Historia: Napoleón en Santa Helena: la historia secreta del confinamiento perfecto
El fiasco de Elba fue clave para la elección de un lugar imposible, un islote en el corazón del Atlántico sur, a casi 3.500 de Sudamérica y a 1.950 de la costa sudoeste de África
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¡Mi vida, menuda novela! Napoleón Bonaparte se aburría en Elba. La secuencia es velocísima, más por su época. Un reinado de once meses en una isla, recuperación del poder en Francia, batalla de Waterloo, Cien Días, abdicación, huida y entrega. Este frenesí era la Historia, desde un hombre hasta repercutir en toda Europa, y con ella el mundo. Si lo has leído es imposible no recordar el inicio de ‘La cartuja de Parma’ de Stendhal y notar esa confusión en la periferia del último combate, seres entregados a la guerra contagiados de adrenalina y empapados de grandeza. Su héroe, tras ceder el imperio para siempre, pensó en huir a Estados Unidos desde Rochefort, en la costa atlántica. La marina británica bloqueaba el puerto, y el 15 de julio de 1815 se presentó para ser capturado en el HMS Bellerophon, no sin antes escribir su carta de rendición al Príncipe Regente, el futuro Jorge IV del Reino Unido.
El corso esperaba cierta benevolencia. Había soñado con ayudar a la lucha por la independencia de las colonias sudamericanas, infatigable en lo bélico, pero ahora solo le quedaba ser desterrado y antes de saber su destino continuó con lo increíble de cualquier detalle de su existencia, cuando en Plymouth sin poner pie a tierra suscitó inéditas pasiones, con el populacho histérico por ver al hombre más famoso de todo el planeta. El 31 de julio le comunicaron su rumbo definitivo, la isla de Santa Helena adónde llegó el 16 de octubre tras dos meses y una semana de travesía en el Northumberland.
El objetivo era no ver disturbada la paz de nuevo por culpa del general más joven del Viejo Mundo, mito del Romanticismo
El fiasco de Elba fue clave para la elección de un lugar imposible, un islote de ciento veintidós quilómetros cuadrados en el corazón del Atlántico sur, a casi tres mil quilómetros de Sudamérica y a mil novecientos cincuenta de la costa sudoeste de África. El objetivo era no ver disturbada la paz de nuevo por culpa del general más joven del Viejo Mundo, mito causante en cierta parte del Romanticismo. Su ausencia hizo brotar la nostalgia de tanta épica, algo agravado por la erupción en abril de 1815 del monte Tambora, el año sin verano y, sobre todo, el tránsito hacia un paradigma donde de conquistar capitales con las armas se pasaba a tenerlos en la caja fuerte.
El confinamiento es una ‘matrioshka’
Durante dos meses Napoleón se instaló en el pabellón de Le Briars, para trasladarse en diciembre a Longwood, una mansión inadecuada para la detención de su ilustre huésped, más bien sórdida, con el viento como un martillo en el exterior y un interior paupérrimo, a seis quilómetros de Jamestown, la principal localidad de Santa Helena, el infinito cuando uno se aclimata a la concepción espacial de los habitantes, y en este sentido el recluso usó la ironía por traspasar el límite transigido de sus movimientos, burlando a la guarnición inglesa compuesta por dos mil setecientos ochenta y cuatro soldados.
El acto tenía algo de desafío de risa floja. Hoy en día los prisioneros en la isla pueden caminarla sin ningún tipo de traba, porque por sí misma es un confín. El mar y las distancias eran obstáculos físicos y psicológicos. Dentro de las investigaciones sobre esta agonía del vencedor de Austerlitz aún no se puede articular una tesis sólida sobre si contempló evadirse. Los hechos demuestran lo contrario, y para confirmar ese encarcelamiento irrompible, Santa Helena era el calabozo perfecto, solo faltaba volcarse en el pasado legendario, algo aún más propulsado si cabe por el séquito de fieles, quienes tomaron ese exilio voluntario junto a su ídolo, no como un castigo, sino como una oportunidad de escribir la Historia.
A ello se emplearon, en esa corte esperpéntica cada vez más decrépita, los apóstoles, Emmanuel Las Cases, autor del ‘Memorial, Biblia del cautiverio y el mito’, Gaspar Gourgaud, Henri Gatien Bertrand y el marqués de Montholon, célebre en el reparto por su hipotética participación, como autor material, en el asesinato de Napoleón, cuyos cabellos contenían arsénico suministrado a cuentagotas durante la reclusión, confundiéndose durante más de un siglo con una úlcera de estómago.
Montholon, desde estas premisas, fue el ejecutor de una conspiración dirigida desde las altas esferas de la Restauración borbónica, temerosas de un regreso napoleónico, no tanto por eso de a la tercera va la vencida, sino más bien por no ignorar la persistencia de su carisma entre las clases populares y en los soldados de la Grande Armée. El añorado no debió ser ajeno a la impronta depositada en el Hexágono, sin embargo se hallaba tan preso de lo pretérito como para desatender cualquier atisbo de presente. El agua, las longitudes y el memorialismo lo encerraban más aún, con la guinda siempre en las inmediaciones.
Se llamaba Hudson Lowe y era el gobernador de Santa Helena, el carcelero de Boney. El duque de Wellington lo juzgó como una muy mala opción para este cometido al ser escaso de educación, un estúpido sin mundología y, como todos los de su calaña, desconfiado y envidioso. Estos defectos lo hicieron idóneo para sacar de sus casillas a su némesis, con quien mantuvo diálogos de aquellos con el aire cortándose con un cuchillo.
Cuando lo deportaron no había cumplido aún los cincuenta años y sentía cierta energía
Estos cuatro elementos cerraban el círculo de su infierno. La distracción de recopilar información sobre su singladura debió remediarle muchos quebraderos de cabeza y suscitarle otros igualmente graves. Cuando lo deportaron no había cumplido aún los cincuenta años y sentía cierta energía; al no poder desplegarla en su arena podía dedicar horas al análisis de los errores en Waterloo, su tormento, recogido por sus acólitos, poco a poco embarcados hacia la Galia por capricho y maldad de Lowe quien, no contento con estrechar el cerco, lo despojaba de sus únicos bienes, con la marcha de Las Cases, el único inteligente de la comitiva, sumiéndolo en el más absoluto desamparo, y ese adiós no sería la única perla en la desquiciada serie de catastróficas desdichas.
Napoleón solía decir tener de todo, menos tiempo. Aquí le sobraba, y el sopor se transformaba en depresión. No salía, detestaba el clima alocado y notaba empeorar progresivamente, engordándose como si fuera un tonel de metro cincuenta y siete centímetros. Las fuerzas lo abandonaban y tras la partida del médico irlandés Barry O’Meara se sintió desahuciado, empecinado en vaticinar una hora marcada para su deceso, acaecido el sábado 5 de mayo de 1821, a las cinco y cuarenta minutos de la tarde.
El retorno de las cenizas
La impiedad de Hudson Lowe con su presa era casi inmoral. El último deseo del finado fue ser enterrado al lado del Sena para ser agasajado antes de reposar bajo tierra. Hasta 1840 una pequeña tumba, hoy visitable y vacía, fue su demora. Mientras tanto en Francia y Europa los acontecimientos empezaban a virar hacia una lenta decadencia del modelo absolutista renacido en el Congreso de Viena. Los acólitos del corso ya no lo exhibían solo con dibujos naif, las pinturas de Épinal, un fenómeno de esa época para recordar un tiempo irrecuperable, sino también a través de un espíritu burgués, melancólico al adolecer de pujanza perdida con la mediocridad borbónica. Desde esta perspectiva el reinado de Luis Felipe de Orleans, aupado al trono tras las tres jornadas gloriosas de julio de 1830, tiene un imaginario colectivo y una producción cultural donde los grandes nombres de las letras, de Stendhal a Balzac, refinaban los géneros y plasmaban lo napoleónico sin casi ninguna negatividad.
Esa Francia en vías de expandirse y ser una potencia colonial con el capitalismo como bandera, en consonancia con los vaivenes del tiempo, echaba de menos la pátina imperial y por ello Thiers, uno de esos seres fundamentales y envueltos en cierta amnesia, apostó por una operación de prestigio para la corona y positiva por eso de insuflar un estado de ánimo apoteósico a una nación muy amante de este tipo de rituales.
En Santa Helena, Bertrand, uno de los últimos en quedarse junto al genio, volvió para repatriarlo y ver un cadáver casi intacto, propio, y necesario para el relato, de un santo. El retorno de las cenizas culminó con el fastuoso entierro en los Inválidos, en un sarcófago de cuarcita roja de Finlandia sobre un zócalo de granito verde de los Vosgos. Napoleón duerme ese sueño eterno protegido por seis féretros, el más interior es de una lámina de acero recubierta con estaño, el segundo de caoba, los dos siguientes de plomo, el quinto de madera de ébano y el último de roble. Otro confinamiento más a la lista, como si, en esta ocasión, quisieran impedir su salida por pánico a no poder lucirlo. Con su funeral, su influjo, esa ascendencia de lo invisible siempre omnipresente, se consolidaba, de Santa Helena a un santuario, del anticristo a la divinidad. Ocho años después, su sobrino Luis Napoleón ganó las elecciones presidenciales de la recién constituida Segunda República y desde esas alturas dio un golpe de Estado el 2 de diciembre de 1851, aniversario de Austerlitz y de la coronación de su tío. Justo un año después devino emperador de los franceses.
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