21 noviembre, 2024

«Estaba enajenado por el poder»: las desconocidas críticas de los soldados franceses a Napoleón por menospreciar a España

'El adiós de Napoleón', pintado por Alphonse Monfort, sobre la escena antes de que el emperador francés dejara Fontainebleau
‘El adiós de Napoleón’, pintado por Alphonse Monfort, sobre la escena antes de que el emperador francés dejara Fontainebleau

Cuando invadió España y comenzó la Guerra de Independencia en 1808, el emperador galo gobernaba Francia con mano de hierro y tenía a la prensa amordazada, lo que no impidió que se filtraran las desavenencias de su propio Ejército ante su ambición desmedida

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Napoleón la soberbia le salió muy cara y sus propios soldados lo vieron rápidamente cuando entraron en España con la orden de arrasar con cuantas ciudades encontraran a su paso. El emperador francés, en su ansia infinita por hacerse con todo el continente, jamás imaginó que sería en el país más al sur donde un puñado de milicianos mal armados y adiestrados le podrían las cosas más difíciles. Él mismo lo reconoció en los diarios que escribió durante su exilio en Santa Elena: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al ejército británico en la Península».

El 18 de octubre de 1807, sus primeros soldados cruzaron el Bidasoa y entraron en España convencidos de que la conquista sería un paseo militar. «Cuando mi gran carro político está lanzado, tiene que pasar: pobre del que caiga bajo sus ruedas», había advertido pocas semanas antes el emperador galo. No se imaginó ni por lo más remoto que más de 100.000 de sus temibles guerreros jamás volverían a Francia, por subestimar menospreciar la destreza, el valor y la fuerza de los 30.000 hombres que el Gobierno español consiguió reunir cuando llamó a filas a sus ciudadanos. Un Ejército formado por una gran mayoría de milicianos sin ninguna experiencia en combate.

Lo más curioso e increíble de este hecho es que alguno de sus generales le habían advertido de la dificultad que entrañaba conquistar España, que era mucho mayor de lo que imaginaba, pero no escuchó a ninguno. La decisión estaba tomada y la confianza en sus posibilidades era infinita. «Es un juego de niños, esa gente no sabe lo que es un ejército francés; créanme, será rápido», insistió, sin pensar que por el camino se encontraría a estrategas increíbles, como el general Castaños en Bailén; a jefes guerrilleros con un gran talento, como El Empecinado, y a un pueblo entero dispuesto a hacerle frente, incluidos los niños y las mujeres, aunque fuera con piedras y palos.

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El historiador francés François Malye, autor de ‘Napoleón y la locura española’ (Edaf, 2008), se preguntaba: «¿Cómo pudo pensar que un conflicto de esta importancia podía dirigirse desde París, cuando sus correos tardaban dos meses en llegarles a sus generales, esos si lo emisarios no eran masacrados antes por los guerrilleros?». Su respuesta: «En 1807, el emperador, en la cima de su gloria, se creía invencible. Esa será la causa de su caída. Embriagado por dos años de victorias, de Austerlitz a Friendland, ahora reinaba sobre un inmenso imperio y distribuía las coronas de la vieja Europa entre los miembros de su familia».

«La gente sufría»

La primera sorpresa se la debió llevar siete meses después de haber engañado al primer ministro español, Manuel Godoy, para que firmara el Tratado de Fontainebleau. En ese momento obtuvo el permiso del Rey Fernando VII para atravesar España con el pretexto de conquistar Portugal. Cuando sus tropas estaban asentadas en Madrid, la ciudad saltó por los aires y comenzó la Guerra de Independencia . «Se oían gritos de «¡armas, armas, armas!». Los que no vociferaban en las calles, vociferaban en los balcones. Y la mitad de los madrileños eran simplemente curiosos al principio, después de la aparición de la artillería todos fueron actores», contaba Benito Pérez Galdós en sus ‘Episodios Nacionales’.

Uno de los primeros críticos de Napoleón, que contaba a esas alturas con un numeroso grupo de opositores, gobernaba con mano de hierro y tenía a la prensa de Francia amordazada, fue el capitán Joseph de Bonnefoux. Tras pasar varios años cautivo de los británicos en la guerra de España, describía así las consecuencias de su gestión: «La gente sufría como si estuviera asfixiada entre dos colchones». Nadie conseguía que el emperador entrara en razón, ni siquiera sus propios ministros, que «se sentían embotados», según dijo Stendhal, en referencia a la autoridad desmedida del general corso y el desquiciado ritmo de trabajo que había impuesto a su Ejército durante los años anteriores.

«Del genio a la locura no hay tanta distancia, ya sea enajenación por el poder absoluto, ya sea por un debilitamiento prematuro de sus facultades, no hay duda de que Napoleón ya no era el general Bonaparte», afirmó el coronel Charles D’Agoult, que había sido nombrado segundo teniente con solo 17 años y que había participado activamente en la conquista de 1808. «La naturaleza fija un límite más allá del cual las empresas locas no pueden ser conducidas con prudencia. Ese límite, el emperador lo alcanzó en España y lo rebasó en Rusia. Si entonces hubiese escapado a su ruina, su inflexible fatuidad lo hubiese llevado a encontrarlo en cualquier otra parte distinta a Bailén o Moscú», declaró también Maximilien Sébastien Foy, el general que llegó a Tolosa y acabó retirándose a Irún, huyendo finalmente a Francia.

Ninguna de estas críticas aparecen reflejadas en la película que Ridley Scott acaba de estrenar, con Joaquin Phoenix en la piel de Napoleón. A lo sumo, una escena en la batalla de Waterloo de 1815, en la que se puede ver alguna discrepancia por parte de uno de sus generales a la hora de comenzar el ataque contra las tropas británicas, neerlandesas y alemanas dirigidas por el duque de Wellington. O un pequeño encontrozo en París con uno de sus soldados que se solventa rápido. No debía ser nada fácil decirle la verdad al emperador de Francia, aunque en el ámbito privado o en libros posteriores a su caída estas críticas fueron muy habituales.

Cuando alguno de sus ministros intentó demostrarle que la conquista era una tarea muy difícil, los argumentos que le daban eran barridos por Napoleón con respuesta tan insolentes como: «Si esta guerra fuera a costarme 80.000 soldados, no la haría, pero no llegarán a 12.000». En varias ocasiones expresó también su opinión despectiva hacia el Ejército español y nuestro país, asegurando que podría anexionarlo con tropas de segunda categoría, con poco presupuesto y escaso equipo. Y a pesar de las advertencias, se resistió a considerar como peligrosa la fuerza de los patriotas españoles, a los que a menudo calificaba de «brigands» (bandoleros).

Al final, el intento de conquistar la Península se saldó con 110.000 bajas entre los franceses, según las cifras de Jean Houdaille, a los que habría que sumar otros 60.000 muertos más de las tropas aliadas que les acompañaron. «España, fortuna de los generales, tumba de los soldados», llegaron a escribir con tiza, igualmente, muchos de sus soldados en las casas españoles, en abierta y anónima señal de desaprobación con las decisiones de su emperador y de sus lugartenientes. Según Malye, estas críticas se debían a que los soldados vivían la guerra como una «locura» y «un infierno», donde «la violencia del conflicto permanecerá en su memoria durante años, con aquellas feroces represalias que sucedían a unas atrocidades espantosas».

También lo fue para algunos de sus generales, alguno de los cuales, incluso, protagonizó algún intento de conspiración, como la «de Oporto». Napoleón, sin embargo, reaccionó de forma inmediata y apartó a los traidores de su Ejército. El historiador francés explica que algunos de estos, como es el caso de Junot y Fournier-Sarlovèze, sufrieron enfermedades mentales clínicamente probadas por los reveses sufridos en sus enfrentamientos con los españoles, puesto que eran soldados con el espíritu ya quebrado por las heridas y la furia de quince años de guerras.

Otros mostraron su oposición al despotismo del emperador por razones mucho más egoístas. «Nos quitó de cargar la mochila antes de tiempo», reprochó en 1814 el mariscal Lefebvre, al considerar que no les había permitido enriquecerse tanto como él al ordenar la huida de España. Lo dijo precisamente tras la entrevista que los mariscales sostuvieron con Napoleón para forzarle a su primera abdicación.

Origen: «Estaba enajenado por el poder»: las desconocidas críticas de los soldados franceses a Napoleón por menospreciar a España

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