Juguetes sexuales y amputaciones: la dura vida de un esclavo del Imperio romano
A pesar de que las leyes tardorrepublicanas e imperiales impidieron que los señores se ensañaran con sus siervos, el amo tenía casi absoluta potestad sobre ellos
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Lo narra Apiano, historiador del siglo II d.C. y pluma ágil, en sus ‘Guerras Civiles’. El octubre del 42 a.C. fue amargo para Cayo Casio Longino, cabeza de la conspiración que asesinó a Julio César. Tras poner paz en las provincias romanas y reunir una veintena de legiones para enfrentarse al Segundo Triunvirato, este revoltoso general cayó derrotado frente a los ejércitos de Marco Antonio en la batalla de Filipos. La versión más extendida –díganselo a William Shakespeare– es que, al ver que todo estaba perdido, exigió a uno de sus esclavos que le atravesase con su espada. Y a este, un tal Píndaro, no le quedó más remedio que cumplir sus órdenes.
Ese mismo siglo, el autor clásico Valerio Máximo dejó constancia de una historia que, si bien no era tan impactante como la de Cayo Casio Longino, le llamó la atención sobremanera: «Marco Aurelio, el más ilustre orador de la época de nuestros abuelos, fue acusado de incesto.
Pues bien, en el juicio, sus acusadores pidieron con gran tenacidad que prestara testimonio el esclavo que, según ellos, le había guiado con un farol cuando iba a mantener relaciones ilícitas». Huelga decir que el chico, «todavía un imberbe», se vio obligado a acudir al proceso y fue torturado para que desvelara lo que había ocurrido aquella fatídica noche. Y que no salió palabra de culpa por su boca, por cierto.
Lo que vienen a demostrar estos dos testimonios es lo mismo que explica el doctor en Historia Luis E. Íñigo Fernández a ABC a través de una videoconferencia desde su despacho: que, aunque han sido olvidados por la historia, los esclavos romanos formaban parte del día a día de la sociedad. «Han sido un fondo impersonal que ha servido de ‘atrezzo’ a las grandes gestas de las legiones romanas. Hasta hace bien poco no se les veía como un sujeto historiográfico, pero los romanos hacían todo con sus esclavos alrededor: defecaban, fornicaban, se bañaban, comían… Para ellos era como tener un jarrón en el salón. La conclusión es que son un agente más dentro de nuestro pasado».
Por eso los ha incluido en su nuevo ensayo histórico, ‘ Historia de los perdedores‘ (Espasa, 2022); porque tiene claro que debemos abandonar ese seguidismo que hemos hecho de las legiones romanas, y poner el foco sobre otros estamentos sociales igual de importantes. «Mi obra busca dos condiciones, que el grupo haya sido derrotado, pero también maltratado por los expertos en los siglos posteriores», afirma. Íñigo Fernández promete no decepcionar en este sentido al lector, como sí le ha ocurrido a él con otros ensayos relativamente recientes. «Me sorprende que el libro ‘Los olvidados de Roma’, de Knapp, que fue publicado hace una década, solo le dedicara cuarenta páginas a los esclavos. Debemos hacer un esfuerzo para analizar su papel», completa.
Como las reses
Cuesta analizar en conjunto a este grupo social. Quinientos años de República y otros tantos de Imperio dieron para mucho. Lo que está claro es que, ya en los albores de la Ciudad Eterna, el esclavo era poco más que un elemento del mobiliario. El orador del siglo I Dion Crisóstomo ya dejó sobre blanco que «es derecho utilizar a otro hombre como se quiera, como una propiedad más o como un animal doméstico». Y otro tanto hizo Paulo a comienzos del siglo III al confirmar que «una cabeza servil no tiene derechos». Carecían de capacidad jurídica para formar una familia, no podían personarse ante los tribunales y se les prohibía tener relación jurídica alguna.
Íñigo es todavía más crudo en su definición: «En origen tenían la misma categoría que las reses. Eran bienes de propiedad ilimitada de su amo, que tenía derecho de vida y muerte sobre ellos. Aunque es algo que también ocurría con sus hijos porque el ‘pater familias’ era omnipotente». Podían ser maltratados, vendidos como un jarrón… De hecho, la ley castigaba de igual forma a aquel que dañaba a un esclavo que al que mataba a un animal de otro ciudadano. «Quien matare injustamente a un esclavo o esclava ajenos, o a un cuadrúpedo o una res, será condenado a dar al dueño el valor máximo que tuvo en aquel año», recogía la ‘Lex Aquilia de damno dato’ en el siglo III.
En favor de la Ciudad Eterna sí habría que señalar que, al final de la era republicana, las leyes dieron algo de oxígeno a los esclavos. Y eso es algo que suele quedar al margen en los libros de historia. Dentro de que eran una propiedad, algo que jamás cambió en Roma, la legislación acotó el trato que les podían profesar sus amos. En el siglo I d.C., por ejemplo, la ‘Lex Petronia’ prohibió encadenarles junto a bestias. «Un edicto de Claudio (10 a.C.-54 d.C.) impidió que los esclavos ancianos y enfermos, los que menos valían, fuesen abandonados. Y en la era de Nerón tampoco se dejaba arrojarlos a los animales para que fuesen devorados. Es cierto que podían ser condenados a ello, pero igual que cualquier otro civil», añade el doctor en Historia a ABC.
Y como estos, otros tantos. En época de Domiciano (51-96 d.C.) se prohibió la castración de los esclavos so pena de confiscar la mitad de los bienes del perpetrador de tal barbarie. Y poco después, en la era de Adriano (76-138 d.C.), esta horrible práctica pasó a considerarse ‘crimen capital’ y se prohibieron las famosas ergástulas o cárceles destinadas a los miembros de este grupo. Aunque el ejemplo más claro de cómo evolucionó la mentalidad de los emperadores se dio mucho antes, mientras Augusto (63 a.C.-14 d.C.) se hallaba en la poltrona. «Hay constancia de que un esclavo asesinó a su amo, un patricio muy famoso, por haberle maltratado. El emperador habló en su favor. Eso denota cierto cambio de mentalidad», sentencia el experto.
En este sentido, Íñigo es también partidario de que los esclavos atesoraban también ciertos privilegios –si es que pueden llamarse así– que se han pasado por alto. Una de ellas era el ‘contunbernio’. «Como no podían casarse porque eran considerados objetos, cualquier relación en la que participara un esclavo era denominada así». También podían tener ciertos bienes. «Contaban con el ‘peculio’, pequeños ahorros que lograban de las propinas que recibían o de lo que robaban». Por último, no era raro que, poco antes de morir, un patricio liberara a sus siervos. Era lo que se llamaba ‘manumisión’, y estaba bien vista. «En la práctica, aquella dureza legal se suavizó», finaliza.
En todo caso, aquellas mejoras no culminaron en la abolición de la esclavitud. Pero, básicamente, porque era algo impensable en Roma. «Solo cayó cuando dejó de ser rentable. A partir del final de las conquistas, en la época de Trajano, que se hizo con Dacia y Mesopotamia antes de que comandara el reflujo del imperio, dejaron de llegar esclavos de fuera. Eso provocó que fueran menos rentables», desvela el experto. Solo al final cambió la tendencia y nació el ‘colonato‘. «Fue un sistema similar al de la Edad Media. Los siervos recibieron un trozo de tierra que debían labrar a cambio de protección. Pagaban con la cosecha. Eso igualó a los campesinos con los esclavos», finaliza.
Juguetes sexuales
¿Cómo se llegaba a subordinarse a otro?, ¿cómo comenzaba aquella pesadilla? Los caminos más habituales en la Antigua Roma eran cinco: ser hijo de otro siervo, haber sido apresado en batalla, por exposición (haber sido abandonado de niño), por condena judicial o por venta. El más habitual era el segundo, aunque es cierto que los autores clásicos exageraron las cifras de prisioneros enviados a la Ciudad Eterna. Quizá, aquello de abultar los números para recalcar la grandeza de las legiones. El mismo Julio César dejó escrito que consiguió un millón de esclavos durante la Guerra de las Galias; una cifra escandalosa si se tiene en cuenta que los historiadores cifran la población de la región entre 5 y 7 millones.
Aún así, las cifras son abrumadoras. Los historiadores afirman que, en su momento de máximo esplendor, los esclavos representaban entre el 15 y el 20% de la sociedad romana. Y la mayoría de ellos eran extranjeros. «Los patricios preferían siervos que hubiesen nacido en la ‘domus’. Es lógico. El que era alumbrado en casa solo conocía esa vida. El guerrero capturado debía borrar veinte años de libertad de su memoria, y, aún así, siempre tenía en mente escabullirse», afirma el doctor en Historia. Por descontado, eso también favorecía la buena relación con la familia. Hay casos documentados de siervos que desarrollaban vínculos afectivos con los hijos de los amos y eran respetados.
En todo caso, fueran nacidos en casa o no, uno de los mitos más extendidos es que eran despreciados por la ciudadanía. Nada más lejos de la realidad. «Se suele pensar que, en el día a día, a los esclavos se les distinguía muy bien de los demás. Eso es falso. La mayoría eran blancos, morenos y hablaban el mismo idioma que el romano de a pie. También vestían igual de mal que cualquier trabajador de un taller», explica Íñigo. Así, dedicaban su tiempo a beber en las tabernas –algunos tenían mucho tiempo libre– y se diluían entre la sociedad. «Salvo los que procedían de África o Germania, que eran negros y grandes y rubios respectivamente, el resto pasaban por alto», finaliza.
Ya fueran capturados en Germania o alumbrados en una casucha cercana a la Vía Apia, los destinos de estos desdichados solían ser dos. El primero era el más peligroso y consistía en ser enviado a alguna actividad productiva. Un ejemplo eran los siervos que trabajaban en Sicilia o Egipto, las reservas de cereales del imperio. Aunque no era menos doloroso acabar picando piedra en las minas. «Eran propiedad del estado, pero este las arrendaba a particulares que buscaban sacar todo el dinero que podían y, para ello, se valían de esclavos a los que explotaban», explica. En nuestra castiza León ha quedado constancia de sus pésimas condiciones. Para ellos, volver a casa era un privilegio.
En segundo lugar se hallaban los esclavos domésticos. Y dentro de ellos había también clases. Los más cotizados eran los griegos, muy bien considerados desde la conquista de sus tierras. «Los patricios buscaban usarlos como profesores para sus hijos», sentencia. Los ancianos y los enfermos eran los menos valiosos, mientras que aquellos por los que más se pagaba era por los chicos y las chicas jóvenes y fuertes. «La mayoría eran utilizados para trabajar en la casa, aunque no era raro que fueran parte de la decoración de la misma. A muchos señores les encantaba demostrar que disponían del dinero suficiente como para tener a uno de ellos sujetando un jarrón», sentencia Íñigo.
Tampoco era extraño que los niños y los jóvenes terminaran convirtiéndose en juguetes sexuales de sus amos. «El tema del sexo en Roma era muy liberal. Augusto, que fue muy conservador, no rechazó las relaciones homosexuales. Solo prohibió el adulterio, y porque le preocupaba la estabilidad familiar. Con los esclavos pasaba lo mismo. Para empezar, la potestad del amo sobre ellos era absoluta; eso hacía que no hubiese ningún reparo en utilizarlos sexualmente». Estas relaciones entre amos, amas y siervos solían derivar en embarazos no deseados cuyos frutos no eran reconocidos. «Los hijos de los esclavos eran esclavos por la ley del vientre».
Los –todavía– más desafortunados iban a parar a un hogar con un dueño bárbaro. «Algunos veían en los esclavos una suerte de objetos sobre los que descargar agresividad. Hay testimonios que confirman que una ama dio una paliza a su esclava porque le descolocó un pelo mientras la peinaba. Era algo normal. Marcarles, amputarles un miembro… Al menos, hasta que se prohibió a finales de la República», sentencia. Quizá fue esto lo que provocó que se produjeran hasta tres guerras serviles. Aunque eso, como diría aquel, es otra historia; una muy extensa que pasa por el mismo Espartaco…
Origen: Juguetes sexuales y amputaciones: la dura vida de un esclavo del Imperio romano