El triste destino de los restos de Don Juan de Austria, el héroe de Lepanto vencido por una hemorroide
Thank you for reading this post, don't forget to subscribe!Aunque su tumba está cubierta hoy por una estatua yacente de singular belleza que representa al finado ataviado con armadura, pocos saben que el cadáver del hijo de Carlos V tuvo que ser troceado para llevarlo a España tras su inesperada y poco decorosa muerte el 1 de octubre de 1578
Don Juan de Austria, hijo ilegítimo del Emperador Carlos V, tardó varios meses en tomar posesión de su cargo de gobernador de Flandes, un territorio integrado en el Imperio español. En contra de las órdenes de su hermano para viajar a Bruselas de inmediato, el héroe de Lepanto se dirigió a la Corte a negociar las condiciones en persona. No es que rechazara el nombramiento de Felipe II, ni podía hacerlo, pero sabía bien que la situación allí era inmensamente complicada y que para acabar con la rebelión en la zona eran necesarios unos recursos que se les había negado a sus predecesores en el cargo.
Finalmente, el hijo de Carlos marchó al epicentro de la rebelión cargado de promesas del Monarca, solo para presenciar cómo éstas eran incumplidas una por una. Tras caer en una profunda depresión y verse aislado luego del misterioso asesinato de su secretario Escobedo en Madrid, Don Juan de Austria sufrió en 1578 un indigno final para un héroe de su prestigio: una hemorroide mal operada dio el golpe final a un cuerpo castigado desde hace meses por el tifus.
La situación en Flandes, durante la conocida guerra de los Ochenta años, alcanzó uno de sus momentos más críticos poco antes de la llegada de Don Juan de Austria. En 1573, Luis de Requesens, también destacado en la batalla de Lepanto, había sido nombrado como nuevo gobernador de Flandes en sustitución del severo Gran Duque de Alba. Si bien el catalán no gozaba del talento militar de su predecesor, la debilidad de la Hacienda Real obligaba a abrazar una solución pacífica. Antes de partir para Bruselas, el nuevo gobernador publicó una amnistía general, abolió el Tribunal de Tumultos –símbolo de la represión española– y derogó el impuesto de las alcabalas. No obstante, el cambio de estrategia de la Monarquía hispánica fue interpretado entre las filas rebeldes como un síntoma de flaqueza, y, a finales del otoño de 1573, Requesens tuvo que recurrir nuevamente a las armas para imponer su autoridad.
Cuando las operaciones militares empezaban a dar sus frutos, Luis de Requesens falleció de forma inesperada en Bruselas el 5 de marzo de 1576, a causa posiblemente de la peste, dejando por primera vez inacabada una tarea encomendada por su Rey y amigo Felipe II. La rapidez con la que se propagó la enfermedad imposibilitó que el Comendador de Castilla pudiera dejar orden de su sucesión y fue el conde de Mansfeld quien se hizo cargo temporalmente del caos. Los dos años que tardó el siguiente enviado del Rey, Don Juan de Austria, en alcanzar Bruselas fueron fatales: un motín general de las tropas españolas asoló el sur y la desobediencia completa se extendió por el norte de los Países Bajos.
Flandes, una tumba de héroes españoles
Felipe II consideró que su hermano era el hombre idóneo para encauzar la situación en Flandes y se lo transmitió en una carta fechada en mayo de 1576: «Confío en vos, hermano mío, que desde que os informéis del estado de los negocios en los Países Bajos dedicaréis vuestra fuerza y vuestra vida a un negocio tan importante para el honor de Dios y el bienestar de su religión. Y como están en peligro, no hay sacrificio que deba evitarse para salvarlos».
Nacido el 24 de febrero de 1545 (aunque otras fuentes consideran que pudo ser en 1547), Juan de Austria gozaba a sus 30 años de un gran prestigio a nivel europeo gracias a su actuación en la batalla de Lepanto, donde ejerció el mando de la escuadra cristiana. Era un hombre muy apreciado por la Europa católica y menos expuesta a la leyenda negra que las propagandas holandesa, francesa e inglesa arrojaban contra España. Si el Rey veía en la elección del militar español la mejor opción posible, no debía creerlo igual Don Juan de Austria, que retrasó al máximo el viaje e incluso acudió a la Corte para reunirse en privado con su hermanastro. Pese a que había desobedecido sus instrucciones, el Rey abrazó a Don Juan de Austria de forma efusiva a su llegada y cedió en todas las cuestiones que planteó su hermano, siempre recordándole que la Real Hacienda se encontraba muy debilitada tras la suspensión de pagos ordenada el año anterior.
Casi dos años después del fallecimiento de Requesens, el nuevo gobernador llegó el 3 de noviembre a Luxemburgo –en ese momento la zona más leal al Rey– disfrazado de criado morisco de un noble italiano. Solo un día después se produjo el Saqueo de Amberes por parte de las descontroladas tropas españolas. Este hecho puso a todas las provincias en contra de la corona, lo cual se materializó en la firma de la Pacificación de Gante. Con órdenes de poner en marcha una estrategia sin usar la fuerza, Don Juan de Austria se encontró atrapado en el peor de los escenarios posibles: todos unidos contra los hispánicos.
A modo de concesión para recuperar la fidelidad de los nobles moderados, el nuevo gobernador retiró a los tercios españoles del país en abril de 1577. Pagó los atrasos a los soldados con el dinero que el Papa Gregorio XIII le había entregado tras la batalla de Lepanto y pidiendo varios préstamos personales. Además, firmó el Edicto Perpetuo, un documento que eliminaba la Inquisición y reconocía las libertades flamencas a cambio del reconocimiento de la soberanía de la Corona española y la restauración de la fe católica en el país. Sin embargo, la situación se deterioró todavía más. A pesar de que se tomaron medidas que aseguraban la tolerancia religiosa, se incrementó la autonomía política y se reconoció a Guillermo de Orange –el cabecilla de la rebelión– como estatúder de Holanda y Zelanda, al tiempo que los Estados Generales reconocían a Don Juan como gobernador, las provincias norteñas prosiguieron en su actitud rebelde.
El hijo de Carlos V descubrió que Guillermo de Orange, lejos de respetar lo firmado, tramaba apresarle o incluso asesinarle para descabezar una vez más la autoridad española en los Países Bajos. Con solo una veintena de soldados bajo su cargo, Don Juan de Austria abandonó Bruselas apresuradamente y tomó por sorpresa la fortaleza de Namur, desde donde pidió inútilmente ayuda a Felipe II. «Los españoles están marchándose y se llevan mi alma consigo, pues preferiría estar encantado de que esto no suceda. Ellos (la nobleza local) me tienen y me consideran una persona colérica y yo los aborrezco y los tengo por bravísimos bribones», escribió Don Juan de Austria a su amigo Rodrigo de Mendoza sobre la situación desesperada que estaba viviendo. Pero no fue hasta el verano de 1577, cuando una tregua secreta en la guerra del Imperio español contra los turcos liberó los recursos militares necesarios para reanudar la guerra en Europa, que el Rey autorizó el regreso de los tercios españoles.
A principios de 1578, alcanzaron Flandes cerca de 20.000 soldados, encabezados por Alejandro Farnesio –sobrino y amigo de la adolescencia de Don Juan–, con la intención de recuperar el terreno que Guillermo de Orange había arrebatado con sus artimañas políticas. El 31 de enero de 1578, los tercios viejos derrotaron a los Estados Generales en la batalla de Gembloux, consiguiendo así que gran parte de los Países Bajos del Sur volvieran a la obediencia al Rey, entre ellos la provincia de Brabante. No en vano, dos ejércitos iban a invadir Flandes en los siguientes meses: uno francés desde el Sur –al mando del duque de Anjou– y otro desde el Este –al mando de Juan Casimiro y financiado por la reina Isabel de Inglaterra–. El vencedor en Lepanto iba a necesitar más recursos para frenar sendos ataques. Así, instó a su secretario, Juan de Escobedo, que estaba en España, para que lograra que más dinero.
¿Quiso ser Rey de Inglaterra?
Mientras negociaba el envío de más tropas y dinero a los Países Bajos, se produjo el asesinato de Escobedo el 31 de marzo de 1578. Un crimen planeado por Antonio Pérez, con la aprobación del Rey, que tenía como trasfondo la desconfianza que había en la Corte hacia Don Juan de Austria. El oscuro secretario del Rey Antonio Pérez había convencido a Felipe II de que su hermano tramaba a espaldas suyas atacar Inglaterra y casarse con María Estuardo. Curiosamente, el fallecido Juan de Escobedo había sido destinado por Pérez a la misión de espiar a Don Juan de Austria, pero terminó por confiarle su lealtad.
Por supuesto, nunca se ha encontrado indicio alguno de que Don Juan de Austria tuviera la intención de traicionar a su hermano. Si bien es cierto que el hermanastro del Rey guardaba la ambición de encabezar un ataque contra Inglaterra, lo hacía por indicación del propio Felipe II y del Papa Gregorio XIII, que planeaban casarle con María Estuardo o incluso con la Reina Isabel I una vez invadidas las islas. Precisamente por ello, al conocer las circunstancias de la muerte de su secretario, Don Juan cayó en un estado de depresión al tiempo que contrajo el tifus o fiebre tifoidea.
Su estado de salud se agravó a finales de septiembre, estando en su campamento en torno a la sitiada Namur. Según el testimonio de Dionisio Daza Chacón –su médico personal en la batalla de Lepanto– una fallida operación de hemorroides y el debilitamiento causado por el tifus acabaron con la vida del español:
«El remedio de tratar las almorranas con sanguijuelas es más seguro que el rajarlas ni abrirlas con lanceta, porque de rajarlas algunas veces se vienen a hacer llagas muy corrosivas, y de abrirlas con lanceta lo más común es quedar con fístula y alguna vez es causa de repentina muerte; como acaeció al serenísimo Don Juan de Austria, el cual, después de tantas victorias (…) vino a morir miserablemente a manos de médicos y cirujanos, porque consultaron y muy mal darle una lancetada en una almorrana».
Las fuentes del periodo relatan que la negligencia médica de esos cirujanos militares provocó una fuerte hemorragia en el cuerpo del general y le desangró en cuestión de cuatro horas.
Haciendo caso a las fuentes médicas del periodo no caben más especulaciones sobre la causa última de su fallecimiento –más sabiendo que Don Juan sufrió mucho de esta dolencia al igual que Carlos V–, pero si las hay sobre el supuesto tifus que padeció en los últimos meses de su vida. En la «Apología» de Guillermo de Orange y otros textos propagandísticos de los rebeldes se asegura, sin pruebas, que fue envenenado por orden de su hermano o del mismo Alejandro Farnesio, quien anhelaba ocupar su cargo. Casi con toda seguridad se trata de una falacia sin fundamento. Pero también se ha especulado con que fue Guillermo de Orange quien suministró algún tipo de veneno al general español. De hecho, pocos meses antes de su muerte, Bernardino de Mendoza, embajador de Londres, había enviado un dibujo-retrato de un asesino a sueldo contratado por Isabel Tudor y Guillermo de Orange para eliminar a Don Juan de Austria. El gobernador de Flandes apresó al individuo al descubrirlo dentro de una delegación diplomática durante una audiencia.
Una escultura del siglo XIX
Viendo cerca su muerte, el victorioso en Lepanto nombró sucesor en el gobierno de los Países Bajos a su sobrino Alejandro Farnesio y escribió a su hermano pidiéndole que respetase este nombramiento y que le permitiera ser enterrado junto a su padre. No en vano, en el momento de su muerte, el 1 de octubre, Don Juan de Austria se encontraba aislado políticamente y profundamente herido en su espíritu por la falta de confianza que le había transmitido Felipe II. Solo al fallecimiento de su hermano, el Rey se percató de la perniciosa manipulación que estaba ejerciendo Antonio Pérez sobre él y, en consecuencia, de la injusticia que había cometido.
Don Juan fue enterrado en Namur y, a los dos días de la muerte, se le trasladó al panteón de San Lorenzo de El Escorial de marzo a mayo de 1579, conforme al deseo del militar y por orden del Rey. El cadáver fue seccionado en tres partes para evitar que pudiera caer en manos enemigas y posteriormente unido de nuevo. Según las fuentes, el estado de sus restos tras el viaje era bastante calamitoso, faltándole la punta de la nariz y otras partes. Queriendo redimirse del injusto trato que le dio en sus últimos años de vida, Felipe II ordenó que enterraran a su hermanastro en el templo que estaba construyendo en la sierra madrileña, a pesar de que, en origen, lo había concebido como lugar de descanso eterno de su familia más allegada. Una concesión hacia un hombre que no dejó nada en su testamento, «porque nada poseía en el mundo que no fuese de su hermano y señor el Rey».
Con el paso de los años, la figura del héroe de Lepanto se elevó en el olimpo de mitos españoles. Don Juan, ya presente en la pintura, el grabado, los tapices y la escultura, entró en la gran literatura con el canto XXIV de la «Araucana» de Alonso de Ercilla, dedicado a Lepanto, y de la mano de Cervantes en la «Galatea» y en el capítulo XXXIX de la primera parte del «Quijote». Más allá de España, el escocés Sir William Stirling-Maxwell escribió «Don John of Austria. Passages from the history ot the sixteenth century», publicado en 1883, y Chesterton situó a Juan de Austria en el centro de su famoso poema Lepanto, fechado en 1915.
Su tumba está cubierta hoy por una estatua yacente de singular belleza que representa al finado ataviado con armadura, si bien, al no morir en combate, está representado con los guanteletes quitados. Al pie del sepulcro puede leerse «JOHANNES AVUTRIACVS CAROLI V FIL. NATURALIS». La obra fue modelada por el zaragozano Ponzano y esculpida en mármol de Carrara por el escultor italiano Giuseppe Galeotti ya en el siglo XIX.