Himmler, en busca del Grial y el martillo de Thor
El 23 de octubre de 1940, en plena Segunda Guerra Mundial, el dirigente nazi Heinrich Himmler viajó a Barcelona. Colaboradores
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Alemania conoció desde el siglo XIX la aparición de asociaciones que, como la Sociedad de Thule, mezclaban el ocultismo con ideas racistas y pangermanistas. De hecho, algunos miembros de esa agrupación estuvieron en el germen del DAP, el Partido de los Trabajadores Alemanes, fundado en 1919, que Hitler convertiría un año después en NSDAP, Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes.
Entre los nuevos afiliados al movimiento nacionalsocialista figuraba un tímido joven de aire respetable que parecía esconderse tras sus redondos quevedos. Se llamaba Heinrich Himmler, y aunque no hay constancia de que hubiera pertenecido a la Sociedad de Thule, se sabe que trabó amistad con algunos de sus componentes.
Era formalmente católico, pero su relación con aquellos círculos y sus lecturas hinduistas (solía llevar un ejemplar del Bagavat-Gita consigo) le convencieron de la doctrina del karma. Él mismo llegó a creerse la reencarnación del rey sajón Enrique I el Pajarero (876-936), considerado el fundador del primer estado alemán. Sus nuevas influencias le hicieron dudar del dogma de la Iglesia católica, hasta que la abandonó.
Cada vez más interesado por la astrología y la videncia, hizo suyas diversas teorías espiritualistas y neopaganas. Pensaba que los alemanes eran víctimas de una conspiración urdida por los judíos, y el único remedio contra ella consistía en depurar la raza germana de elementos extraños, volviendo a los orígenes sociales y religiosos que la habían hecho fuerte.
Los Artamanen fueron para Himmler una fuente de inspiración de la que tomó muchos de los elementos externos de sus SS, como el color negro de los uniformes, las runas o los rituales del fuego. Estos Artamanen (algo así como “hombres de la tierra”) eran una agrupación juvenil ultranacionalista que preconizaba la vuelta al campo y a la vida sana.
Defendía el entrenamiento militar como forma de combatir el destructivo urbanismo cosmopolita. Sus rígidas normas de conducta, casi conventuales, y su obsesión por la pureza racial fueron los principios en los que Himmler basaría su “orden negra”, las SS, llamada a regir, en un futuro que nunca llegó, los destinos de la Gran Alemania.
Al parecer, Himmler llegó a creer que los germanos estaban emparentados con los supervivientes de la Atlántida, quienes habrían fundado una poderosa civilización en las estribaciones del Himalaya. Del mismo modo, estaba obsesionado con el Grial, entendido como unas tablillas inscritas con misteriosos conocimientos. Fue a raíz de la lectura de Cruzada contra el Grial (1933), libro de Otto Rahn que suponía que el misterioso objeto se hallaba en algún lugar del país cátaro. Posteriormente, Rahn ingresó en las SS y prosiguió sus investigaciones por encargo directo de Himmler.
El influjo sobre Himmler de otro curioso personaje acentuó esta deriva. Se trató de Karl Maria Wiligut, que empezó a moverse a sus anchas en su entorno. Wiligut, con antecedentes psiquiátricos, decía provenir de un antiquísimo linaje que se remontaba al dios Thor, y se atribuía una memoria ancestral clarividente gracias a sus crisis extáticas.
Él fue quien sugirió a Himmler la remodelación de la antigua fortaleza sajona de Wewelsburg para convertirla en centro espiritual de las SS. Para ello, se la dotó de una gran biblioteca de temas germánicos y ocultistas, y de una cripta en la que celebrar las reuniones capitulares de la organización.
No obstante, este entramado de creencias necesitaba, en una sociedad tan culta como la alemana, de un soporte científico en el que apoyarse, y Himmler lo sabía. De ahí la necesidad de crear una institución respetable que confirmara sus principios. Esa iba a ser la Ahnenerbe.
En busca de pruebas
La Herencia Ancestral Alemana (Sociedad para el estudio de la historia de las ideas primitivas), popularmente conocida como Ahnenerbe (“herencia ancestral”), nació en 1935 por expreso deseo de Himmler. Su propósito era hallar evidencias del pasado germano que justificaran la supremacía de la raza aria y recuperar su supuesto saber ancestral.
Sus hallazgos debían ser transmitidos por todos los medios posibles: publicaciones y conferencias, radio y documentales, a fin de que el pueblo tomara conciencia de esa realidad. Contaría con el culto filólogo holandés Herman Wirth como presidente y con el enérgico germanista Wolfram von Sievers como gerente.
La Ahnenerbe pronto empezó a captar a destacados académicos de todas las ramas, dispuestos a adecuar sus investigaciones a ideas preconcebidas y a moldear la verdad científica al gusto ideológico de sus patrocinadores. Pese a todo, algunas de sus extravagantes investigaciones (como las del propio Wirth, que decía haber hallado evidencias de una escritura sagrada nórdica de la que derivarían todas las demás; el estudio de los rituales mágicos de Carelia, en la frontera ruso-finlandesa; o la búsqueda del “martillo del dios Thor”) agotaron la paciencia del propio Hitler.
Finalmente, el Führer forzó un cambio de rumbo en la Ahnenerbe: Wirth fue sustituido por Walter Würst, un prestigioso experto en literatura sánscrita. El nuevo presidente purgó la institución de charlatanes y fichó a reputadas celebridades con impolutos expedientes, pero se mantuvo fiel a los planteamientos propugnados por Himmler.
Mientras los lingüistas trataban de reconstruir la ancestral lengua aria y los clasicistas buscaban las raíces nórdicas de las culturas griega y romana, la asociación organizó también varias expediciones. Rodeadas de la correspondiente publicidad, su objetivo consistía en rastrear las migraciones de los arios tras la desaparición de su supuesto continente perdido. La expedición más famosa sería la destinada al Tíbet, pero hubo otras, como las dirigidas a Oriente Próximo, Croacia, Noruega e Italia.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial impidió realizar las que había previstas a Canarias y a Bolivia, pero no por ello la Ahnenerbe paralizó sus estudios. Para entonces, miles de museos, bibliotecas y colecciones particulares en los países ocupados estaban a su alcance, y las expediciones (en su mayor parte predatorias) a Polonia, Francia o Rusia sustituyeron a las primeras.
La derrota de Alemania comportó el fin de la Ahnenerbe. El destino de sus miembros fue desigual. Algunos habían perdido la vida en la contienda. Otros fueron juzgados como criminales de guerra. Muchos simplemente reemprendieron sus carreras universitarias sin grandes consecuencias.