28 abril, 2024

El madrileño ignorado que descubrió el mayor secreto geográfico de la Antigüedad

Montaje de un retrato de Pedro Páez Jaramillo, con una imagen de las Fuentes del Nilo a la derecha
Montaje de un retrato de Pedro Páez Jaramillo, con una imagen de las Fuentes del Nilo a la derecha

Hasta la llegada de Pedro Páez Jaramillo a las míticas Fuentes del Nilo Azul en 1618, ningún occidental había pisado aquellas tierras perdidas que los griegos, romanos y persas buscaron durante siglos

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«Ni siquiera la cara oculta de la luna ha ejercido tanta fascinación como el misterio de las Fuentes del Nilo, que durante 2.000 años fue el secreto geográfico más grande desde el descubrimiento de América», escribía Alan Moorehead, corresponsal en la Segunda Guerra Mundial, donde cubrió numerosas batallas en las campañas de Oriente Medio y Asia, el Mediterráneo y el noroeste de Europa, además de autor de algunos de los libros de aventuras más vendidos del siglo XX. Entre ellos, precisamente, ‘El Nilo Azul’ (Hamish Hamilton), publicado en 1962.

Este rincón perdido durante varios milenios en la actual Etiopía fue la obsesión de emperadores persas como Ciro el Grande y romanos como Alejandro y Julio César. Todos ellos fueron grandes viajeros y conquistadores, que en sus expediciones llevaban ejércitos gigantes y medios al alcance de muy pocos mortales, pero ninguno de ellos logró desentrañar este misterio. Y no será porque no lo intentaron. Tan solo el astrónomo y geógrafo griego Claudio Ptolomeo fue capaz de realizar acertadas deducciones sobre su ubicación, aunque se basaron en meras especulaciones, con las que lo único que consiguió fue agrandar la leyenda sobre las Fuentes del Nilo Azul.

El primer viajero no africano que tuvo el honor de contemplar cómo las aguas del Lago Tana se vaciaban por el sur, iniciando su larga andadura hasta Alejandría, fue un modesto jesuita nacido en Madrid 1564, cuando Europa estaba centrada en colonizar el vasto continente americano. Su nombre, Pedro Páez Jaramillo, que hasta hace relativamente poco nadie conocía y cuya figura ningún historiador situó a la altura de otros grandes descubridores de la época.

La vida de Páez Jaramillo, en realidad, parece sacada de una novela. Nacio exactamente en el municipio de Olmeda de las Fuentes, localidad situada a 55 kilómetros de la capital, pero pronto comenzó a viajar por África. De hecho, fue un pionero, pues descubrió las Fuentes del Nilo Azul un siglo y medio antes de lo que se creyó durante siglos. Una proeza que, según José Antonio Crespo-Francés, fue ninguneada por la historiografía británica.

En un artículo que publicó sobre el personaje en la revista ‘Atenea’ en 2009, explicó: «El descubridor de las Fuentes del Nilo Azul ha sido falseado por la tradición anglosajona. De hecho, Páez Jaramillo ya fue olvidado por quienes le enviaron hacia territorios desconocidos y por quienes se han interesado en la memoria histórica de España. Pese a que muchos expedicionarios regresaron como héroes y sus trabajos fueron estudiados y divulgados, Páez y su formidable obra cayeron en el olvido. Incluso escribió tres tomos sobre Etiopía, pero no se editaron hasta 1945 y tampoco en español, sino en portugués, pese a su enorme valor».

Las expediciones de este misionero madrileño estuvieron cimentadas sobre su labor de difusión de la doctrina católica, tal y como le ocurrió a la mayoría de los viajeros durante la época de los descubrimientos. Eso le hizo pasar gran parte de su vida viajando por África, entre los años finales del siglo XVI y los primeros del XVII. Su primer periplo, de hecho, no estuvo exento de peligros, ya que fue capturado y encerrado durante siete años en el actual territorio de Yemen, después de haber sido engañado y capturado por un comerciante local que le había prometido un pasaje a Etiopía.

En 1595 fue rescatado y decidió regresar a Goa para, ocho años después, iniciar de nuevo su viaje hacia Fremona, la ciudad etíope donde se encontraba la base jesuita. Se cuenta que durante el viaje, el Rey de aquel país le ofreció una «extraña bebida», convirtiéndose en el primer europeo en probar el café. Aunque lo más importante de aquellas primeras expediciones fue, quizá, que al entrar en contacto con el emperador Za Dengel consiguió que este abandonase la Iglesia ortodoxa y se convirtiera al catolicismo. Para persuadirle, aprendió el amárico, lo que provocó una guerra civil que nuestro protagonista presenció desde la distancia en su base de Fremona.

El río más largo

En aquella época, y desde la Antigüedad, se sabía que el Nilo Azul y el Nilo Blanco confluyen para formar el río más largo del mundo. Sin embargo, había una pregunta a la que los africanos no sabían contestar, de la misma forma que no habían sabido tampoco los egipcios, los griegos y los romanos durante miles de años: ¿dónde nacía? Durante mucho tiempo, los exploradores y ejércitos supieron llegar a la unión de ambos cursos, pero nunca más allá, por las cataratas, cañones y accidentes geográficos que había en el camino. Ni siquiera les sirvió el mapa que Ptolomeo había dibujado, con precisión, de 6.700 kilómetros de él, 150 menos que el total.

A lo largo de los siguientes siglos, fueron muchas las sociedades geográficas que pretendieron identificar los orígenes del gran río y trazar su recorrido, pero fracasaban una y otra vez ante los innumerables accidentes que se encontraban en el camino, imposibles de franquear. Las fuentes del Nilo Azul se convirtieron, pues, en uno de los retos más importantes para los exploradores. Veían en ellas un lugar legendario en cuyos márgenes había florecido la civilización de los faraones, una de las más destacadas de la historia de la humanidad.

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Todos aquellos que se aventuraban hacía aquella región, no lo hacían movidos por el hecho de llegar al origen del río más largo del mundo, sino por intentar controlar aquella fuentes. Quien lo consiguiera, pensaban, dominaría todas y cada una de las regiones que regadas por sus aguas. Una extensión de miles de millones de kilómetros de tierras fértiles en un continente mayoritariamente seco y con pocas lluvias. Quizá por eso James Bruce , un naturalista, explorador y geógrafo británico, se autoproclamó en 1770 el gran descubridor del Nilo Azul en Etiopía. En 1862, el oficial del ejército John Hanning Speke , también británico aunque afincado en la India, se atribuyó el descubrimiento de la fuente del Nilo Blanco, en Uganda.

África

Sin embargo, casi dos siglos antes, Páez Jaramillo ya había salido de España camino de África, sin saber que jamás regresaría a su país ni que en el camino realizaría uno de los mayores hallazgos de la geografía mundial, tan solo superado por Colón 96 años antes. Partió en 1588 y se dirigió a Goa, continuó hasta Etiopía , fue capturado por los árabes y vendido como esclavo a los turcos. «Nos tenían con cadenas muy gruesas al cuello y en lugares debajo de la tierra muy oscuros y calientes», contaba en una carta de 1596. Mientras estaba cautivo, cruzó caminando el desierto de Hadramaut, al sur de Yemen, del que apenas existía información entonces ni la hubo hasta mediados del siglo XIX. Aquella odisea fue como soltar a un invidente en un laberinto, que incluyó también el desierto de Rub’al Khali en la península Arábiga.

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Tras ser rescatado, regresó gravemente enfermo a Goa siete años después. Pero seguía empeñado en evangelizar Etiopía y volvió a partir hacía allí en 1603. Esta vez consiguió asentarse, aprender el idioma y las costumbres y ganarse el corazón del pueblo. «Su fino sentido diplomático y simpatía espontánea, así como una impecable formación como arquitecto y políglota, le llevó a ser amigo y consejero de los emperadores Za Dengel y Melec Segued III, a los que también convirtió al catolicismo. A raíz de ello logró la alianza entre Roma y España», apunta Crespo-Francés.

En uno de sus interminables viajes en 1618, Páez Jaramillo llegó sin pretenderlo a las ansiadas Fuentes del Nilo Azul, pero no clamó a los cuatro vientos su descubrimiento, tal y como hizo Bruce un siglo y medio después. A este sencillo y humilde misionero no le invadió la vanidad y tan solo dejó escrito como testimonio la siguiente frase: «Confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver el Rey Ciro, el gran Alejandro y Julio César». No le dio más importancia y se dedicó a levantar una iglesia en Górgora y un palacio de dos plantas a orillas del lago de Tana, en el oeste de Etiopía, así como a escribir su ‘Historia de Etiopía’, que no fue publicada hasta hasta 1945 y en portugués.

Descubrir a Páez Jaramillo

En las últimas tres décadas, algunos autores se han interesado por Páez Jaramillo, haciendo un esfuerzo documental evidente por iluminar las sombras de su vida, ya que las referencias que se hacen de él en libros y cartas son escasas y muy dispersas. En 2001, Javier Reverte escribió una biografía del misionero titulada «Dios, el diablo y la aventura» (DeBolsillo), donde se sintió atraído, según declaró en ABC, por su capacidad para unir la reflexión con la acción y su habilidad diplomática para convertir al catolicismo al mismísimo emperador de Etiopía.

Pero allí acabaron sus aventuras, tras 19 años de estancia en Etiopía. Murió en 1622, con 58 años, y fue enterrado precisamente cerca del nacimiento del Nilo Azul, en la capilla principal de la antigua iglesia de Górgora que hoy está abandonada. Se encuentra en tan mal estado que podría desaparecer entre la maleza, como el recuerdo de nuestro protagonista y su gran aventura, sepultada por las proezas de los exploradores británicos tan bien promocionadas por los historiadores ingleses.

Origen: El madrileño ignorado que descubrió el mayor secreto geográfico de la Antigüedad

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