Hijos de nazis: de ocultarse por los crímenes atroces de sus padres, a defenderlos y asegurar que «Auschwitz era un paraíso» – Infobae
Un recorrido por la vida de los herederos de los jerarcas del Holocausto. Quiénes son los que despreciaron la actuación de sus padres y quiénes decidieron defenderlos hasta el final
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El sacerdote, luego de dilatar el encuentro por meses, recibió al periodista. La charla adquirió fluidez muy rápido. El religioso se mostraba franco y no rehuía los temas incómodos. Se llamaba igual que su padre, Martin Bormann. El periodista cuando supuso que las barreras de la precaución se habían levantado, hizo la pregunta que lo había llevado hasta ahí. Le preguntó cómo convivía con que cada vez que era mencionado en la prensa o en un libro, su padre encarnaba la imagen del mal, de lo inmoral, de lo brutal. Toda la serenidad que el cura de setenta años había demostrado durante el encuentro se esfumó en ese instante. Su cuerpo corcoveó en la silla, la cara se agrietó, las manos nerviosas revolvieron en sus bolsillos.
De su billetera extrajo un pequeño y añejo papel doblado en cuatro. Los bordes amarillos y deshilachados demostraban que tenía muchos años. Lo desplegó y le mostró al interrogador qué decía ese papel. En caligrafía armoniosa y firme se leía: «Hijo de mi corazón. Ojalá te pueda volver a ver muy pronto. Papá». Esa nota de 1943, más de medio siglo después, seguía conmoviendo a Martin Bormann hijo. Cuando levantó la cabeza dejó ver sus ojos cubiertos por las lágrimas. Luego se explicó (o se excusó) ante el cronista: «Entiéndame. Esta es la imagen que yo tengo como hijo. Y no me la dejo quitar. Me opongo a perderla«.
Martin Bormann, el padre, había sido el secretario personal de Adolf Hitler y jefe del Partido Nazi. Su poder en Alemania solo era superado por el de Hitler. Cuando este se suicidó y los rusos acechaban Berlín, Bormann quiso escapar. Se cree que también se suicidó al ver que la fuga era imposible. Su cuerpo fue enterrado y descubierto recién en 1972. Sin embargo, hasta que a fines del siglo XX no se le realizaron estudios de ADN a los restos no se supo con certeza qué había sido de él. Los rumores lo ubicaban en distintas partes del mundo (entre ellas, Argentina) disfrutando de fortuna y manejando los destinos del nazismo residual. Su hijo apenas pudo entró al seminario y se ordenó como sacerdote: misionó durante décadas en África, intentando escapar de su destino, del peso de su apellido, de los crímenes del padre. Debió volver a Alemania por una enfermedad. En ese momento se dedicó a una fundación cuyo principal fin era no dejar que la memoria de las atrocidades de la Shoah pereciera. Dedicó su vida a difundir lo aberrante de las acciones de su padre y el resto de los líderes nazis, para que eso no volviera a suceder. Sin embargo, a pesar de poder ver la verdad, no podía dejar de querer a su padre.
La historia de los hijos de los jerarcas nazis está llena de dolor, desprecio y desesperación. Algunos de ellos negaron a sus padres, otros (no demasiados) condenaron enérgicamente sus crímenes, muchos los justificaron y hasta los defendieron, y los que pudieron ocultaron su pasado para intentar vivir una vida normal, aunque nunca lo consiguieron.
¿Cómo puede reaccionar un hijo ante el dato de que su padre es un asesino de masas? No hay respuesta posible. Resulta inimaginable para gran parte de la población. Tan inhumano es lo que hicieron que convirtieron a sus propios hijos en víctimas. Que se haya visto afectada su capacidad crítica es, al menos, comprensible. No se puede exigir demasiada lucidez cuando los afectos, los propios recuerdos, la negación y lo aberrante se amontonan. Un posible enfoque de estas historias es el de comprobar hasta qué límites puede llegar la capacidad de negación cuando los afectos están involucrados.
No hay un linaje genocida. Ellos no cometieron esos crímenes. Pero esos crímenes pesan sobre ellos, los afectaron, tuvieron una presencia, física y pesada, en su vida. Una presencia permanente e imborrable. El apellido como estigma, como maldición.
Sus apellidos los obligaron a actuar como culpables. A defenderse incluso antes de sufrir algún comentario reprobatorio, a acostumbrarse a recibir la mirada reprobatoria, a no poder superar el pasado, a rendir cuentas por los crímenes de otros.
«La comprensión incompleta de la vida de nuestros padres no es algo que los afecte a ellos. Nos afecta solo a nosotros», escribió alguna vez el novelista norteamericano Richard Ford. La frase parece aplicarse a la perfección a estos hijos de criminales.
Brigitte Höss, la hija del comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, se escondió durante décadas. Usó su apellido de casada e intentó pasar lo más desapercibida posible. Solo dio una entrevista a los 80 años cuando recibió el diagnóstico de una enfermedad terminal. Dijo que su padre era un hombre sensible y amoroso, que les leía cuentos antes de ir a dormir, que nunca insultaba y que en su casa jamás escuchó un grito. También dijo que durante su infancia, Auschwitz era un paraíso. Claro que ella, con su insensibilidad, hablaba de su casa, ubicada del otro lado del alambre de púas, con todas las comodidades, atendida por un batallón de sirvientes esclavos provenientes del campo y con bienes de lujo que eran fruto del saqueo nazi.
Edda Göring, hija de Hermann Göring, creador de la Gestapo y líder de la fuerza aérea alemana, la Lufftwafe, nació en pleno nazismo. Su padrino fue Hitler. Para celebrar su nacimiento, decenas de aviones desfilaron por el aire formando la cruz esvástica. Más de 600 mil telegramas de salutación se emitieron en el término de un mes. Edda Göring dedicó toda su vida a negar los crímenes del nazismo, intentó honrar el nombre de su padre. Siempre fue impermeable a las pruebas históricas y a los argumentos racionales. Desafiante, hablaba de «los días gloriosos del nazismo». Y reclamó los bienes y obras de arte que su padre había saqueado -se habla de más de 1200 pinturas y 250 esculturas-.
Edda se disputaba el título de la princesa del Tercer Reich con Gudrun Burwitz, que en los años nazis era conocida como Gudrun Himmler, hija de Heinrich Himmler, otro importante jerarca. A pesar de utilizar el apellido de su madre después de 1945, ella nunca dejó de añorar públicamente los años en que su padre gozaba de poder e impunidad. Se convirtió en un referente neonazi y hasta solventó los gastos de defensa de criminales juzgados tardíamente como Klaus Barbie. Ambas tienen perfiles similares. Las dos defendieron a ultranza a sus padres y si debían reconocer alguna culpa la depositaban en Hitler. «Mi padre no era un fanático. Podía leerse la paz en sus ojos. Lo amé mucho y se veía que él me amaba», afirmó Edda Göring.
El uso del apellido materno o el de su cónyuge fue una estratagema útil, un buen recurso de estos hijos para intentar llevar una vida normal sin tener que soportar el escrutinio permanente de los demás.
¿Cómo puede reaccionar un hijo ante el dato de que su padre es un asesino de masas? No hay respuesta posible. Resulta inimaginable para gran parte de la población. Tan inhumano es lo que hicieron que convirtieron a sus propios hijos en víctimas. Que se haya visto afectada su capacidad crítica es, al menos, comprensible. No se puede exigir demasiada lucidez cuando los afectos, los propios recuerdos, la negación y lo aberrante se amontonan. Un posible enfoque de estas historias es el de comprobar hasta qué límites puede llegar la capacidad de negación cuando los afectos están involucrados
De los hijos de Adolf Eichmann, los dos mayores defendieron a su padre por largo tiempo, mostrándose ciegos ante las evidencias. Klauss y Adolf intentaron traer al padre de vuelta a la Argentina luego de la captura del jerarca por parte de las fuerzas del Mossad. Crearon el Frente Nacional Socialista Argentino, una agrupación que pretendía tener un fin político pero que su objetivo principal era cometer delitos como robos y secuestros mientras intentaba esparcir la ideología nazi. Sostenían que su agrupación era indispensable «ante la forma pusilánime en que era tratado el problema judío». Editaban una publicación muy precaria llamada Rebelión que se dedicaba a difundir mensajes antisemitas. No sorprende el dato de que jóvenes de Tacuara se acercaron a los hermanos Eichmann para sumarlos a sus filas. Klaus, se debe recordar, con su indiscreción fue el que permitió que se diera con el paradero de Eichmann al contarle a su novia y al padre ciego de esta cuál era su verdadero apellido y que su padre se movía bajo el nombre de Ricardo Clement.
Apenas se produjo la ejecución de Adolf Eichmann en Israel, el filósofo Günther Anders le escribió una serie de cartas públicas a Klaus Eichmann (publicadas en Nosotros, los hijos de Eichmann). Anders, ex marido de Hannah Arendt, imagina a Klaus desolado y reconociendo los crímenes del padre. No sabe que se va a mantener inmune a las contundentes pruebas. Anders le dice a Klaus que él también es una víctima de los crímenes de su padre, que entiende su tragedia. Que es muy difícil, si no imposible, hacer coincidir esas dos figuras que coexistieron en una sola persona: el padre y Eichmann, el criminal de masas. Anders lo conmina a actuar en nombre de la paz, que salga al mundo a denunciar los crímenes nazis, pero Klaus eligió el camino inverso.
No hay un linaje genocida. Ellos no cometieron esos crímenes. Pero esos crímenes pesan sobre ellos, los afectaron, tuvieron una presencia, física y pesada, en su vida. Una presencia permanente e imborrable. El apellido como estigma, como maldición
Por el contrario, el hijo menor, reconocido arqueólogo y egiptólogo, Ricardo Eichmann, prefiere pasar desapercibido y dedicarse a su profesión. Vive en Berlín y rechaza a los periodistas que se acercan a él. La última vez que habló fue en 1995 y avisó que sería su entrevista final. Allí dijo que él no era responsable de los crímenes de su padre y que en el juicio había quedado probada su culpabilidad. «Huir del apellido no cambia nada. Es imposible escapar de nuestro propio pasado. Pero sí podemos ser mejores», dijo.
Los hijos de Albert Speer, en tanto, integran junto al de Bormann y el menor de los Eichmann el grupo de los que se alejaron de su padre y condenaron sin reticencias su actuar. Crearon una organización para colaborar con las víctimas del nazismo.
Un caso extremo es el de Niklas Frank, hijo de Hans Frank, el Carnicero de Polonia. Niklas denostó al padre y su actuación a lo largo de toda su vida. Escribió libros, dictó conferencias y hasta fue protagonista de un muy buen documental (Qué hicieron nuestros padres: el legado nazi) condenando al nazismo y en especial a su progenitor. «Ya no lo odio. Solo lo desprecio», afirmó. Durante años, en su billetera llevó la foto de su padre ejecutado en la horca: «Me satisface el estado de la foto: está muerto. Ya no puede hacer daño al menos». También dice en el documental: «Quiero saber todo. Me obsesiona. No hay que tenerle miedo al pasado».
El hijo de Josef Mengele siempre pensó que ese familiar que estaba en Sudamérica y del que se hablaba poco en su casa era su tío. Hasta que alguien le dijo que era su padre. Movido por la curiosidad viajó a conocerlo. Se encontraron y estuvieron juntos unos pocos días. Años más tarde el hijo contó: «Nunca voy a entender cómo seres humanos pudieron actuar de esa manera. El hecho de que se trate de mi padre no cambia nada. Lo que pasó es para mí contrario a toda ética, a toda moral, e impide toda comprensión de la naturaleza humana». Después, nunca más se vieron. Mengele murió dos años más tarde.
Otro que forzado por las circunstancias tuvo poco contacto con su progenitor fue el hijo de Rudolf Hess. El padre fue encarcelado en Inglaterra cuando él tenía 4 años. Luego llegó Nuremberg y el encierro en Spandau. Cuando Wolf Rudiger Hess tenía 9 años su madre lo llevó a la prisión a ver a su padre. Pero este no los quiso recibir. Intercambiaron cartas durante décadas. El padre podía escribirle solo una vez por mes. Su contacto se reducía a 12 cartas anuales. Se vieron cara a cara 28 años después. En 1969. El hijo que había visto por última vez a su padre a los 4 años tenía en ese entonces 32.
No son muchos los que pueden lidiar con ese legado macabro. Conviven la culpa, el dolor, la incomprensión (propia y ajena), el temor, el odio. Siempre es complicado juzgar a los padres. Por eso en estas historias hay pocos términos medios. Se los rechaza o se los defiende a ultranza. La mayoría de los hijos juzga a sus progenitores por sus actos privados. Estos descendientes de líderes nazis deben hacerlo también por su atroz actuación pública. Cada uno manejó esa herencia como pudo pero a todos, de una manera u otra, les fue imposible ignorar el terrible pasado familiar. Todos debieron convivir con el hecho de que ese genocida también era su padre.
En 1995 al sacerdote Martin Bormann hijo lo llamaron para oficiar un responso. A pesar de que a la difunta y a su familia no los veía hace años, no pudo rechazar el pedido de que participara en el entierro de Ilse Pröhl, su madrina. Solo le pusieron una condición. Le pidieron que en sus palabras no criticara a Hitler. El religioso aceptó por dos motivos. Por un lado, él sostenía que las palabras dichas en un entierro deben servir para confortar a los deudos y no para agravar su dolor. Por el otro, Hitler era su padrino.
Quien llamó a Bormann fue Wolf Rudiger Hess, hijo de Rudolf Hess y amigo suyo de la infancia. Ilse Pröhl fue la esposa de Hess. El pasado volvía a corporizarse en su vida. Pasaron otros cinco años y Bormann debió participar en otro entierro. Otra vez habló y dirigió la oración. En este había menos gente que en el anterior. Era la despedida a su padre luego de que estudios de ADN terminaran con las sospechas y las teorías conspirativas sobre su escape a Sudamérica y su supervivencia. La ceremonia fue secreta. Nadie supo dónde se esparcieron las cenizas de Martin Bormann, el criminal nazi. Los familiares no querían que se convirtiera en un sitio de peregrinación de neonazis. El sacerdote rezó por su padre y también por sus víctimas. E intentó lidiar, infructuosamente, con las sombras y los sentimientos encontrados que lo acecharon durante toda su vida.