28 abril, 2024

Hemofilia, cuernos y un atentado: la tragedia de la última inglesa que reinó en España

Fotografía de la Reina Victoria Eugenia realizada por Kaulak. ABC
Fotografía de la Reina Victoria Eugenia realizada por Kaulak. ABC

En España hubo cierta oposición a la boda, dada su condición protestante, su falta de estirpe y, sobre todo, por el temor a que la futura monarca hubiera heredado de su abuela Victoria la hemofilia

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Cuando una comisión del Congreso sugirió al Rey Alfonso, de dieciocho años, que se casara, respondió que él personalmente buscaría a la candidata idónea durante sus viajes. La cata había empezado. La Reina madre le sugirió que eligiera a una austriaca o germana de voz estridente y físico exuberante, de esas que pueden llevar una decena de jarras gigantes de cerveza en una mano, pero el monarca parecía más inclinado a las especies británicas y a emparentar con la que todavía era la primera potencia mundial.

El Rey de España coincidió el 4 de junio de 1905 con la muy atractiva Victoria Patricia de Connaught, nieta de la Reina Victoria, en una fiesta en Londres. Alfonso se prendió de sus encantos, pero ella, enamorada de otro, lo rechazó sin miramientos invocando la falta de atracción física. «¿De verdad soy tan feo?», preguntó el deprimido Monarca al probar el sabor del rechazo. No es que fuera un Adonis, pero la belleza era algo secundario para alguien con una personalidad tan abrumadora y tantos focos encima.

Una historia romántica

Tras sacudirse el olor a fracaso, el Monarca acudió en ese mismo viaje a una cena de gala en el Palacio de Buckingham, donde conoció a otra nieta de Victoria, Victoria Eugenia de Battenberg, todavía más guapa, con un pelo rubio ceniza que casi parecía blanco, ojos azules y un rostro imperial. La joven que todos conocían como Ena estaba medio comprometida con un duque ruso y no tenía tratamiento de alteza real debido a que su abuelo paterno se había casado con una simple condesa. Impedimentos que no frenaron a Alfonso para iniciar el cortejo con la inglesa.

Ena no dudó en dejarse querer, aunque más tarde confesaría que a ella guapo tampoco le pareció. Sí «muy delgado, muy meridional, muy alegre, muy simpático». En España hubo cierta oposición a la boda, dada su condición protestante, su falta de estirpe y, sobre todo, por el temor a que la futura monarca hubiera heredado de su abuela Victoria la hemofilia, enfermedad muy poco conocida que provoca problemas en la coagulación de la sangre y se manifiesta por una persistencia de las hemorragias.

La Reina y el Rey fotografiados por Julio Duque ABC

Alfonso XIII decidió una vez más nadar a contracorriente. A principios de enero de 1906 se trasladó en automóvil a la Villa Mouriscot, la mansión de verano de la familia en Biarritz, y pidió formalmente la mano a Victoria Eugenia, a la que regaló un corazón de rubíes rodeado de brillantes. Ese y otros detalles de maestro de la seducción, como entregarle un naranjo cuajado de frutos en una maceta grande, conquistaron el corazón de carne de Ena, que aceptó las estrictas condiciones para su conversión al catolicismo. Entre las frases que fue obligada a leer la nueva reina de España en un acto en el Palacio de Miramar (San Sebastián) las había tan duras como estas: «Yo siento grandemente haber faltado, en atención a que he sostenido y creído doctrinas opuestas a sus enseñanzas», «detesto y abjuro de todo error, herejía y secta contraria al decir de la Iglesia católica».

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Ena accedió sin problemas a este acto de rendición y practicó el catolicismo el resto de su vida, aunque, según su propia madre, en su corazón siguió siendo protestante y mantuvo «la incómoda sensación de haber traicionado la fe de su familia, de sus antepasados y amigos». El Rey de Inglaterra, Eduardo VII, otorgó a su pariente el tratamiento de alteza real y el título de princesa de Gran Bretaña e Irlanda para sortear las restrictivas normas de Carlos III contra los matrimonios desiguales. Con vía libre para la boda, esta se celebró el 31 de mayo de ese mismo año en la Iglesia de San Jerónimo de Madrid.

La comitiva formada por diecinueve carrozas reales, veintidós grandes de España y reyes procedentes de toda Europa pasaba por el número 88 de la calle Mayor cuando se escuchó un estruendo

El novio, vestido con el uniforme de gala de capitán general, esperó impaciente en el altar a la novia, que se retrasó treinta y cinco minutos hasta revelar su traje de satén blanco bordado en plata, salpicado de azucenas y azahares y con una cola de más de cuatro metros de largo. Tras la ceremonia religiosa, el cortejo nupcial puso rumbo al Palacio Real, saludando a los miles de personas que se habían dado cita en las calles engalanadas hasta la indigestión. La comitiva formada por diecinueve carrozas reales, veintidós grandes de España y reyes procedentes de toda Europa pasaba por el número 88 de la calle Mayor cuando se escuchó un estruendo. Veintitrés personas, entre guardias y curiosos, murieron y un centenar resultaron heridas a causa de una bomba que un anarquista llamado Mateo Morral, algo miope, lanzó desde una ventana camuflada en un ramo de flores.

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Los cristales de la carroza real saltaron por los aires y la metralla de la bomba rompió el Collar de Carlos III que llevaba Alfonso. «No es nada, no es nada», tranquilizó el rey a todos, mientras ayudaba a Victoria Eugenia, que tenía el vestido de novia manchado de sangre, a pasar al coche de respeto entre entrañas de caballos y de humanos. Con mucho aplomo, el recién casado pidió que enviasen mensajes a su madre y a su suegra de que ambos estaban bien y dio instrucciones para que le llevaran «despacio, muy despacio, hacia palacio». De esta guisa se presentaron en una recepción, en honor a los muertos, que sustituyó por respeto al banquete. Todavía con el miedo en el cuerpo se comieron la tarta nupcial, tradición importada de Inglaterra por la novia, hecha con crema glacée y bizcocho y con un peso de trescientos kilos.

La revolución palaciega

Adaptarse a España y a su suegra austriaca le costó una vida a la británica, que rompió algo con la pegajosa etiqueta de la corte y logró pequeñas victorias personales como imponer una comida familiar los domingos. Cuatro años de lloros tardó en conseguir que se sustituyeran las incómodas chimeneas por calefacción.

Alfonso y Victoria Eugenia en el momento de su boda.

Del mismo modo, a España también le costó adaptarse a esa Reina suya tan moderna, que vestía falda a la moda frente a las rancias nobles patrias que seguían llevándola hasta los pies. Victoria Eugenia utilizaba maquillaje, tomaba el sol en la playa en traje de baño y estaba educada en la práctica de deportes como el golf, el tenis y el polo. Si a las más viejas del lugar todas estas costumbres les erizaban la peineta, a las aristócratas más jóvenes les pareció como si un unicornio con chaqueta de cuero hubiera entrado en escena. No dudaron en imitar las modas de esa reina tan rumbera.

Al igual que su marido, que fumaba compulsivamente desde los dieciséis años, raro era ver a Victoria Eugenia sin un cigarrillo en los dedos durante sus periodos de ocio. A ella le gustaban los pequeños cigarros habanos u holandeses, mientras que él prefería consumir el tabaco negro que se elaboraba en Canarias, por encima del francés, que le resultaba demasiado fuerte, y del rubio americano, al que nunca logró acostumbrarse. La Reina demostró a las viejas y a las jóvenes que fumar también era cosa de damas, y no solo de mujeres casquivanas.

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La desagradable costumbre de Alfonso de arremolinarse con mujeres con las que no estaba casado quebró la confianza entre marido y mujer, pero no fue una cornamenta de la altura del Big Ben lo que distanció verdaderamente al matrimonio. Las enfermedades hicieron incompatible la felicidad en esa familia. Los médicos descubrieron que el primer y tercer hijo portaba la terrible hemofilia de la familia de su madre.

A pesar del desprecio que terminó sintiendo hacia Alfonso, la Reina cumplió con sus responsabilidades y solo en los últimos años del reinado renunció a hacer vida marital con él

La desdichada Victoria Eugenia únicamente encontró consuelo en el alcohol a la humillación constante de ver que la legión de hijos bastardos de su marido gozaban de mejor salud que sus hijos. A pesar del desprecio que terminó sintiendo hacia Alfonso, la Reina cumplió con sus responsabilidades y solo en los últimos años del reinado renunció a hacer vida marital con él. Se refugió en los viajes y en obras benéficas, especialmente con la Cruz Roja, para alejarse de aquel entorno tan deprimente. En 1926, protagonizó un anuncio en revistas para la compañía de cremas Pond’s, prohibido en España, cuyos emolumentos invirtió en los más necesitados. Nada sorprendente, si se tiene en cuenta que su abuela la reina Victoria fue una pionera en la mercantilización de la realeza al permitir el uso de su imagen en platos, tazas y tarjetas de visita (carte de visite).

Cuando el exilio liberó a Alfonso y Victoria Eugenia para vivir cada uno en una punta del continente, la Reina se dio el capricho de decirle a su marido lo que estuvo casi treinta años callándose. «No quiero volver a ver tu fea cara», le soltó la inglesa cuando su presumido marido le pidió que eligiera entre él o sus amistades. Con todo, la Reina viajó a Roma durante la agonía final de su marido, en febrero de 1941, y luego regresó a Lausana, donde vivió el resto de su vida en contacto con sus nietos y algunos hijos.

Origen: Hemofilia, cuernos y un atentado: la tragedia de la última inglesa que reinó en España

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