El triste destino del cadáver del Cura Merino: el loco que quiso asesinar a la reina de España
El cuerpo del sacerdote, que atentó contra la vida de Isabel II en 1852, fue calcinado y sus cenizas arrojadas a una fosa común
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El hecho estremeció a un nivel tal al diario ‘La Época‘, que sus redactores eligieron no publicarlo en un número extraordinario hasta asegurarse de que la reina seguía sana cual manzana recién recolectada. «No quisimos ser los primeros en dar a nuestro país una noticia tan horrible», podía leerse en la portada del 3 de febrero de 1852. No exageraban. El intento del sacerdote Martín Merino y Gómez de acabar con la vida de Isabel II a golpe de estilete horrorizó a una sociedad española que clamó venganza. «No es una pluma, es una espada la que se viene instintivamente a las manos. Infame, horrendo y espantoso es el crimen», escribía, sincero, el redactor del periódico.
El ‘cura Merino’, calificado por la mayoría de los historiadores como un perturbado, no tardó en pasar por el patíbulo.
Cuatro días después de atravesar el costado de la monarca, el garrote vil abrazó su cuello y le envió al otro mundo por la puerta principal. Acción, reacción y repercusión, como entona la canción. Su tormento no acabó en ese punto; hasta su cadáver padeció el odio del pueblo español. El 7 de febrero de ese mismo año, cuando los restos iban a recibir cristiana sepultura, los enterradores prendieron una pira y los arrojaron al fuego purificador. El crepitar de las llamas dio así paso a las cenizas.
La medida no fue al azar, sino que había sido establecida por el mismo Gobierno al que Isabel II había pedido piedad para el asesino. Pero no la hubo; ni antes ni después de muerto. Los políticos prefirieron dar un castigo ejemplar al regicida para que «no quede recuerdo alguno del horrendo crimen cometido contra la real persona de Su Majestad la Reina». Aquello de que nada instruye más que una cabeza atada en un poste, vaya. Así, el mismo día 7, a eso de las cinco de la tarde –hora arriba, hora abajo–, los escribas dejaron constancia de que se había perpetrado la ‘vendetta’: «Al efecto se hallaba preparada la leña y los útiles necesarios […] se colocó sobre las llamas el cadáver y sus cenizas fueron esparcidas dentro de una sepultura común».
Crimen…
El corazón de esta historia quedó narrado por activa y pasiva por los diarios y los cronistas de la época. Según explica Manuel Angelón, coetáneo de los sucesos, en ‘Crímenes celebres españoles‘, la pesadilla arrancó un día que debía haber sido de jolgorio. Era 2 de febrero de 1852, y la buena de Isabel II presentaba a su hija en sociedad tras dos embarazos frustrados. La ceremonia se celebraría en la basílica de Atocha, a donde debía llegar tras atravesar un gran gentío que se arremolinaba en la calle. Por allí andaba al acecho Merino con un estilete con denominación de origen de Albacete cosido en el interior de su capa. Buscaba velocidad.
«Entre infinidad de personas, y como a las once y media, despuntaba un eclesiástico, acompañado de dos paisanos, vestidos decentemente, con los dependientes de la Casa Real», reconocía ‘La Época‘. Nadie podía sospechar sus aviesas intenciones. «La capilla presentaba un aspecto deslumbrante, S. M. la Reina mostraba en su semblante la inefable dicha de que se hallaba poseída al tener en sus brazos a su augusta hija», añadió el reportero. En el camino de vuelta a Palacio, tras las doce campanadas, empezó la fiesta. Los alabarderos no daban abasto para contener el gentío que anhelaba compartir aquel momento con la monarca. Miles de curiosos gritaban y se empujaban, Mientras, Isabel hablaba con su esposo. «En su rostro brillaba la alegría», escribía el periodista.
Saludo va, saludo viene, Merino llegó a los pies de Su Majestad y se hincó de rodillas. Daba la impresión de que buscaba pedirle algo. Isabel se acercó, dispuesta a escuchar sus plegarias, cuando ocurrió lo peor. «Le dirigió entonces una puñalada de abajo a arriba al costado derecho con mano certera y ánimo resuelto. La reina lanzó un grito agudísimo que llenó de espanto a cuántos lo oyeron», desveló ‘La Época’. Quedó dañado el torso, además del brazo, y la víctima se desplomó sobre su mayordomo. La caída provocó en el asesino una soflama de júbilo. «¡Toma, ya tienes bastante!», según unos; «¡Ya está muerta!», acorde al testimonio de otros. Aún así, y por aquello del trabajo bien hecho, se dispuso a darle otra puñalada que fue detenida por un alabardero.
Por suerte, que a veces la hay, el corsé y el vestido hicieron de escudo y todo quedó en un susto. Uno de esos que pasan a la historia, vaya. Merino fue capturado al instante y procesado poco después. Se le interrogó y se descubrió que en 1822 había proferido gritos e insultos contra Fernando VII y que odiaba al Gobierno y a la monarquía. Sus respuestas no dejaron lugar a dudas, como quedó recogido en las actas del juicio: «Preguntado que cuál era su objeto cuándo se arrimó a la reina, dijo que lo hizo con objeto de quitarle la vida. Preguntado qué arma llevaba cuando entró en el palacio, dijo que un puñal». Poco más había que decir.
…y castigo
Tras el proceso comenzaron las represalias. Las primeras, a nivel religioso. «Te quitamos, o más bien te declaramos privado de la potestad de ofrecer sacrificio a Dios y de celebrar misa, tanto por los vivos como por los difuntos», le dijo un obispo durante el proceso. También le impidieron «sacrificar, consagrar y bendecir que recibiste con la unción de las manos y los dedos». Así lo recoge Angelón en su obra, en la que también explica que le arrebataron los hábitos: «Con harta razón te despojamos de la vestidura sacerdotal que significa la caridad, ya que tu mismo te despojaste no solo de la caridad, sino de toda inocencia. Cometiste la infamia de echar de tí la señal de Señor de esta estola».
Poco a poco, sin prisa, pero sin detenerse, le fueron arrebatadas todas sus responsabilidades y privilegios eclesiásticos. El sacerdote lo aceptó resignado. Al final del proceso, el obispo le cortó un mechón de vello para igualar su peinado; buscaba eliminar la tonsura. Después le pasó las tijeras a uno de sus subalternos para que terminara la faena. Ahí fue cuando Merino estalló. Hubo ciertos momentos de tensión, aunque, al final, no le quedó más remedio que resignarse. Tan solo hizo una petición: «Corte usted poco porque hace frío y no me quiero constipar».
A nivel legal fue mucho peor, pues se dictó sentencia de muerte para el 7 de febrero. ‘El Heraldo’ del día posterior recogió las últimas horas de Merino. A las nueve de la mañana tomó chocolate con un poco de pan y, después, se dirigió hacia el patíbulo con estoicismo. «El regicida no perdió ni un solo instante su calma, su sangre fría y su brutal impasibilidad. Cuando momentos antes de salir de la capilla le quitaron los grillos, operación pesada y difícil, él mismo dirigía a los que le ejecutaban», escribía el mismo periódico. A la una llegó su hora. «Sentóse con la mayor naturalidad, como si no hiciese más que ejecutar la parte del programa que le tocaba», Unas vueltas de manivela después, todo había acabado.
No acabó el lío en ese punto. El Gobierno llegó a la conclusión de que los sucesos habían sido tan graves que había que eliminar cualquier rastro del cura. Así pues, el gobernador de la provincia, Ventura González Romero, dictó ese mismo 7 de febrero varias providencias. La más famosa hacía referencia a que su cuerpo fuese quemado al llegar al cementerio:
«Teniendo en consideración que, por mas eficaces que fuesen las medidas que adoptara el Gobierno, no podría evitarse que se sustrajera todo o en parte el cadáver de Martín Merino, o con objeto de especulación o con el pretexto de estudiar su disposición orgánica […], y a fin de que no quede motivo alguno de recuerdo del horrendo crimen cometido contra la real persona de S. M. la Reina, […] prevengo a V. E. que disponga lo conveniente para que […] se proceda a quemar el cadáver de Merino dentro del mismo cementerio, a la hora que V. E. designe, y a esparcir enseguida sus cenizas dentro de la sepultura común».
Así se hizo. Según recoge José María Zavala en ‘Las páginas secretas de la historia‘, el cadáver de Merino arribó al campo santo a las cinco de la tarde. Iba en un ataúd. Se hallaba envuelto en una túnica amarilla; los pies y las manos permanecían atados. Varios sepultureros sacaron los restos del ataúd de madera. Después, uno de ellos encendió una hoguera. Mientras, varios testigos miraban a una distancia preventiva. El auto de fe, en palabras del autor, se extendió durante dos horas en las que lo poco que quedaba de Merino fue arrojado a la hoguera y se transformó en cenizas. Todo acabó cuando estas fueron recogidas y arrojadas a una fosa común. Así quedó narrado en el acta:
«En la villa de Madrid y su cementerio extramuros de la puerta de Bilbao, siendo las cinco menos cuarto de la tarde de hoy, 7 de febrero de 1852, se procedió a quemar el cadáver de D. Martín Merino, según lo dispuesto en Real Orden de esta fecha comunicada por ministro de Gracia y Justicia. Al efecto se hallaba preparada la leña y útiles necesarios, y en el patio de la izquierda entrando de dicho Campo Santo, inmediato a la sepultura común, colocando sobre las llamas el cadáver del repelido Martín Merino, sacándole al efecto de la caja en que se hallaba, y quedando reducido á cenizas, que fueron esparcidas dentro de la indicada sepultura, quedó finalizada esta diligencia a las siete y veinte minutos».
Origen: El triste destino del cadáver del Cura Merino: el loco que quiso asesinar a la reina de España