo ahora mismo y que están haciendo ya los ministros de Justicia y de Defensa, permita mañana proponer al Consejo de Ministros la interposición del recurso que prevé la legislación vigente», afirmó poco después de que se conocieran las penas.
El Supremo dictó segunda sentencia el 22 de abril de 1983, elevando la mayoría de las condenas, y sustancialmente la de Armada.
Origen: El secreto mejor guardado de los golpistas españoles: ¿quién era el «gran traidor» del 23-F?