Guarro y mujeriego: los criados de Hitler desvelan sus intimidades más vergonzosas y oscuras
En «Living with Hitler: Accounts of Hitler’s Household Staff», varios sirvientes del «Führer» analizan cómo era la vida íntima del líder nazi
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La florida ciudad de Berchtesgaden (en los Alpes Bávaros) fue una de las predilectas de Adolf Hitler. No para organizar desfiles de sus bienamados miembros de las SS. Nada de eso. Para el « Führer», esta región era en principio sinónimo de asueto. Y lo cierto es que debía calmarle los nervios descansar en ella, pues desde que pisara sus calles allá por 1925, repitió sus visitas una y otra vez hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. Tanto disfrutaba de sus verdes colinas que, aunque en principio sentaba sus posaderas en un hotelito de la zona, terminó comprando una casa de verano bautizada como Berghof.
En el Berghof (que alquiló en 1928 y adquirió en 1933) el hombre más poderoso de Europa podía dejar de ser el «Führer» y convertirse en Adolf. Dar, en definitiva, rienda suelta a la persona que había tras el líder del gigantesco Reich que él consideraba heredero de Carlomagno. El problema es que, para muchos, su verdadero yo era radicalmente opuesto al ideal que había extendido el régimen nazi desde 1933. Así queda claro, al menos, en los testimonios de tres de los criados que vivían en esta residencia y que han sido publicados -según afirman varios diarios anglosajones como el « Daily Mail»- en «Living with Hitler: Accounts of Hitler’s Household Staff».
La realidad es que, atendiendo a las declaraciones de sus sirvientes, el «verdadero» Adolf Hitler era hombre desquiciado (solía ofuscarse de forma enfermiza con el trabajo), descuidado (podía pasarse tres días sin cambiarse la ropa interior) y -entre otras tantas cosas- sumamente obsesivo (ejemplo de ello es que se volvía loco cuando alguien tardaba más de unos pocos segundos en colocarle bien una pajarita). Por si fuera poco, y en contra del mito que se ha extendido, los testimonios recogidos en la obra coinciden también en que el líder nazi adoraba disfrutar de la compañía de las mujeres y mantenía relaciones sexuales con su amada Eva Braun.
Berghof: de paraíso a infierno
El historiador Jesús Hernández (autor del blog « ¡Es la guerra!») coincide en « Breve historia de Hitler» en que Berchtesgaden era la región en la que el «Führer» descansaba antes de alcanzar el poder. «Hitler solía visitar la zona desde 1925., alojándose en un hotel», explica. Al final, su amor por el pueblo le llevó a alquilar el futuro Berghof (una casa de vacaciones ubicada en la ladera de una montaña llamada Obersalzbeg) a un comerciante llamado Otto Winter en 1928. Le gustó tanto que, apenas cinco años después invirtió todas las ganancias que había obtenido con las ventas del « Mein Kampf» en hacerse con ella.
Por entonces aquella residencia no había sido bautizada todavía con el nombre por el que pasó a la historia. Para eso hubo que esperar hasta finales de 1935, cuando Hitler ordenó remodelar la vivienda por completo para adecuarla a su gusto. «Hasta la inauguración, el 8 de julio de 1936, se construyeron una nueva ala principal, que integraba la antigua casa de campo, y varios edificios adyacentes», explica Heike B. Görtemaker en « Eva Braun, una vida con Adolf Hitler». El mismo Albert Speer (arquitecto del Reich) afirmó posteriormente que los cambios fueron diseñados «a partir de esbozos de Hitler» y que a él nadie le pidió consejo.
Durante los primeros años, el Berghof fue el refugio vacacional de Hitler. Sin embargo, esto cambió después de que alcanzara el poder. A partir de entonces comenzó el calvario del líder nazi. Y es que, en cuanto las buenas gentes de Alemania descubrieron dónde se hallaba su lugar de retiro, iniciaron una serie de perigraciones al edificio para adorarle como si de una deidad se tratase. En principio, la continua llegada de curiosos fue usada por la propaganda germana para fomentar la idea de que el «Führer» era un hombre cercano y accesible. Pero, al final, terminó tan harto de que cientos de personas mirasen su vivienda desde la verja, que acabó recurriendo a medidas más drásticas.
«En contraposición, a partir de 1935 se procedió al acordonamiento de todo el Obersalzbeg. Por encargo de Hitler, Bormann obligó al resto de los propietarios de casas y posadas de la región, declarada de un día para otro “zona protegida del Führer”, a verdérselas an NSDAP», añade Görtemaker. Poco a poco, el régimen nazi se hizo con el control de toda la región, derrumbó las viviendas y ordenó levantar una valla para aislar al líder y asu plana mayor. Aquel fue el momento en el que la residencia pasó a convertirse en complejo de viviendas formado por cuarteles, sedes de múltiples administraciones, residencias de jerarcas y un largo etc.
Sirvientes
Desde que arribó al Berghof, Hitler se rodeó de un séquito de sirvientes y asistentes personales que, contrariamente a lo que se cree, fue variando a lo largo de los años. Quizá el miembro más famoso de este equipo haya sido Elisabeth Kalhammer, la criada austríaca que rompió su silencio en 2014 desvelando algunos de los secretos más íntimos del líder nazi (entre ellos, que adoraba comer un pastel hecho con manzanas, pasas y nueces o que su bebida predilecta era el agua caliente).
Sin embargo, en «Living with Hitler: Accounts of Hitler’s Household Staff» se da voz a tres personajes igual de cercanos: Herbert Dohring, Anna Plaim y Karl Wilhelm Krause.
Dohring fue sirviente en la vivienda (en la que su esposoatrabajaba como cocinera) desde 1935; Plaim se unió al personal como camarera en 1941, cuando apenas sumaba 20 años, y Krause fue retirado del ejército alemán para hacer las veces de asistente personal de Hitler. De todos ellos, el caso más curioso es el del militar, pues solía estar habitualmente tan cerca del «Führer» que no tardó en ser bautizado con el sobrenombre de «Sombra». De hecho, siguió al tanto de los entresijos que acaecían en la vivienda después de ser despedido. A día de hoy, Plaim es la única que sigue viva. El resto dejaron este mundo en el 2001.
Una relación tóxica
Dohring afirma que tanto él como sus compañeros supieron en primicia que Adolf Hitler mantenía una relación con Eva Braun. «Un día de 1936, mi esposa Anna, que era cocinera, dijo “Escuchadme, va a venir una jovencita rubia que es la novia de Hitler”. Nadie lo sabía hasta entonces», explica. En sus palabras, la pareja mantuvo su relación en secreto durante bastante tiempo. «La regla era que no se podía hablar de Eva Braun a nadie». El criado recuerda además que, la primera vez que vio a la chica, estaba paseando por la terraza con el líder nazi y que iba vestida de forma muy elegante, aunque también parecía de mal humor.
Al parecer, la relación entre ambos no era tan ardiente como se ha querido vender a día de hoy. Principalmente, por la obsesión hacia el trabajo que tenía el líder nazi. «No mucho después, Hitler me pidió que fuera a su estudio en el último piso una noche para ayudarle con unos documentos. Le encontré totalmente perdido en sus pensamientos mientras trabajaba. Entonces alguien tocó la puerta que conducía a su habitación, pero él no escuchó la llamada. El golpe se repitió y entró Eva Braun.», añade.
Que Eva Bran entrara sin permiso volvió totalmente loco a Hitler, que no dudó en gritar a su novia hasta que se marchó. El criado recordó así sus palabras: «¡Siempre vienes cuando no quieren que me molesten! ¡Deberías ver que estoy trabajando! ¡Ahora no tengo nada que pedirte!». La mujer que, a la postre, se suicidaría junto el «Führer», se puso roja de ira y se fue de la habitación. Para Dohring, eso puso de manifiesto que no estaban hechos el uno para el otro. «Nunca habrían sido pareja en circunstancias normales», desvela.
Esa no fue la única explosión de rabia que tuvo. «Hitler era un hombre extraño y lleno de contradicciones». Por las mañanas, los criados sabían cuando tenía buen o mal humor. Si bajaba las escaleras desde su habitación tarareando, era sinónimo de que estaba alegre. Por el contrario, si silbaba era mejor apartarse de él.
En palabras de Dohring, es probable que ese terrible humor fuera una de las causas que llevó a la novia del líder nazi a querer suicidarse en varias ocasiones (una, con una pistola, y otra con pastillas). «Hitler era una persona muy solitaria que solía estar siempre trabajando. Podía estar preparando un discurso hasta las cuatro de la madrugada», finaliza.
Con todo, Dohring recuerda que Eva Braun tampoco era la personificación de la bondad. De hecho, solía enfadarse cuando los criados no podían darle los lujos que solicitaba. Incluso después de que comenzara la Segunda Guerra Mundial y empezara a escasear la comida. «Mientras otros no tenían nada que llevarse a la boca, ella pedía sopa de tortuga, zumo de naranja recién exprimido y dulces. Eso me molestaba mucho». En sus palabras, siempre estaba aburrida y de mal humor con Hitler. «Cuando un hombre guapo como Hermann Fegelein, un oficial de enlace de Hitler, entraba en su habitación, ella actuaba como si estuviese enamorado de él», finaliza.
Obsesivo y guarro
El asistente personal de Hitler, Karl Wilhelm Krause, tampoco se muerde la lengua en la obra. Según afirma, entró al servicio del germano después de una entrevista de apenas cuatro minutos en la que Hitler le dejó clara una norma: «Lo que sea que escuches y veas aquí no es asunto de nadie». A partir de entonces, uno de los deberes principales de Krause fue cuidar de las prendas de Hitler. Y así se percató de que el «Führer» odiaba la ropa nueva.
«Sus prendas civiles estaban tan gastadas que ni siquiera un humilde oficinista las habría querido. El problema es que la gente me escribía para reprocharmelo, como si fuese mi culpa». Según recuerda, en una ocasión estaba tan cansado de que el líder nazi se pusiera la misma ropa una y otra vez, que pidió a un sastre que acudiera a la casa. El resultado, como cabía esperar, fue un sonoro enfado por parte del germano.
Lo mismo le pasaba con sus viejas botas altas. «No podía soportar separarse de ellas. Incluso cuando le pedí tres pares nuevos, él siguió usando las mismos». Y otro tanto con los zapatos. «Siempre llevaba los mismos mocasines negros, que eran horribles. Era un terco. Durante años ignoró los zapatos marrones que había comprado para que se pusiera con sus trajes de color claro. Su comportamiento obsesivo llegaba al cúlmen con las pajaritas, las cuales le tenían que atar en unos pocos seguidos.
Finalmente, Krause recuerda con horror la relación que Hitler tenía con sus calzoncillos. «A veces se los cambiaba tres o cuatro veces en un día, y otras podía estar tres días sin ponerse unos limpios». En sus palabras, le terminó preocupando tanto la escasez de ropa interior del «Führer» que un día le pidió a una costurera que le hiciera unos nuevos exactamente iguales a los viejos. A continuación, los apiló entre los que se ponía siempre. «A la mañana siguiente, entró a mi habitación y me los tiró a los pies diciendo “Saca esto de mi cuarto. Son totalmente insoportables”».
Para no tener que tirarlos, el mismo criado los usó durante varios días. «Unas semanas después me di cuenta de que Hitler se había quedado sin ropa interior limpia repentinamente. ¿Qué podía hacer? Aunque yo había usado sus calzoncillos, como estaban limpios se los preparé para la mañana siguiente… Para mi sorpresa, se los puso sin decir nada», finaliza.
Mujeriego
Uno de los puntos más destacados de la declaración de este criado es en el que afirma que Hitler sentía gran atracción por las alemanas. «Puedo asegurar que Hitler no odiaba a las mujeres. Si veía a una actriz atractiva en una película o una obra de teatro, me pedía que se la presentase. Entre las actrices de cine que le gustaban especialmente eran Olga Tschechowa y Brigitte Horney. Solía invitar a muchas al teatro», completa.
A su vez, solía mostrarse fascinado por las mujeres que veía. «»¡Dios mío, qué hermosa es!», exclamaba». De hecho, y atendiendo a las declaraciones de Kraus, Hitler solía darse la vuelta para seguir mirándolas una vez que el coche había pasado cerca. «Si estaba sentado cerca, me hacía moverme para seguir a la chica con su mirada. Muy a menudo, algún ayudante tenía que averiguar la dirección de la mujer. Después de eso, la invitaba a tomar un café, para que Hitler pudiera charlar con ella», completa.
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