El trágico final de los templarios: acusados de sodomía, de herejes y quemados en la hoguera
El trágico final de los templarios: acusados de sodomía, de herejes y quemados en la hoguera
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En los meses octubre y noviembre de 1307, centenares de hermanos templarios fueron arrestados y procesados. Entre ellos se encontraba Jacques de Molay, el maestre de los guerreros santos que lucían una cruz roja en sus uniformes como símbolo de la sangre derramada por Cristo. Bajo su mandato, la orden llevaba más de una década tratando de recuperar su esplendor pasado, cuando reclutaba ejércitos para las cruzadas contra el islam, gestionaba las finanzas de las grandes monarquías europeas o dirigía las ciudades en Tierra Santa.
La Orden del Temple se había convertido en uno de los grupos más poderosos de la Baja Edad Media, pero a principios del siglo XIV, a través de un violento ataque político ejecutado por Felipe IV de Francia, fue forzada a disolverse de forma súbita. Se acusó a sus integrantes de hechos oscuros y practicar extraños rituales homosexuales en los bautizos de los nuevos hermanos. El llamado beso de la paz, con el que se concluía el rito de entrada, fue denunciado como una suerte de depravación orgiástica diseñada para conmocionar a todos los cristianos devotos.
La detención de los templarios se ejecutó a través de una serie de cartas enviadas a los alguaciles y senescales por Guillermo de Nogaret, uno de los ministros más estrechos de Felipe IV, y Guillermo de París, un enérgico fraile dominico que, además de confesor personal del monarca, también ejercía de principal inquisidor pontificio en Francia.
Según estas acusaciones, los templarios, al entrar en la orden, tenían que negar de Cristo tres veces, escupir sobre su imagen, quitarse la ropa y permanecer desnudos ante su receptor, que celebraba su incorporación besándolos «conforme al rito odioso de su orden, primero debajo de la espina dorsal, segundo en el ombligo y, finalmente, en la boca, para vergüenza de la dignidad humana». Después, siguiendo con estos relatos, se veían obligados por sus votos a mantener relaciones sexuales entre ellos, «y por esto, la cólera de Dios se abate sobre estos hijos de la infidelidad».
«Los motivos de Felipe para acabar con los templarios mediante la acometida bifronte de los juicios y las acusaciones personales de actos crueles tenían muy poco que ver con el carácter real o la conducta de los miembros, tanto en el frente de guerra contra el islam como En Francia, lugar donde, en su mayoría, llevaban una vida similar al monacato», narra el historiador Dan Jones en su estupenda obra Los templarios (Ático de los Libros). «Felipe actuó motivado por sus preocupaciones políticas y por su cruel y despiadada patología personal; sin embargo, actuó a la orden en un momento en que esta era más susceptible de lo habitual a los ataques y a las difamaciones, y también en un momento en que el interés popular en las cruzadas había menguado claramente, si no desaparecido».
Sodomía, herejía, ataques a la imagen de Jesucristo —las acusaciones mencionaban que los templarios habían rendido culto a ídolos— y una pizca de magia negra. De repente, los guerreros santos se vieron perseguidos, acorralados y detenidos, y forzados a confesar sus crímenes mediante distintos métodos de tortura —hambre, privación del sueño, interrogatorios implacables, quema de pies, el potro, etcétera—. Ponsard de Gisy, uno de los encausados, relató que lo ataron a la espalda con tanta fuerza que la sangre le corría por debajo de las uñas. También que lo encerraron en un pozo minúsculo, en el que solo podía dar un paso, una experiencia, a su juicio, peor que la decapitación o las quemaduras con agua hirviendo.
La Iglesia interviene
El papa Clemente V se sintió afrentado por las drásticas medidas adoptadas con los templarios y decidió mover ficha. El 22 de noviembre de 1307 envió una bula papal a los principales reyes cristianos de Occidente, entre los cuales se incluía a Eduardo II de Inglaterra, Jaime II de Aragón y a los gobernantes de Castilla, Portugal, Italia y Chipre. En una decisión que puede resultar extraña, el pontífice invitó a todos estos soberanos a arrestar a los miembros de la Orden del Temple que se encontraban en su territorio, con el objetivo de celebrar juicios justos con los que tal vez se pudiese demostrar que todas las acusaciones eran infundadas y falsas.
Su investigación a gran escala se puso en marcha: los obispos de todo el mundo católico comenzaron a crear comisiones para examinar la conducta de los templarios en sus diócesis buscando sus confesiones para luego absolverlos. Pero en Francia, aunque la Inquisición del rey entregó a la Iglesia las riendas de este caso, no se registraron mejoras en las condiciones de los hermanos: la mayoría de prelados mantenía estrechos lazos con la corona de Felipe IV. Los miembros de la orden siguieron enfrentándose a largos períodos de encarcelamiento en situaciones inhumanas y de tortura, muriendo muchos de ellos.
Durante más de tres años, los templarios fueron sometidos a repetitivas y agotadoras investigaciones. A pesar de que en toda Francia estalló un significativo movimiento de rebelión y autodefensa entre los hermanos, el rey demostró que tenía mucho más poder que el papa: en mayo de 1310, mientras la comisión eclesiástica juzgaba a cincuenta y cuatro templarios, mandó apresarlos y quemarlos vivos en una hoguera a las afueras de París.
El epílogo de los miembros de la Orden del Temple se escribió durante el Concilio de Vienne, que se inició en octubre de 1311 y cuyo fallo se emitió el 22 de marzo de 1312. Aunque muchos clérigos de todos los rincones de la cristiandad se mostraron escépticos ante las acusaciones formuladas, Clemente V, temiendo un destino similar al de su predecesor, Bonifacio VIII, al enfrentarse abiertamente con Felipe IV, emitió una bula papal conocida como Vox in excelso («Una voz en alto»), en la que se concluyó que los templarios «cayeron en el pecado de la apostasía impía, el vicio abominable de la idolatría, el crimen mortal de los sodomitas y varias herejías«.
La Orden del Temple, tras 192 años de existencia, fue abolida. Jacques de Molay y sus tres principales colaboradores, Hugo de Pairaud, Godofredo de Charney y Godofredo de Gonneville, todos ancianos y agotados, fueron juzgados el 18 de marzo de 1314 en una tribuna instalada frente a la catedral de Notre Dame, en París. Tras ser brevemente interrogados, reconocieron una vez más sus crímenes —durante todo el proceso confesaron y rectificaron sus palabras en numerosas ocasiones—. Se les condenó a cadena perpetua. Pero al escuchar la sentencia, el maestre estalló, defendiendo su inocencia, sabedor de que de esa forma firmaba su propia muerte. A su alegato se unió Godofredo de Charney; los otros dos templarios callaron.
El rey Felipe IV fue inmediatamente informado, y no le tembló el pulso: tomó la decisión de enviar a ambos hombres a las llamas. Al caer la tarde, el maestre del Temple y el preceptor de Normandía fueron llevados en un pequeño bote a una isla fluvial del Sena conocida como de los Javiaux, donde dos piras humeantes les aguardaban. Un cronista francés narró que De Molay se quitó la ropa hasta quedar en paños menores sin temblar ni mostrar ningún temor. Atado a la estaca, dijo: «Dios sabe quién está equivocado y quién ha pecado. Pronto la desgracia llegará a aquellos que nos han condenado erróneamente. ¡Dios vengará nuestra muerte!«. Ese mismo año, unos meses más tarde, el monarca galo sufrió una embolia fatal mientras cazaba. Tenía 46 años y una maldición sobre sus espaldas.
Origen: El trágico final de los templarios: acusados de sodomía, de herejes y quemados en la hoguera