La épica historia de la chica del glaciar: 50 años esperando una promesa bajo el hielo de Groenlandia
En 1992 y bajo el frío hielo de una cueva subterránea enterrada en Groenlandia el piloto Brad McManus pudo contemplar por fin los restos que llevaba años esperando. Había sido una larga espera. Más de medio siglo desde que juró volver a por ella.
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En 1992 y bajo el frío hielo de una cueva subterránea enterrada en Groenlandia el piloto Brad McManus pudo contemplar por fin los restos que llevaba años esperando. Había sido una larga espera. Más de medio siglo desde que juró volver a por ella.
Todo comenzaría a raíz de la denominada como Operación Bolero, en el marco de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de un plan arriesgado de las fuerzas aliadas para llevar aviones estadounidenses al suelo europeo a través de bases aéreas secretas.
Así fue como el 15 de julio de 1942 dos bombarderos Boeing B-17 fueron escoltados por seis cazas Lockheed P-38 Lightning mientras sobrevolaban Groenlandia con dirección Reykjavik, Islandia. Un viaje que se iba a detener dando paso a una historia de película.
La parada en Groenlandia
Aquel día habían partido muy temprano. El grupo de vuelo se había encontrado con nubes densas, obligando a los pilotos a ascender a más de 3 mil metros para recuperar la visibilidad. A medida que los aviones ganaban altura las temperaturas en el interior caían. Los hombres trataban de improvisar maneras de mantenerse calientes, pero la mayoría de los intentos fueron en vano.
Sobre las 8:00 de la mañana, entumecidos por el frío y con la mala visibilidad de los aviones, los pilotos deciden regresar al aeropuerto de salida. Ocurre que el clima había empeorado, y el equipo está desorientado bajo aquellas condiciones tan severas.
Después de ochenta minutos de vuelo a ciegas las nubes se despejaron lo suficiente como para que el grupo de vuelo pudiera determinar su posición: se encontraban sobre la costa este de Groenlandia, a unas dos horas del aeropuerto más cercano… y tenían unos veinte minutos de combustible. Los soldados no tuvieron más remedio que aterrizar en la capa de hielo de Groenlandia. No había otra opción.
Como los tanques estaban funcionando prácticamente vacíos se decidió que los cazas P-38 más pequeños debían aterrizar primero. Luego irían los B-17, quienes se mantendrían unos treinta minutos más en el aire.
El piloto Brad McManus decidió realizar el primer intento de aterrizaje. Existía una gran incertidumbre entre los pilotos, ninguno tenía la certeza de si aquella extensión plana era segura. No podían averiguar desde el aire si aquel manto blanco era hielo sólido o simplemente nieve.
McManus descendió con los trenes de aterrizaje extendidos. Sabía que si el suelo era lo suficientemente sólido como para permitir que el avión aterrizara de esta manera, podría despegar y volar de regreso a la base una vez que llegaran los refuerzos con combustible. Así fue como el resto de los pilotos vio cómo el avión aterrizaba suavemente, rodando a través de la espesa nieve a altas velocidades. Hasta ese instante, los primeros doscientos metros parecían estar funcionando sin problemas, sin embargo, el tren de aterrizaje delantero se dobló bajo la presión, el P-38 volcó inmediatamente sobre su espalda.
Entonces llegó el turno del amigo de McManus, Harry Smith, quién decidió evitar el tren de aterrizaje después de ver el intento de McManus. Su avión se deslizó suavemente a través de la nieve. Smith sí tuvo éxito. Una vez que se detuvo saltó de la cabina para correr aproximadamente un kilómetro a través de nieve hasta el avión de McManus.
Brad estaba ileso y se había cortado el arnés del paracaídas para cavar una salida en el hielo. Tras McManus y Smith fueron aterrizando el resto de aviones, todos sin más incidentes. Los veinticinco hombres se reunieron para juntar raciones y víveres. Rápidamente fabricaron calentadores improvisados usando partes de los motores y aceite. Una vez entraron en calor, comenzaron los esfuerzos por contactar con las fuerzas aliadas.
Pasaron tres días bajo unas temperaturas extremas hasta que uno de los operadores de radio recibió un mensaje de código Morse desde la base. El operador confirmó la posición y el estado del escuadrón. Horas después llegaban los primeros suministros por aire, aunque las dos primeras cargas desaparecieron en el horizonte junto a sus paracaídas atrapados por los fuertes vientos de la zona. El equipo actuó con rapidez cuando llegaron los suministros adicionales.
Días después llegaba el rescate. En el horizonte divisan un equipo de trineos de perros tras 10 días en el enclave. Era el momento de partir. Los aviadores recogieron sus pertenencias de los aviones casi intactos, algunos de los hombres dispararon a la electrónica para frustrar cualquier intento nazi de tomar las naves.
Guiados por el equipo de rescate el grupo de estadounidenses atravesó una zona de lo más peliculera, con la nieve hasta las rodillas durante horas y a través de una serie de laberintos de grietas antes de llegar al borde del océano. Allí iban a pasar las últimas horas. Los aviadores durmieron mientras esperaban la llegada de la Guardia Costera al final del día. Una vez a bordo, los hombres se dieron una ducha, se vistieron con ropa seca y pudieron alimentarse con comida caliente.
Sin embargo, los aliados se vieron obligados a abandonar los aviones, incapaces de recuperarlos mientras desaparecían lentamente bajo la nieve. El P-38 era un caza rápido y potente, uno de los aviones de combate aliados más valiosos. Por su parte, los B-17 fueron enormemente útiles en la guerra. Pero tan valiosos como eran los aviones, la limitación de recursos impidió que pudieran ser recuperados.
Con el tiempo estos aviones se conocieron como el Escuadrón Perdido. McManus y su compañero de fatigas Harry Smith fueron los que más lo sintieron. Solían decir que aquellos aviones eran sus chicas. Ambos pilotos se fueron, pero prometieron regresar algún día para recuperar los restos.
La promesa que duró medio siglo
En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial tanto los P-38 como los B-17 se convirtieron en figuras de guerra obsoletas y fueron desmanteladas, muchas incluso derretidas en chatarra. Pero los aviones abandonados del Escuadrón Perdido no fueron olvidados. Entre 1977 y 1990 al menos once equipos diferentes intentaron (y fallaron) el encuentro y recuperación de los aviones.
Numerosos estudios daban por válido que, de encontrarse, estarían en un estado de preservación casi perfecto, muy probablemente enterrados cerca de la superficie y relativamente intactos. Pero el ambiente particularmente áspero hizo de cualquier búsqueda una misión imposible. Los magnetómetros y las pequeñas unidades de radar no encontraron nada en el área de búsqueda.
Así llegamos a 1988, momento en el que dos exploradores encuentran algo. Se trataba de Patrick Epps y Richard Taylor, quienes encabezaron una expedición al casquete de hielo equipados con una máquina para perforar un agujero y localizar partes de avión enterradas bajo el hielo de Groenlandia.
Los dos hombres descubrieron que en los cuarenta y seis años que habían pasado desde que los aviones habían aterrizado accidentalmente, se había acumulado unos 80 metros de hielo sobre ellos y habían sido arrastrados unos 5 kilómetros por el glaciar a la deriva.
Dada la profundidad extrema, el plan original de la expedición para cavar o para hacer pequeñas explosiones fuera del hielo no era lo más factible. Sin embargo, Taylor y Epps no renunciaron al esfuerzo y en 1990 volvieron con un aparato llamado Super Gopher.
Se trataba de un cilindro de metro y medio de alto y un metro de diámetro que estaba suspendido por una cadena y un polipasto, además tenía una punta en forma de cono que estaba envuelta en líneas de cobre. Una vez puesto en marcha, el calor de estas líneas derritió el hielo a aproximadamente medio metro por hora mientras una bomba empujaba el agua resultante hasta la superficie. Este generador de fusión térmica fue tallando lentamente un eje profundo en el hielo, arrastrándose más y más hasta que finalmente golpeó algo sólido: habían dado por fin con el ala de un B-17.
Uno de los hombres bajó por el agujero y utilizó una manguera de agua caliente para fundir la caverna alrededor de los restos del avión. El agua fue bombeada a la superficie a medida que el hielo se derretía y poco a poco el bombardero fue “volviendo a la vida”. Pronto se hizo evidente que el B-17 estaba en muy mal estado. Realmente y tras evaluar la situación, no valía la pena el esfuerzo. Devastados, Epps y Taylor abandonaron la misión y volvieron a casa.
Pasó un tiempo hasta que Brad McManus se enteró de los intentos de ambos hombres. El piloto acudió a hablar con Epps y Taylor para convencerlos de un nuevo intento. Él les podría guiar y hacer realidad aquella promesa que había realizado junto a su difunto amigo Harry Smith.
Los hombres se pudieron en marcha con el nuevo plan. Pensaron que los P-38 eran más pequeños y más resistentes y que probablemente estarían en condiciones mucho mejores que las del B-17. Con renovado vigor y la figura de McManus, se planeó una nueva expedición para localizar y extraer uno de los caza de combate intactos.
Dos años más tarde el equipo volvió a meterse en un pozo en el hielo de Groenlandia. Tardaron alrededor de un mes para obtener la recompensa. Cuando parecía que habían dado con algo, un nuevo miembro de la expedición se deslizó en el interior del agujero. El hombre tardó en descender más de 20 minutos hasta llegar a una zona donde podía divisar una figura entre el hielo.
Aquel día de trabajo acabó revelando la avioneta, la llamada “chica del glaciar”, una P-38. Como habían anticipado, el avión estaba en condiciones mucho mejores que el B-17. Luego llegó el turno del equipo de técnicos, quienes bajaron a la caverna de hielo para comenzar el proceso de desmontar el avión para que pudiera ser transportado a la superficie pieza por pieza.
Los hombres encontraron que la cueva de hielo era incómoda, con muy poco espacio para moverse, agua que goteaba constantemente y algunos trozos de hielo que caían del techo. Finalmente cada pieza fue separada del avión, luego catalogada y enviada a la superficie.
Fue un trabajo perfecto que le tomó al equipo casi dos días completos hasta que la sección final llegó a la cima. Habían pasado casi cincuenta años desde su llegada a aquellas gélidas tierras. Y allí, en la superficie, le estaba esperando el piloto Brad McManus (entonces con setenta y cuatro años), parado en medio de los restos desmontados del exhumado P-38. En aquel instante no pudo evitar derramar una lágrima. Ese avión en particular había sido pilotado por Harry Smith.
Posteriormente las piezas se enviaron a Estados Unidos y comenzó el proyecto de restauración. No pasó mucho tiempo hasta que se hizo evidente que los años debajo del hielo habían hecho más daño del que percibieron dentro de la caverna.
Sin embargo, la mayor parte del hardware era salvable. Las piezas más dañadas actuaron como material para la fabricación de piezas de repuesto. Varios grupos y organizaciones donaron tiempo y materiales al proyecto histórico y durante nueve años el fuselaje se acabo transformando en un nuevo avión. Uno que voló otra vez el 26 de octubre del 2002 frente a una multitud de miles de personas.
La chica del glaciar había vuelto a la vida tras permanecer más de medio siglo en las profundidades del hielo de Groenlandia.