El verano que Londres apestó y el Támesis trajo la muerte
En 1858, la capital británica colapsó con el conocido como ‘Gran Hedor’, provocado por la contaminación del río y una repentina subida de las temperaturas
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Cuando Charles Dickens publicó la última entrega de ‘La pequeña Dorrit’, su sátira contra la incompetencia del Gobierno británico, anticipó lo que estaba a punto de ocurrir aquel terrible verano de 1858: «A través del corazón de la ciudad, en lugar de un hermoso río fresco, fluye una alcantarilla mortal». El escritor sabía de lo que hablaba, pues conocía perfectamente el margen derecho del Támesis en la que situó gran parte de la trama. Sin embargo, el problema venía de lejos.
Cinco siglos atrás, el río ya se había convertido en una cloaca a cielo abierto. «El estiércol y otras inmundicias se han acumulado en la orilla, con humos y hedores abominables que emanan de ellos», criticó el mismo Rey Eduardo III. Luego llegaron los desechos animales de los mataderos y los procedentes de otras fábricas surgidas en la orilla. En el siglo XVIII, tras superar los 2,5 millones de habitantes, Londres pasó a ser la capital más poblada del mundo y todo empeoró. Los restos fecales acumulados en los pozos de los edificios empezaron a desbordarse cuando llovía y arrastraron toda clase de inmundicias hasta el Támesis, mientras las plantas de gas para el alumbrado vertían amoníaco, cianuro y ácido fénico.
El momento más crítico se produjo en las primeras semanas del verano de 1858, cuando la temperatura subió de forma repentina hasta los 40 grados y se mantuvo así durante meses. Aquel mini-cambio climático y la contaminación del río provocaron lo que se conoce como el ‘Gran Hedor’ de Londres o la ‘Gran Peste’. Las sesiones de la Cámara de los Comunes en Westminster se suspendieron porque los diputados no podían soportar el mal olor. Se colgaron cortinas empapadas en cloro de las ventanas para mitigarlo, pero fue imposible. La capital del imperio colapsó.
En el Támesis flotaban perros muertos, alimentos en descomposición, desechos industriales y los desdichados que se habían ahogado accidentalmente o se habían suicidado, cuyos cadáveres rara vez se recuperaban del agua. Aparecieron los primeros brotes de cólera y la fiebre tifoidea con miles de muertos, y pocos vecinos se libraron de la dichosa «diarrea del verano». La prensa española se hizo eco. «Este verano, las aguas del Támesis aparecen cenagosas. El pánico se ha apoderado de Londres y un número considerable de familias acomodadas toman ya el camino del norte», advertía el diario ‘El Estado’.
Los diputados se negaban a usar los despachos con vistas al río en la Cámara de los Comunes, mientras la revista de nombre kilométrico, ‘El Monitor de la salud de las familias y de la salubridad de los pueblos’, proponía soluciones: «El río puro y saludable del Támesis, se ha convertido en una cloaca. ¿Qué debemos hacer? Otro canal, otro río para las alcantarillas, y devolverle su pureza prístina. Es indispensable una obra gigantesca, aunque deban emplearse en ella quinientos años». La maquinaria del Estado se puso a trabajar por iniciativa del entonces ministro de Hacienda, Benjamin Disraeli, que alertó a sus colegas: «La salud pública está en juego, pues casi todos los seres vivos que existían en el Támesis han desaparecido o se han destruido. La pestilencia es constante».
El problema era tan acuciante que el proyecto de ley se aprobó en menos de tres semanas, y Londres se embarcó en el proyecto de ingeniería civil más espectacular del planeta en todo el siglo XIX. Fue dirigido por Joseph Bazalgette, un héroe sin armas, cuya idea de revolucionar la red de saneamiento para eliminar el hedor y reducir el cólera salvó a la capital británica de nuevas tragedias. En diez años se construyeron 2.100 kilómetros de canales de agua residual, con 132 túneles gigantescos y 318 millones de ladrillos. Las obras incluyeron los famosos Embankments de las riberas y las infraestructuras hidráulicas más modernas.
Origen: El verano que Londres apestó y el Támesis trajo la muerte